Nuevas ropas, viejos hilos. La peligrosa ofensiva de las derechas

Dossier 47

 

Mientras el viejo mundo muere, decía Antonio Gramsci, en el «interregno» surgen los monstruos. Las imágenes de Nuevas ropas, viejos hilos utilizan la sátira y la burla para enfrentarse a los monstruos de los movimientos fascistas y de derecha emergentes en América Latina. La sátira, al fin y al cabo, se ha utilizado históricamente como forma de arte de resistencia para enfrentarse al fascismo. Utilizando collages digitales y mashups estilísticos, las fotografías de los líderes y movimientos de la derecha contemporánea se convierten en una nueva iconografía de monstruos al estilo del Tarot: Los Libertarios, El Anarcocapitalista, El Anticientífico, El Tecno-Señor Feudal, La Salvadora Anticomunista, El Pacificador y El Intervencionista. Por encima de estas figuras hay una caricatura del mayor temor de la derecha, «El Fantasma», que para el resto de nosotrxs es un símbolo de esperanza y resistencia que da paso a un nuevo mundo.

 

 

 

Introducción

El mundo occidental vive en el descontento. Por un lado, los modelos progresistas no han logrado mantener los niveles de politización, la mística, la capacidad de interpelación, la vocación transformadora y las posibilidades de cambios concretos para las mayorías. Por otro lado, los proyectos neoliberales fallan sistemáticamente en cumplir con las aspiraciones que ellos mismos impulsan: aprovechar las nuevas tecnologías, apostar por la capacidad emprendedora y lograr mejoras sensibles en los niveles de vida de las poblaciones.

Los modelos de éxito vinculados al ascenso social a través del trabajo o bien vinculados a que las personas se conviertan en empresarias de sí mismas, quedan atrasados y ponen a las mayorías en una situación de constante frustración y descontento. Esto es, sin duda, el caldo de cultivo para nuevas operaciones de las derechas en todo su amplio espectro. Se trata en parte de la situación que describe Mark Fisher (2016) en su libro Realismo capitalista, en la cual la catástrofe transcurre de una manera lenta: el futuro solo depara lo mismo que el presente, y este no es muy auspicioso.

En cierta medida, las promesas del mundo libre luego de la desintegración de la Unión Soviética, que conectaban de manera indisociable progreso económico, libertades individuales y vida democrática no han hecho más que fracasar estrepitosamente. En la región latinoamericana, la tierra arrasada neoliberal no pudo evitar el resurgimiento de las luchas de los pueblos y el florecimiento de nuevos liderazgos populares que alcanzaron su esplendor en la primera década del siglo XXI. Este nuevo auge de gobiernos populares y de movilizaciones de masas, logró trastocar la tranquilidad de cementerio en la que nos pretendían mantener los proyectos neoliberales. Esperanzas renovadas, nuevos mitos, nuevas identidades políticas, nuevas luchas y nuevas tácticas pusieron sobre el tapete para millones de personas un sentido movilizador, masivo y popular por el cual luchar y por el cual vivir.

Sin embargo, el mundo gira en otra dirección. El quiebre de la inercia neoliberal permitió a la región latinoamericana reconstruir los vínculos entre los pueblos, dignificar a las y los excluidos, mejorar las condiciones de vida, pero en el marco de una tendencia a la precarización total de la vida que no pudo alterarse de raíz. En el marco, además, de un triunfo cultural del neoliberalismo que cambió de manera radical la subjetividad de las mayorías. Una hegemonía que ha echado profundas raíces basadas en el individualismo, el consumismo y la pérdida de perspectiva de futuro que no hace más que ceñir nuestro horizonte a lo posible, que para la gran mayoría de la humanidad es sobrevivir.  En este punto, tal como nos plantea Fisher “El poder del realismo capitalista deriva parcialmente de la forma en la que el capitalismo consume y subsume todas las historias previas” (2016: 25). Este es el contexto político cultural de Occidente, sobre esta decadencia es que los proyectos neoliberales tuvieron una nueva etapa de ofensiva con centro en Washington desde 2012 en adelante. Golpes blandos, duros, lawfare, fake news, ejércitos de haters, fueron diferentes formas de la guerra híbrida que el Hard-Power estadounidense llevó adelante. Incrementó sus niveles de intervención, sofisticó sus métodos y logró su objetivo de desestabilizar el equilibrio progresista de la región latinoamericana en unos pocos años.

