La tierra, para quién y para qué: un debate pendiente en Argentina

Dossier no. 65

 

Prólogo

Manuel Bertoldi, Federación Rural para la Producción y el Arraigo

Vivimos tiempos de una profunda crisis del sistema hegemónico capitalista. Se agudizan las contradicciones que dejan a millones de personas por fuera de la posibilidad de acceder a alimentos saludables, a un trabajo estable o a una vivienda digna. Los Estados liberales ya no resuelven los problemas de las grandes mayorías ni tienen la capacidad de confrontar el avance del poder económico concentrado que se apropia de territorios y recursos naturales estratégicos de nuestros países ocasionando crímenes ambientales sin precedentes.

En este marco, la discusión sobre la tierra y su uso se vuelve un debate central para pensar proyectos políticos que consoliden horizontes de soberanía y justicia social. Este dossier nos invita a pensar en manos de quién está la tierra, quién la produce y para qué fines. Son discusiones urgentes y estratégicas que necesariamente tienen que calar en el seno de nuestro pueblo para lograr transformaciones estructurales de los fenómenos que el documento describe.

En las próximas páginas podemos observar, por un lado, que existe una tendencia creciente a la concentración de la tierra, lo que implica la pérdida de tierra para miles de familias rurales en los territorios. Por otro lado, se verifica que el Estado y los gobiernos de turno han sido funcionales a esta tendencia, generando las condiciones para que la vida rural y la producción de alimentos sea algo cada vez más difícil para la producción familiar. Esto ha sido acompañado por la consolidación de un sentido común de lo rural como espacio atrasado, de sacrificio y carente de oportunidades en nuestras sociedades urbanas capitalistas. Uno de los grandes desafíos que surgen de los debates planteados en este texto justamente tiene que ver con el arraigo, sobre todo pensando en las futuras generaciones. Si bien en nuestra historia reciente hubo intentos de políticas contra-tendenciales a este fenómeno, en esta investigación se verifica que siguen siendo insuficientes para revertir la tendencia general.

En los últimos años un fenómeno esperanzador ha sido el proceso de fortalecimiento de la organización de la producción familiar en general y, en particular, de la organización de los cordones periurbanos que nuclean a gran cantidad de familias productoras de alimentos frescos. Miles de pequeños productores se han organizado para conseguir mejores condiciones de comercialización y posibilidades de acceso a la tierra. Luchan contra la discriminación y las tendencias xenófobas que se acentúan en nuestra sociedad, pero de a poco se van haciendo cada vez más visibles sus demandas a partir de las acciones directas que construyen, llegando incluso al centro del poder político como es la capital federal, Buenos Aires.

El acceso a alimentos sanos no es un problema coyuntural, sino que es un elemento central de la época en que vivimos. Será a partir de la organización y lucha no solo de quienes producen sino del pueblo trabajador en su conjunto que vamos a poder resolver un problema que, como otros, no tiene que ver con la falta de recursos, sino con cómo se utilizan y para qué. En definitiva, es la discusión del mundo que queremos construir. Este es el horizonte más general en el que debemos avanzar. Ya está claro que el capitalismo no es un sistema sustentable para pensar un futuro. Es nuestro deber como pueblos proponer y construir el nuestro. Es necesario empezar a hablar sin temor de reforma agraria, soberanía alimentaria, agroecología y por qué no, del socialismo como el sistema alternativo donde estas ideas se pueden viabilizar.


Introducción

¿Cómo puede ser que un país como Argentina, que tiene un extensísimo territorio rural, larga tradición agropecuaria y capacidad para producir alimentos para cientos de millones de personas, experimente un proceso inflacionario y tenga altos niveles de pobreza? Más simple: ¿por qué hay hambre y desnutrición en Argentina, siendo que es un agroproductor? Esta inquietud interpela el sentido común de argentinas y argentinos hace años. En medio de esta aparente contradicción, emerge una realidad elocuente: un constante y creciente éxodo rural, una altísima concentración de población urbana, un sistema orientado a producir y exportar calorías para animales y biocombustibles, y las grandes dificultades para democratizar el acceso a la tierra y la producción de alimentos para la población. Veamos esto con detalle.

La superficie continental del país es de 279 millones de hectáreas, de las cuales 267 millones son tierras rurales (Gómez, 2015: 15). De estas, según el último Censo Nacional Agropecuario, 169 millones se destinan a usos agropecuarios o forestales y en 155 millones existen explotaciones agropecuarias (llamadas EAP)1 que comercializan al menos una parte de su producción en el mercado (INDEC, 2018). Es decir, la intensidad de la explotación de nuestros suelos también es alta.

Pero este país de 46 millones de personas tiene a su población mayormente concentrada en grandes ciudades. Según la Dirección Nacional de Población, la población urbana alcanza al 92 % del total, muy por encima de la media mundial, que es del 54 %; de la media de Europa, que es del 75 %; de Estados Unidos, que es del 82,2 %; y de la propia región americana, que es del 83 % (CEPAL, 2017, cit. en Dirección Nacional de Población, 2020).

A priori, la concentración de población urbana podría no ser un problema en sí, pero los informes del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) insisten en que solo la mitad de la población argentina accede simultáneamente a servicio de agua corriente, gas natural de red y sistema de saneamiento; más del 6 % vive en zonas cercanas a basurales, más del 8 % habita zonas inundables, y más del 4 % vive en situación de “hacinamiento crítico” (INDEC, 2022).

Podríamos imaginar, pese a ello, que el país tiene resuelta la alimentación de su población, que existe un sistema agroindustrial eficiente que garantiza que los alimentos lleguen todos los días a las mesas argentinas. Sin embargo, entre 2014 y 2018, la población que experimentó inseguridad alimentaria moderada o grave en el país pasó de 8,3 millones a 14,2 millones (FAO, FIDA, OMS, PMA y UNICEF, 2019: 149). Este dato sirvió como fundamento a la resolución del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación que creó el Plan Nacional “Argentina contra el hambre” (2020). Poco antes, el Congreso de la Nación prorrogó, por ley No 27.519, la Emergencia Alimentaria Nacional, hasta diciembre de 2022. Para complejizar la situación, la inflación en el país en 2023 ya superó el 100 % interanual (Rial, 2023), muy por encima de la media latinoamericana, y la pobreza en 2022 osciló alrededor del 40 % (INDEC, 2023).

En abril de 2023, movimientos sociales vinculados a la producción de alimentos realizaron en todo el país una protesta por los aumentos de precios y contra los “monopolios harineros”, llamada “panazo”, que consistió en la venta del kilo de pan a 150 pesos (USD 0,7), muy por debajo del precio de mercado. Es que de las 155 millones de hectáreas de tierras con explotaciones agropecuarias, más de 36 millones están cultivadas, en una gran mayoría con cereales y oleaginosas, y su destino es el mercado externo. La soja, por ejemplo, principal oleaginosa, ocupa casi 13 millones de hectáreas, pero las frutas y hortalizas juntas apenas superan las 600 mil hectáreas (INDEC, 2018).

A este panorama se agrega un problema adicional, que surge de las propias prácticas y métodos utilizados por la agricultura industrial: los efectos nocivos en el ambiente y en la salud de la población —de manera directa, en la producción, e indirecta, en el consumo— por el uso de agroquímicos propio del principal modelo de producción agraria. Sobre esta dimensión se profundiza en el cuaderno nº 8 de la oficina de Buenos Aires del Instituto Tricontinental de Investigación Social, titulado Agricultura industrial vs agroecología: ¿cuál es el futuro del agro en la región? (Vértiz y Seoane, 2023). La novedosa puesta en práctica del etiquetado frontal en los alimentos industrializados que se venden en supermercados y almacenes del país, gracias a la Ley de Promoción de la Alimentación Saludable (Nº 27.642), permite observar no solo la preocupación existente por el impacto ambiental de la producción agroindustrial hegemónica y el eventual nivel de residuos de agroquímicos en los alimentos, sino también por las pautas alimenticias existentes en la población, por la calidad nutricional de lo que se produce y lleva a las mesas.

Frente a este escenario, sería razonable suponer que existe en Argentina al menos un mínimo consenso en la población y en la dirigencia política acerca de la necesidad de habilitar e impulsar nuevas formas de ocupación de las tierras, de producir y consumir alimentos. Pero en las primeras semanas del mes de abril de 2023, mientras redactamos este dossier, se desarrollaron dos conflictos que ponen de manifiesto las tensiones que se desatan cuando hablamos del reparto de la tierra.