Claro que, como dijimos, las formas de las derechas tradicionales atadas al programa del globalismo neoliberal o bien a las miradas conservadoras más históricas de las élites oligárquicas, no lograron cumplir sus promesas basadas en el antipopulismo. Por el contrario, son también parte del problema. Sin embargo, la emergencia de Donald Trump en Estados Unidos y la pandemia de COVID-19 arrasó con las pocas certidumbres que quedaban en pie. Las derechas adoptan nuevos rostros que se entremezclan con los viejos y, al mismo tiempo, rompen con ellos. Derechas alternativas, derechas neorreaccionarias, ultraderechas, derechas post fascistas, fundamentalismos religiosos, anarcocapitalistas, pasaron de los márgenes completos del sistema político a lugares de relativa importancia en el Norte Global. Sólo por dar uno de los ejemplos más destacados, Steve Bannon, un supremacista blanco que manipulaba datos en las redes sociales, se convirtió en uno de los asesores estrella de la Casa Blanca por ocho meses. Luego de su salida, centralmente a causa de que se demostró que manipulaba datos de usuarios de Facebook con fines electorales, el ex asesor de Trump se dedicó a desarrollar vínculos entre los diferentes partidos o experiencias de las nuevas derechas nacionalistas en todo su variopinto paisaje en tierras europeas. Junto al belga Mischaël Modrikamen impulsaron lo que dieron en llamar en 2018 El Movimiento, un espacio de coordinación y apoyo a los proyectos de derechas novedosos en los diferentes países de la región. De esta manera fueron fortaleciendo los vínculos con partidos de ultraderecha de diferentes países y líderes de la talla de Viktor Orbán que preside Hungría, Mateo Salvini que fue primer ministro de Italia, Marine Le Pen en Francia, referentes vinculados a Vox en España, Amanecer Dorado en Grecia, entre otros. Los acontecimientos se precipitaron en caída libre. La pandemia en 2020 mostró que la decadencia del Occidente capitalista es profunda, que su modelo de civilización está en una crisis de grandes dimensiones. Esto otorgó un mapa de posibilidades para las iniciativas de las extremas derechas que ocuparon el lugar de la denuncia del “sistema”, de la necesidad de ruptura de la inercia, de la expresión del tedio y el cansancio que provoca el realismo capitalista que no ofrece alternativas que, a decir de Gramsci, puedan ser asumidas como un buen sentido en el seno del pueblo.

América Latina no estuvo a salvo de esta oleada de nuevas formas de la derecha. Desde la elección de Jair Bolsonaro en Brasil, el país más importante de la región en términos económicos y geopolíticos, hasta la llegada a la presidencia de Nayib Bukele en El Salvador, los actores de la derecha no tradicional han ganado peso, visibilidad e incidencia de masas. A su vez, se mixturan o al menos abren el espectro político-discursivo para que las derechas más conservadoras y tradicionales de Nuestramérica encuentren ecos en la crítica al progresismo, las izquierdas y los proyectos nacional-populares.

En este Dossier 47 del Instituto Tricontinental de Investigación Social: Nuevas ropas, viejos hilos presentamos un análisis sobre estos movimientos de las derechas en América Latina. Entre lo nuevo y lo viejo. Las nuevas ropas que se tejen con los hilos del racismo, el clasismo, la homofobia, la misoginia, el autoritarismo, el militarismo y la represión.

 

 

El gran capital oscila entre derechas nuevas y viejas

Desde la crisis de 2008 el capitalismo global acentuó sus tendencias previas y las magnificó. La financiarización de la economía aceleró su ritmo luego de que los estados del Norte (en particular Estados Unidos) llevaran a cabo salvatajes multimillonarios a los bancos de inversión que contaban con una parte muy importante de su cartera en subprime. Esta nueva ola de financiarización aceleró el ritmo de crecimiento de nuevas burbujas y apalancó a las nuevas megacorporaciones triunfantes: las hi-tech y las plataformas. El mundo del trabajo continuó su derrotero excluyente de más de un 50% de la población en los países capitalistas del Sur (OIT, 2021), con la acentuación de la deslocalización productiva y nuevos encadenamientos de las cadenas globales de valor en los cuales las posiciones medias siguen siendo ocupadas por los países del Norte Global, con la excepción de China.

Estos procesos se vieron, sin duda, extremados por la pandemia en 2020-2021. La pandemia de coronavirus actuó como un catalizador de las tensiones económicas acumuladas en los años previos (Tricontinental, 2020). Sobre todo, mostró a las claras una distancia significativa entre las dinámicas nacionales de acumulación de capital y las dinámicas globales, entre las que prevalece el poder de las plataformas y los bancos de inversión. Amazon, Meta, Alphabet, Apple, Microsoft, Tesla representan los grandes capitales ganadores de la nueva burbuja post 2008 y, sobre todo, en 2020 y 2021 frente al crecimiento exponencial de la utilización de plataformas y la virtualidad. Las grandes empresas financieras operaron como un engranaje indispensable para direccionar los dólares circulantes hacia estos vectores de acumulación de capital.

En gran medida, la relación entre los nuevos desarrollos tecnológicos de Silicon Valley y las nuevas derechas emergentes es bastante conocida: Peter Thiel, cofundador de PayPal, es un defensor furioso del ideario de la derecha alternativa; las criptomonedas y la tecnología de blockchain son promovidas por el supremacista blanco Richard Spencer como la moneda de las derechas alternativas; la CEO de Oracle, Safra Catz, donó unos 127 mil millones de dólares a la última campaña electoral de Donald Trump, entre otros vínculos. Sobre todo, los sectores alineados a las posturas neorreaccionarias, seguidores de Nick Land y otras expresiones de una filosofía basada en la ucronía, como Mencius Moldbug, han reforzado a partir de los nuevos desarrollos de plataformas, redes sociales y criptos, las nociones anti-estatistas y anti-globalistas que son el combustible de los nuevos movimientos de derechas en el Norte.

Sin duda, las derechas alternativas ven en el desarrollo del llamado capitalismo cognitivo[1] y en los desarrollos financieros del blockchain y las criptomonedas, formas concretas de favorecer lógicas de acumulación de capital privado en las cuales los Estados nacionales tienen escasa o nula capacidad de intervención. Los programadores vinculados a las nuevas oleadas de Silicon Valley han vinculado los nuevos desarrollos de las empresas high tech con las potencialidades de resolver los “problemas” de la democracia y de la intervención estatal. Es lo que Cédric Durand (2021) llama “El consenso de Silicon Valley”, que más que producir un efecto sólo sobre este pequeño grupo de empresas (las llamadas empresas emergentes) intenta realizar una operación hegemónica, producir un nuevo mapa cognitivo que pone en el banquillo de los acusados por la falta de productividad de los empresarios a los conservadores tradicionales del Partido Republicano y a los Demócratas progresistas que conducen “(…) a la mediocridad igualitaria, consumista y multicultural” (Raim, 2017: 59). Esta ideología se expresó desde 1994 en lo que se llamó Una carta magna para la edad del conocimiento, elaborada por la Progress and Freedom Foundation (Dyson, Gilder, Keyworth y Toffler, 1994). Si bien no logró disputar los breves años de la hegemonía neoconservadora a nivel estatal, en la cual marcaron el paso los halcones del Pentágono, el gran empresariado asumió una posición de acuerdo a la cual “Silicon Valley, o más bien su representación encantada, es la vitrina del nuevo capitalismo: una tierra de oportunidades donde, gracias a las empresas emergentes y a la sociedad de capital de riesgo, las ideas florecen libremente, los empleos abundan y los desarrollos de alta tecnología benefician a la mayoría(Durand, 2021: 49).