En la localidad de Chapadmalal, unos 500 kilómetros al sur de la ciudad de Buenos Aires, sobre la costa marítima, se puso en marcha un proyecto de producción agroecológica en tierras fiscales, cedidas en uso a una asociación civil por la Agencia de Administración de Bienes del Estado (AABE). La iniciativa, acompañada por científicos del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y de universidades nacionales, buscaba responder a necesidades tanto de productores rurales del cordón frutihortícola de la ciudad, que necesitaban tierra para producir, como de la población local, para que acceda a alimentos saludables y económicos. El hecho fue transformado por la prensa hegemónica en un acto de ocupación ilegal, expresando un imaginario racializado y clasista.

Esta reacción dialoga muy bien con otro caso, que tuvo lugar en la provincia de Mendoza también en 2023. Allí, la legislatura provincial se manifestó en contra de la prórroga de la Ley de Emergencia de los Territorios Indígenas (N° 26.160) y del reconocimiento de derechos a la tierra de comunidades originarias por parte del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). Esto lo hizo a través de una ley que declara como “no originaria” a la población mapuche, a la que considera chilena. Simultáneamente, la Corte Suprema de la Nación frenó la entrega de 481 hectáreas de tierras a una comunidad mapuche en Bariloche, provincia de Río Negro.

Este escenario es complejo, no lineal. Esconde numerosos pliegues. En ellos, bajo un esquema productivo que procura fomentar la exportación de bienes agrarios y agroindustriales para captar divisas, la actual coalición de gobierno, liderada por Alberto Fernández, intenta desarrollar cierta política estatal que busca identificar y dar fuerza a la producción agropecuaria familiar, campesina e indígena. Lo hizo, al comienzo, a través de la Secretaría de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena (SAFCI), y, ahora, a través del Instituto Nacional de la Agricultura Familiar, Campesina e Indígena (INAFCI). En este sentido, el Plan Argentina Contra el Hambre se propone “favorecer la producción y comercialización de alimentos de la economía solidaria, social y popular, el cooperativismo y la agricultura familiar”, considerando que se trata de un sector que puede aportar soluciones a este complejo problema, que contrarresta la hegemonía supermercadista de la comercialización de alimentos (Fontanet, 2021).

Sin embargo, ello sucede bajo un esquema productivo que privilegia la exportación de bienes agrarios y agroindustriales, necesaria para captar las divisas que garantizan el funcionamiento del Estado y la reproducción del sistema vigente, en el que, además, no dejan ponerse en práctica mecanismos coercitivos contra pequeños productores y trabajadores rurales, que contrarrestan las pretensiones de favorecer a este sector. Esto se observó en marzo de 2023 en el sur de la provincia de Buenos Aires, en la importante movilización y protesta de las y los trabajadores “cebolleros” (agricultura familiar) contra la persecución impositiva que sufren de parte de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), el organismo nacional de recaudación tributaria e impositiva (Abregú, 2023; SudOesteB.A., 2023).


La agricultura familiar, campesina e indígena frente a la concentración

Señalamos anteriormente que el Censo Nacional Agropecuario de 2018 identificó la existencia de explotaciones agropecuarias en 155 millones de hectáreas de tierras rurales. En total, contabilizó allí casi 250.000 unidades, siendo 227.000 las que tienen límites definidos y mixtos. La agricultura familiar, campesina e indígena, tanto como los grupos de pequeños y medianos productores, están representados en la base, por las explotaciones más pequeñas: son aproximadamente 31.000 las que tienen hasta 5 hectáreas; 75.000 si se cuentan hasta 25 hectáreas; 150.000, hasta 200 hectáreas; y 180.000, hasta 500 hectáreas, representando este grupo un 80 % de las 227.000 mencionadas (INDEC, 2018).

Por otro lado, en 2022, el Registro Nacional de la Agricultura Familiar (RENAF) relevó al sector en torno a Núcleos de Agricultura Familiar (NAF). Allí, y en datos cruzados con el Registro Nacional Sanitario de Productores Agropecuarios (RENSPA) y el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA), se contabilizaron casi 77.000 de estas unidades, considerando que se trata de una persona o grupo de personas que conviven en un régimen de tipo familiar y que aportan su fuerza de trabajo en una actividad rural.2 Además de considerarse una forma de vida, la agricultura familiar, campesina e indígena es el sector mayoritario en la producción de alimentos para el mercado interno argentino.