Así, podemos decir que esta operación ideológica que se ha venido desarrollando desde los años 90 logró, luego del fracaso neoconservador y de las iniciativas globalistas de Barrack Obama, pasar a la ofensiva y potenciar su agenda política durante los años de gobierno de Donald Trump. El uno por ciento de los más ricos del mundo ha adquirido como propio el planteo de que la creación de valor en el capitalismo contemporáneo no se encuentra en lo material sino en la innovación (sea informática, financiera o bien la obtención de patentes para desarrollar luego producción física). Como nos muestra Mariana Mazzucato (2019), desde Apple hasta PayPal y desde Goldman Sachs hasta Pfizer, la posición es clara: ellos son quienes crean valor, frente a los ineficientes, entre los cuales el Estado y lxs trabajadorxs pobres son los ejemplos siempre citados.  Esto se relaciona bastante bien con el movimiento neorreaccionario que representa “un movimiento antimoderno y futurista de libertarios desilusionados” (Raim, 2017: 55).

La pregunta clave aquí es ¿Cuánto de estos elementos han estado detrás de los proyectos de la derecha latinoamericana? ¿Podemos ver que esta “ideología de Silicon Valley” está marcando el ritmo de las demandas y propuestas de las clases dominantes en los países del sur del Río Bravo? Y, por otro lado, ¿Qué vínculo tienen las nuevas derechas emergentes con las clases dominantes locales?

Estas preguntas no podremos responderlas de manera contundente aquí, pero al menos podemos proponer algunas hipótesis.

La primera hipótesis que planteamos es que el antipopulismo es el principal articulador del gran empresariado de América Latina. El gran empresariado considera como sus principales enemigos a los diferentes proyectos populares (que despectivamente tildan de populistas). Como señalamos, desde los años de posneoliberalismo continental en la primera década de 2000, el reencuentro entre el capital concentrado y las derechas políticas se dio a partir de la necesidad de confrontar a los gobiernos emergentes de la lucha antineoliberal. Esa articulación se volvió cada vez más estrecha, al punto de generar procesos novedosos que van desde golpes de Estado blandos hasta duros, pasando por una variedad de formaciones de coaliciones electorales reaccionarias.

Los ejes sobre los cuales los grandes capitales de la región dieron su espaldarazo a las diferentes coaliciones y líderes de la derecha fueron constantemente las polarizaciones con relación al “populismo”: republicanismo vs. deterioro institucional; libertad de mercado vs. estatismo; democracia vs. autocracia; entre otros.

En esto encontramos una línea de continuidad con los procesos actuales. Si tomamos como ejemplo a Brasil, aparece a las claras que el gran empresariado prefiere apoyar a Jair Bolsonaro (Taglioni, 2021), que podríamos definir como un neofascista, frente a las posibilidades de que su gobierno termine de derrumbarse y acceda nuevamente al poder un proyecto popular encabezado por el expresidente Lula Da Silva. Por lo general, la elite económica en Brasil tiende a posicionarse en un neoliberalismo más clásico y globalista, que un poco se ve representado en la figura de Paulo Guedes, ministro de Finanzas, al interior del gobierno de Brasil. La síntesis novedosa que aparece en Brasil, respecto de los años 90, es una conciliación entre el programa neoliberal clásico en lo económico (Filgueiras, 2021), con el neofascismo de Bolsonaro en lo político. Desde los sectores del agronegocio (Poder360, 2021) hasta los bancos (Contente, 2021) apoyan actualmente al gobierno abiertamente.

El punto de articulación es el temor al retorno de un gobierno popular. Si no logra detener este retorno, el bloque reaccionario de Brasil está dispuesto a realizar todas las reformas estructurales regresivas posibles para echar por tierra las ya reducidas capacidades estatales. La burguesía brasileña no se plantea articular otro proyecto posible, manteniendo el horizonte neoliberal en el plano económico y barriendo bajo la alfombra los excesos fascistas de Bolsonaro.

De manera similar, el gran empresariado en Argentina se posicionó en una postura antipopulista desde el mismo momento de la asunción de Néstor Kirchner como presidente en 2003 y luego dio pasos cada vez más firmes para dar cuerpo a un proyecto que logre reemplazar al peronismo en el gobierno a manos de una fuerza que, encabezada por Mauricio Macri, olía a nueva derecha pero tenía más de derecha conservadora, republicana, colonialista y oligárquica que de una derecha que crezca en base a la incorrección política, el antiestatismo extremo, la movilización política y el nacionalismo reaccionario. En 2015, la Asociación Empresaria Argentina (la asociación de mayor peso entre las asociaciones empresariales del país), los grandes jugadores del agronegocio (que se expresan en la Sociedad Rural Argentina y otras entidades) y los grandes grupos que operan en la Unión Industrial Argentina, tuvieron una posición de apoyo absoluto a la campaña electoral de Macri y al sostenimiento de su política que, en términos de rentabilidad incluso no los benefició de manera sustancial. Sin embargo, la necesidad de sostener una política neoliberal se mantuvo como el eje central “frente a la amenaza populista” (Cantamutto y López, 2019).

El gran empresariado en Argentina se ubica con toda claridad en oposición al gobierno del presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Fernández, en su gran mayoría contribuyendo a la coalición de derecha y centroderecha de la que forma parte el expresidente Mauricio Macri. El fenómeno de nueva derecha, que tiene como máxima referencia a Javier Milei, no posee hoy una ascendencia significativa en el empresariado. El capital, con toda su tradición oligárquica, elige por el momento neoliberales conservadores antes que ultraliberales y anarcocapitalistas.

Estos casos nos muestran que las clases dominantes de nuestra región se encuentran en una encrucijada: seguir sosteniendo un modelo de democracia burguesa hoy en crisis o bien dar el salto hacia una forma autoritaria de gobierno. En todos los casos, el único punto de acuerdo es un programa económico antipopular. La variable de ajuste es cuánta violencia política se debe permitir, pero no cuánta violencia económica.

Una segunda hipótesis, vinculada a la anterior, es que la nueva derecha no tiene en realidad un programa económico que pueda ser apropiado por las principales expresiones del capital. En términos concretos, la mayor parte de las medidas de política económica de gobiernos considerados de “nueva derecha” como Bukele en El Salvador y Bolsonaro en Brasil, podríamos decir que siguen en proceso de radicalización del Consenso de Washington más que iniciativas novedosas basadas en la exacerbación de la economía del conocimiento, la revolución 4.0 o la adopción de las premisas de la escuela austríaca. Las medidas macroeconómicas centrales de estos proyectos, al igual que las que ha desarrollado Sebastián Piñera en Chile, Mauricio Macri en Argentina o las que lleva a cabo Lacalle Pou en Uruguay, se resumen en el programa del globalismo neoliberal. Claro que este programa viene mostrando su agotamiento sistemático desde hace décadas y allí es donde se comienzan a producir simpatías en el empresariado hacia las formas neorreaccionarias y las derechas alternativas.

Quizá el único caso que encontramos como un balbuceo en el sentido de producir nuevas formas de una economía política reaccionaria adecuada a los tiempos, es la adopción de la criptomoneda Bitcoin en El Salvador como moneda de curso legal. En una medida de gran radicalidad, el presidente modelo de la neorreacción en América Latina impulsó esta ley que fue aprobada por la mayoría del parlamento de ese país, suma un riesgo de inestabilidad muy importante, puesto que la libre conversión de dólares a Bitcoin puede producir efectos especulativos generalizados dada la volatilidad que tienen las criptomonedas (BBC, 2021). El punto central de esta medida es que El Salvador ya tiene su política monetaria atrofiada debido a que la economía se encuentra dolarizada, pero la adopción del Bitcoin como moneda de curso legal directamente gira hacia la privatización de la emisión monetaria. Despojar al Estado de toda capacidad de intervención o regulación sobre el dinero, es uno de los grandes sueños neorreaccionarios que parecen volverse realidad en este país centroamericano.