De acuerdo a un estudio del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), se trata de un sector productor de alimentos para la población local, que ayuda a fortalecer la soberanía alimentaria y dinamiza las economías regionales. En conjunto, produce cerca del 80 % de la mandioca, 75 % de caprinos, 60 % de la yerba mate, 50 % de los porcinos, 41 % de las hortalizas y 30 % de la apicultura. Además, es generador de empleo genuino a nivel local: se calcula que el sector explica aproximadamente la mitad del empleo generado en el sector rural (INTA, 2015: 5).

Pese a esta importancia, las políticas estatales de protección y fomento desarrolladas en el último tiempo no han alcanzado siquiera a atenuar la brusca erosión de este sector tan relevante en la provisión de alimentos para las ciudades. La expulsión de familias del mundo rural se torna irrefrenable. La otra cara es la concentración de la tierra y de la producción. Todo ello, en especial la falta de políticas de acceso a la tierra, viene siendo denunciado por las mismas organizaciones sociales rurales en foros y congresos y en acciones de visibilización y protesta, como las ferias, “verdurazos” o “panazos”.

La creatividad en los métodos visibiliza su crisis, pero el problema está lejos de resolverse. Los problemas fundamentales son identificados en el sistema de agricultura industrial que encuentra su origen inmediato en la “Revolución verde” de fines de la década de 1960, que se intensificó en la década de 1990 con la llamada sojización y el desarrollo de los paquetes tecnológicos que la acompañan: siembra sin roturación del suelo —sistema de siembra directa (SD)—, la adopción de semillas transgénicas y la intensificación de la utilización de agroquímicos, además de la concentración y extranjerización de la propiedad y uso de la tierra (Vértiz y Seoane, 2023).

Las organizaciones señalan la concentración como una consecuencia directa de un modo de producción que, entre otros efectos, genera el desplazamiento de familias de sus medios de vida en la ruralidad. El dato alarmante surge del Censo Agropecuario Nacional de 2018 (INDEC, 2018). Señalamos que en ese año las unidades de explotación (EAP) fueron casi 250.000, pero en 2002 eran 333.000. Es decir, en poco más de quince años se perdió un 25 % del total de unidades. Si lo comparamos con el censo de 1988, vemos que se trata de una tendencia de más largo plazo. En 30 años desapareció el 41,5 % de las explotaciones agropecuarias, un promedio de 5.678 por año.

 

 

La desaparición de estas explotaciones agropecuarias no implica que haya menos tierra en producción, porque las que desaparecen son las unidades más pequeñas, sobre todo de menos de 200 hectáreas, mientras se genera una concentración y expansión de aquellas más extensas. De acuerdo a los datos de dicho censo (INDEC, 2018), las explotaciones de menos de 500 hectáreas – unas 180.000 unidades que, como señalamos antes, componen el 80 % de las 227.000 unidades con extensión definida- ocupan apenas el 11 % de la tierra, mientras que menos del 20 % restante —45.000 unidades que tienen entre 500 y más de 20.000 hectáreas— concentra el 89 % de la tierra. En este extremo, solo 849 unidades, el 0,3 % que tienen más de 20.000 hectáreas cada una, ocupan más de 33 millones de hectáreas, el 21 % del total. Si contamos las unidades con más de 10.000 hectáreas, que suman el 1 %, tienen casi el 40 % de la tierra disponible, unas 62 millones de hectáreas: ¡dos provincias de Buenos Aires!

En el siguiente gráfico podemos analizar, de manera superpuesta, el porcentaje que representan las EAP según su escala de extensión, en comparación con la superficie que ocupan. La mayoría de las unidades productivas son aquellas que tienen una extensión limitada, pero concentran muy poca tierra. A medida que las escalas son mayores, se reduce el número de explotaciones, pero crece la superficie que concentran.

 

 

Al orientarse los esfuerzos a exportar la mayor parte de la producción agrícola, quienes producen alimentos para el mercado interno —sobre todo las unidades de menor dimensión, y especialmente quienes tienen condiciones precarias de acceso a la tierra y están sujetos, por ejemplo, a arrendamientos caros y de corto plazo— quedan expuestos a condiciones muy desventajosas. Incluso, muchos pequeños o medianos propietarios terminan cediendo el uso de sus tierras a grandes productores o pools de siembra, porque les retribuye mejor que producirla por sus propios medios. En términos demográficos, la caída en la cantidad de explotaciones agropecuarias se expresa de forma catastrófica a nivel poblacional: la cantidad de personas que vivían en estas explotaciones se redujo en un 40 % entre 2002 y 2018; en ese año, que corresponde al último censo, se registraron más de 75.000 viviendas desocupadas (INDEC, 2018).

 

El acceso a la tierra en el Congreso de la Nación

Esta problemática interpela a fuerzas políticas pertenecientes a un arco ideológico muy amplio. En los últimos años, llegaron al Congreso de la Nación proyectos que buscan democratizar el acceso a la tierra y la producción de alimentos, con diferentes estrategias y objetivos, y que fueron presentados por diferentes sectores políticos, que pueden ser identificados como de derechas o izquierdas, oficialismo u oposición. Ello se profundizó en los últimos años, sobre todo en el contexto de la pandemia por COVID-19. Entre los sectores más descontentos y que más se movilizaron, proyectando sus reclamos al Congreso, estuvieron los llamados pequeños productores periurbanos.

En Ensayo histórico de acceso a la tierra, que publicamos desde el Mirador Interdisciplinario de Políticas Agrarias (MILPA) y el Instituto Tricontinental de Investigación Social, analizamos con mayor detalle el contenido de los proyectos legislativos presentados en el Congreso para enfrentar la crisis de este amplio sector (Jasinski, Caggiano, Oberlin y Sommer, 2022). Allí, tomamos como referencias las iniciativas de protección a los “territorios periurbanos”, propuestas por el Movimiento de Trabajadores Excluidos Rural (MTE-Rural),3 el llamado “Procrear rural” de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) y la convocatoria para el “regreso al campo”, impulsada por organizaciones que agrupan a sectores urbanos empobrecidos, entre otras iniciativas que se presentaron durante los últimos años en los recintos nacionales. Dejamos fuera otras iniciativas que no tienen aún estado parlamentario, como los anteproyectos de la Mesa Agroalimentaria, un nucleamiento específico de organizaciones campesinas y cooperativas con propuestas políticas para el sector (Agencia Tierra Viva, 2022).

La mayoría de estos proyectos toman como punto de partida datos como los que mencionamos al inicio, que son herramientas para reflejar la situación a la que se encuentran expuestos los sectores a los que representan. Con ese diagnóstico y esa urgencia, el objetivo central y emergente de los proyectos es que estos trabajadores y trabajadoras puedan garantizar su arraigo en la ruralidad, y un acceso a la tierra para habitar y producir.

Algunas iniciativas proponen movilizar población excluida de las ciudades hacia terrenos fiscales rurales, donde el Estado podría ceder el uso pero conservar la propiedad; otras exigen un sistema de créditos accesibles para poder comprar una parcela de tierra en cuotas, en reemplazo del pago de alquileres, mediante la creación de un fondo fiduciario. El proyecto de territorios periurbanos, por otro lado, impulsa políticas integrales de desarrollo para productores “de cercanía”, recuperando una tradición de organización de la producción alrededor de los poblados, en los históricamente llamados ejidos.

 

 

Otros proyectos surgen de las organizaciones de pequeños y medianos productores como la Federación Agraria Argentina (FAA). Ciertos sectores que forman parte de esta histórica organización rural impulsan planes de colonización y formación de propietarios que retoman las viejas pautas existentes desde los tiempos de la revolución independentista, a comienzos del siglo XIX. Otros sectores de la derecha política proponen acompañar con diferentes tipos de asistencia y créditos a las familias agricultoras y las economías regionales, o incluso hay quienes hablan de un reparto de tierras fiscales.

 

Proyectos que sintetizan

 Los proyectos de acceso a la tierra de los últimos años parten de dos leyes que son claves, y que sintetizan discusiones de años en el mundo de las organizaciones que representan a pequeños y medianos agricultores familiares, campesinos y comunidades indígenas: la Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar (No 27.118, 2014) y la Ley de Emergencia de los Territorios Indígenas (No 26.160, 2006). Ambas conquistas son bases desde donde pensar políticas integrales para el sector.

La de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar fue sancionada en 2014, y su falta de reglamentación por ocho años dejó un vacío ineludible. Fue esta demora y la falta de respuestas efectivas lo que motivó la presentación de distintos proyectos parciales y el desarrollo de una serie de programas más focalizados que impulsó la SAFCI. La ley finalmente se reglamentó a fines del año 2022, lo que conllevó la creación de un ente autárquico, el Instituto Nacional de la Agricultura Familiar, Campesina e indígena (INAFCI), que absorbió las funciones y estructura de la SAFCI. Hoy el INAFCI, conducido por un referente del movimiento popular rural, tiene a cargo la tarea de aplicar efectivamente la ley, en un contexto donde el desafío va a ser traccionar la voluntad política necesaria para tener un presupuesto y competencias acorde a sus objetivos.