Así, con la excepción del avance de Nayib Bukele en el salto al vacío de las criptomonedas, las propuestas de política económica de las derechas de la región emparentan bastante bien con los programas neoliberales clásicos y estas son las propuestas económicas que el gran empresariado defiende y sostiene para oponerse a cualquier programa de avance popular. En definitiva, en este punto se ve a las claras que a las diferentes derechas las une el espanto y el odio a las clases trabajadoras.

Como tercera hipótesis, que se vincula a lo anterior, cada vez es mayor la distancia que existe entre lógicas de acumulación de capital y proyectos políticos de las clases dominantes. La dinámica de acumulación de la revolución 4.0 y la extrema financiarización subordina como nunca antes a las clases dominantes de los países de la periferia del mundo a los imperativos del capital global. La respuesta de estos capitales que quieren sobrevivir a la competencia global que crecientemente tiende al tecnofeudalismo es retomar la agenda de la reforma neoliberal recargada. Esta agenda no tiene, sin embargo, el apoyo popular que supo tener en la última década del XX. Las burguesías de los países de la periferia latinoamericana oscilan entre el apoyo explícito a los gobiernos de derecha tradicional y la creciente simpatía hacia los sectores aún hoy marginales de la nueva derecha que prometen nuevos discursos, nuevas utopías reaccionarias y nuevas formas de movilización para apoyar una refundación capitalista.

Un punto la clave de este debate es cuánto necesita hoy la dinámica de acumulación de capital global y nacional de la dominación a través de la democracia burguesa o si se encuentra en otras búsquedas.

 

 

La ampliación de la frontera discursiva hacia la derecha

La ofensiva protagonizada en la última década por los sectores dominantes de la región se despliega, en gran medida, en el terreno de la disputa por el sentido. Veamos cómo se están forjando nuevas fronteras discursivas a partir de la acción de las derechas.

Como venimos señalando, en nuestra región dicha ofensiva se constituye fundamentalmente como una reacción ante los gobiernos progresistas y los procesos de ampliación de derechos que tuvieron lugar en las últimas dos décadas. Aquí la demonización emerge como el objetivo ordenador y el tópico de “la corrupción” como uno de los ejes discursivos prioritarios.

Si la ofensiva de la década de 1990 se desarrolló en nombre de una utopía mercadocéntrica, que proyectaba a las lógicas de la rentabilidad y la eficiencia como modo de organizar nuestras sociedades, modernizarlas y superar los problemas de los viejos Estados benefactores, esta nueva ofensiva no puede sostenerse en ese optimismo. Luego de las crisis económicas, del auge de las protestas contra el modelo neoliberal y la emergencia de gobiernos que ensancharon la inclusión social, los sectores dominantes relanzaron su proyecto en este nuevo siglo a partir de un doble movimiento en su dispositivo discursivo. Por un lado, desde el macro relato abstracto y triunfalista acerca de las bondades del mercado, se hurga en los orígenes de la doctrina neoliberal para pasar a una versión personificada en un sujeto primordial: el empresario emprendedor. Por otro lado, se sostiene la dicotomía entre libertad-democracia vs. autoritarismo, con sus variantes antipopulistas y/o anticomunistas, dependiendo del país en cuestión. Ante el debilitamiento de esa utopía mercantil, el horizonte se coloca más en una edad de oro pretérita —vinculada generalmente a un orden oligárquico y librecambista— que en un futuro inminente. Por eso esta ofensiva se despliega, en buena parte, en nombre de instituciones y valores tradicionales —desde la familia y el rol “natural” de varones y mujeres, hasta el ejército o incluso la religión— que vienen a llenar de sentido la nueva cruzada.

Dicho esto, hay tres aspectos que caracterizan a esta reacción conservadora en el plano de las estrategias comunicacionales y de los procedimientos de construcción discursiva y que, en mayor o menor medida, se pueden identificar a nivel continental.