En efecto, la Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar persigue la “construcción de una nueva ruralidad en la Argentina”, buscando garantizar “el acceso a la tierra para la agricultura familiar, campesina e indígena, considerando la tierra como un bien social”. Entre sus aspectos fundamentales está la creación de un Banco de Tierras, con la misión de distribuir por venta, arrendamiento o donación, tierras “aptas y disponibles” para la agricultura familiar (No 27.118, 2014).

Se trata de una ley respaldada por largos procesos de discusión, que propone soluciones integrales para el sector. Dispone políticas financieras, crediticias, sociales, comerciales, tecnológicas, culturales y educativas, con el objetivo de promover el incremento de la productividad y competitividad de la agricultura familiar y de las empresas rurales, esperando garantizar el acceso a los mercados y elevar sus ingresos y nivel de vida. La regularización dominial para familias ocupantes y la asistencia comercial, creando por ejemplo una “cadena nacional de comercialización”, son señalados como medios para este fin (No 27.118, 2014).

 

 

Por otro lado, aunque con puntos de contacto con la norma anterior, está la Ley de Emergencia de los Territorios Indígenas, sancionada en 2006 (No 26.160) y prorrogada en cuatro oportunidades (2009, 2013, 2017 y 2021). Con esta regulación se busca proteger la posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocuparon las comunidades indígenas. Se suspenden los posibles desalojos a este sector, cuyos derechos vienen siendo vulnerados desde hace siglos, y los cuales forman parte también del heterogéneo universo de la agricultura familiar, campesina e indígena. Esta ley ordenó un relevamiento técnico, jurídico, catastral de las tierras de las comunidades, a cargo del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), y con involucramiento de los Consejos de Participación Indígena.

 

 

El objetivo del relevamiento es identificar, registrar y demarcar las áreas que ocupan las comunidades, a fin de protegerlas y garantizar el derecho a la propiedad comunitaria que tienen sobre sus tierras. El primer paso es registrarlas en el RENACI (Registro Nacional de Comunidades Indígenas) para que puedan tener una personería jurídica. Luego, el instituto releva información sobre la organización comunitaria, los aspectos socio-productivos, así como los antecedentes sobre tenencia de la tierra y ocupación de los predios.

Si bien el INAI no otorga la titulación de los predios, este reconocimiento constituye una protección institucional ante posibles desalojos, además de ser un paso previo fundamental para que las comunidades puedan obtener efectivamente los títulos de propiedad, individual o comunitaria, de las tierras que tradicionalmente ocupan. De las casi 1.800 comunidades registradas, más de 1.000 han sido relevadas, con casi 800 expedientes finalizados y alrededor de 300 en trámite (Jasinski et. Al, 2022). Y no todas las comunidades existentes están en el RENACI. A esta realidad nos referimos al mencionar al comienzo de este dossier el conflicto por el reconocimiento de las tierras en Mendoza.

Esta ley es el resultado, no solo de la persistencia en la lucha de las propias comunidades, sino también de conquistas que se fueron dando a nivel institucional en nuestro país, en retroalimentación con aquellas consagradas a nivel internacional. En Argentina, en 1985, la Ley No 23.302 creó el INAI, con la obligación de adjudicar tierras fiscales a las comunidades o individualmente, si estas no existían. En 1992, se sancionó la Ley No 24.071, que aprobaba el Convenio No 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre los derechos de los pueblos indígenas y tribales. En 1994, la reforma constitucional estableció en el inciso 17 del artículo 75 la obligación del Congreso de reconocer la “posesión y propiedad comunitaria” de las tierras indígenas y regular la entrega de otras, aptas y suficientes para el desarrollo humano (Constitución Argentina, 1994).

En la década siguiente, la Ley de Emergencia de los Territorios Indígenas de 2006 (Ley N26.160), y su reglamentación en 2007, tuvieron en cuenta estas prescripciones, haciendo nuevas aclaraciones sobre el carácter de la propiedad indígena: la posesión debía ser actual, tradicional, pública y encontrarse fehacientemente acreditada. En su reglamentación, se instaba a la “participación plena” de las comunidades en la “gestión democrática del territorio”, como un “acto de justicia y de reparación histórica”.

Tres años más tarde, en 2010, por decreto No 700, se dispuso la creación de una Comisión de Análisis e Instrumentación de la Propiedad Comunitaria Indígena, en el ámbito del INAI, para cumplir lo dispuesto en la Constitución Nacional y en las cartas magnas de varias provincias que reconocen la posesión y propiedad comunitaria (Decreto 700/2010). A este propósito vino a contribuir, en 2014, la incorporación de estos preceptos en el Código Civil de la Nación, en el proceso de su modificación. En su artículo 18, de carácter transitorio, se prescribió el derecho a la posesión y propiedad comunitaria de las tierras ancestrales y otras “aptas y suficientes para el desarrollo humano”.

 

El horizonte global de los proyectos

Las comunidades indígenas fueron recuperando derechos sobre sus territorios a partir de un largo proceso de luchas y organización, que se apoyó en un horizonte mundial de reconocimientos para impactar en el plano institucional y legal local. Sucede algo similar con respecto a la problemática de la producción de alimentos y la creciente expulsión de la vida rural de numerosas familias. El fenómeno es global y las organizaciones internacionales sientan precedentes con sus recomendaciones.

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, mundialmente conocida como FAO, estima que en América Latina y el Caribe, el 70 % de los alimentos de la canasta básica son producidos por la agricultura familiar. Este dato fue uno de los fundamentos principales del documento que declara al 2014 como el “Año de la Agricultura Familiar», destacando su papel en la lucha contra el hambre y la pobreza, por la seguridad alimentaria y la nutrición, la protección del ambiente y el desarrollo sostenible (Salcedo y Guzmán, 2014: 476). Fue durante ese mismo año que se sancionó la Ley de Reparación Histórica en nuestro país, que venía siendo impulsada por organizaciones de base.

Las distintas organizaciones que representan a la agricultura familiar vienen visibilizando la necesidad de que en nuestro país se hagan efectivos ciertos derechos ya reconocidos. Muchos de los proyectos que se presentaron en el Congreso se apoyan en la exigencia del cumplimiento, por ejemplo, de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, a los que adscribió Argentina. Desde los movimientos populares se lograron establecer puntos de acuerdo y programas de acción para mejorar las condiciones del sector en encuentros como el Primer Congreso Nacional por la Tierra, la Producción y Nuestra Casa Común, de 2023, así como en el Foro Agrario Nacional que tuvo lugar en 2019. Además, las organizaciones buscan el efectivo cumplimiento de la Declaración de derechos campesinos y otras personas que trabajan en zonas rurales (ONU, 2018), que reivindica la soberanía alimentaria para abordar la crisis alimentaria que afecta a más de 1.000 millones de personas en todo el mundo (FAO, 2012).

Otros de los debates vigentes en los proyectos presentados a nivel local giran en torno a los conceptos debatidos en la ONU sobre seguridad y soberanía alimentaria. Las diferencias tienen que ver con disputas dadas internacionalmente por movimientos sociales rurales, que se forjaron al calor de las luchas contra la globalización neoliberal. En 1992, se creó la organización internacional La Vía Campesina, y luego, en 1994, la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC). En 1996, la FAO definió el concepto de seguridad alimentaria, como el “acceso físico y económico a suficientes alimentos seguros y nutritivos” (FAO, 2011; FAO y Comité de Seguridad Alimentaria Mundial, 2012). Las organizaciones nucleadas en La Vía Campesina respondieron en la Declaración de Nyéléni, con la propuesta de la soberanía alimentaria entendida como “el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo” (Foro Mundial por la Soberanía Alimentaria, 2007). Es decir, si la seguridad alimentaria vela por garantizar la alimentación, la soberanía alimentaria se plantea por las organizaciones como una forma de conseguirla, buscando garantizar no solo la alimentación sino que los alimentos sean producidos de manera sana, justa y en armonía con el medio ambiente.

A nivel local, en la segunda mitad de la década de 1990 y en los primeros años del nuevo siglo, fueron madurando las experiencias de lucha de actores rurales en Argentina, creándose en 2003 el Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI). La Ley de Reparación Histórica de 2014 es, en parte, un logro de este proceso. De allí que se retome el concepto de soberanía alimentaria, definido como la participación ciudadana en el desarrollo socio-productivo y la gestión territorial y producción de alimentos, teniendo en cuenta el efecto de “calidad e inocuidad” de los paquetes tecnológicos sobre el ambiente. Ello, simultáneamente, sin dejar de observar las implicancias de la seguridad alimentaria (Proyecto de Ley. Expediente No 2494-D-2014).  

 

Un problema con historia

En el Ensayo histórico sobre el acceso a la tierra que mencionamos antes, no solo abordamos estas iniciativas y proyectos de ley, sino que nos propusimos tender puentes con el pasado, iniciar un diálogo con políticas para el acceso a la tierra que se aplicaron en otros tiempos y que pueden ser útiles para pensar líneas en el presente con proyecciones hacia el futuro.

¿Cómo se pueden comunicar estos proyectos actuales, cuyos promotores, como vimos, responden a distintos sectores políticos e integran distintas organizaciones rurales con otras iniciativas históricas que habilitaron el acceso a la tierra a distintos sujetos? Esta pregunta abre un espacio de inquietudes políticas e historiográficas interesantes: ¿existieron otras experiencias que merecen ser recuperadas como antecedentes fundamentales y legitimantes?, ¿en qué coyunturas particulares emergieron este tipo de proyectos?, ¿quiénes se beneficiaron y quiénes se perjudicaron?, ¿podemos llegar hasta los tiempos de nuestra revolución e independencia, a comienzos del siglo XIX, rastreando estas huellas?

Nos referimos, por ejemplo, a la creación en viejos y nuevos poblados de áreas circundantes destinadas a la producción de alimentos, conocidas como ejidos. Los objetivos planteados cuando se crearon tienen muchas coincidencias con las problemáticas que se nos presentan hoy, como la necesidad del arraigo o de garantizar el comercio de cercanía. Tuvimos políticas de movilización masiva de población, con financiamiento estatal, y proyectos de creación de colonias agrícolas, con distintos sujetos como protagonistas, según su origen, europeo, criollo o indígena, u orientado a otro tipo de población de acuerdo a criterios específicos, por ejemplo, desocupados o personas etiquetadas como delincuentes. Asimismo, identificamos la creación de instituciones nacionales para planificar políticas integrales para el sector, como el Consejo Agrario Nacional (CAN), que fue creado en 1940 y eliminado por el último gobierno dictatorial en 1980.

En definitiva, se trata de políticas que han ponderado la tierra como un recurso estratégico, para garantizar el arraigo, buenas condiciones de vida y una producción destinada al abastecimiento de la población local y a mercados distantes. Algunos proyectos quedaron solo en la declaración de intenciones, mientras otros, con diferentes alcances, llegaron a concretarse, produciendo transformaciones radicales en la organización del territorio argentino.

Con este ejercicio de buceo en el pasado no proponemos replicar experiencias significativas de acceso a la tierra, que pudieron haber sido eficaces o no, pero que corresponden a otras coyunturas históricas. Lo que pretendemos es recuperar hilos, muchas veces cortados abruptamente por medio de la violencia de las clases dominantes. Se trata de reconocer eslabones de una historia que pueden ayudarnos a responder preguntas fundamentales para la humanidad en el tiempo presente: la tierra, para quién y para qué.

 

Agradecimientos

Este dossier fue elaborado por Alejandro Jasinski, Julieta Caggiano, Irana Sommer y Matías Oberlin, que forman parte del Colectivo de Investigación sobre Acceso a la Tierra de la Oficina Buenos Aires del Instituto Tricontinental de Investigación Social.


Notas

1 Las unidades de producción que analiza el Censo Nacional Agropecuario son las explotaciones agropecuarias (EAP), que debe tener, como mínimo, una superficie de 500 metros cuadrados, es decir, 0.05 hectáreas, deben producir bienes agrícolas, pecuarios o forestales destinados al mercado, tener una dirección única que asume la gestión, a través del productor agropecuario (PA), utilizar, en su totalidad o en parte, los mismos medios de producción de uso durable y la misma mano de obra en las diversas parcelas que la integran (INDEC, 2018: 14).

2 Ver datos del Ministerio de Economía, 6 de enero de 2023, disponible en: https://www.argentina.gob.ar/noticias/agricultura-familiar-en-2022-aumento-la-inscripcion-de-unidades-productivas-en-el-pais

3 Actualmente, una buena parte de los integrantes del MTE-Rural está en la Federación Rural para la Producción y el Arraigo.

 

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