Primero, la revitalización de una matriz conspirativa y de un relato centrado en la imagen del avance pernicioso de la izquierda, que estaría impulsado desde una estructura supranacional. Lo que implica la construcción de un enemigo externo y poderoso, que rememora el discurso anticomunista de la Guerra Fría. Ese enemigo puede estar objetivado en un gobierno (Cuba, Venezuela), en un dirigente (Lula, Maduro, Evo Morales) o en un espacio de articulación (Foro de São Paulo, Grupo de Puebla). Esta construcción discursiva tiene más anclaje entre actores que contienen a sectores provenientes de las Fuerzas Armadas, pero no es excluyente. La pandemia de COVID-19, fue un escenario en el cual esa matriz conspirativa apareció en otros relatos. En cualquier caso, el complemento de esa amenaza es la postulación de figuras políticas fuertes, que personifican la salvación o la protección ante el peligro.

Segundo, debilitada la posibilidad de movilizar a la ciudadanía en pos de una utopía mercantilista capaz de ofrecer un futuro superador y fácilmente visible, la apelación a las “pasiones tristes”[2] se vuelve una línea de acción estratégica. La defensa de la libertad personal y de la propiedad privada aparecen como núcleo duro de un sentido común que se proyecta además en perspectivas hiperindividualistas. En términos comunicacionales se fomenta la indignación, para lo cual todas las herramientas son válidas: campañas de difamación, fake news, mensajes segmentados según los públicos. En este punto, los ejemplos abundan. Nuevamente los casos de Brasil y Colombia (El Espectador, 2016), aparecen como paradigmáticos por la intensidad con la que se aplicaron estas estas acciones y porque sirvieron como referencia para otros escenarios.

En tercer lugar, estamos ante una reacción conservadora que justifica y revalida políticas de corte neoliberal en lo económico y lo social, al tiempo que coloca al problema de la inseguridad como cuestión central. Para eso fomenta el punitivismo y la represión. La defensa de la libertad como principio para la realización individual y colectiva, va de la mano con el control, la profundización de las penas y el empoderamiento de las fuerzas de seguridad. Así, la contradicción se vuelve palpable e incluye un desplazamiento que va del crimen contra la propiedad privada a la criminalización de la protesta social.

Un breve repaso por algunos países de la región nos permitirá ver cómo esas estrategias y formas discursivas aparecen de un modo transversal y recurrente.

 

 

La guerra fría a la peruana

Perú atraviesa una crisis política prolongada que tiene una de sus manifestaciones más notorias en la fragmentación del sistema de partidos y en la existencia de liderazgos igualmente fragmentados (Capote, 2020). El campo de la derecha tiene sus vasos comunicantes, pero también se caracteriza por la heterogeneidad. Allí operan sectores que pueden definirse como liberales más clásicos, otros más bien populistas, sectores con raíces nacionalistas y también derechas extremas. Hay partidos tradicionales y nuevos, fuerzas que emergieron en el fujimorismo y grupos menos institucionalizados que se expresan sobre todo en redes sociales y en la acción directa.

Uno de los datos que dejó la segunda vuelta presidencial de junio pasado fue el apoyo que Keiko Fujimori (Fuerza Popular) logró de sectores identificados con una oposición acérrima al régimen encabezado por su padre en los años 90. Por el peso de su figura pública, ese viraje tuvo en el escritor Mario Vargas Llosa a uno de sus íconos más fuertes. En una columna publicada unos días después de la primera vuelta (Vargas Llosa, 2021), el Premio Nobel no escatimó palabras para asociar a Pedro Castillo con la idea de una “dictadura comunista” que traería al país más pobreza. Hay que decir que el anticomunismo es un tópico central del discurso de las derechas peruanas. Núcleo discursivo que se potenció a partir de dos factores: la revitalización a nivel continental de un relato conspirativo con reminiscencias de la Guerra Fría y la sorpresiva proyección electoral de Castillo. En el caso peruano, desde los años 90, de la mano de la política represiva del Estado fujimorista que tuvo como blanco prioritario a la organización Sendero Luminoso, ese anticomunismo quedó asociado además al “terrorismo” y desde allí derramó hacia el conjunto de la izquierda y la protesta social en general (Capote, 2020).

Desde otro sector de la derecha más vinculado al ejército, en la previa a la segunda vuelta, el congresista por Renovación Popular, vicealmirante Jorge Montoya aseguraba que Perú se dirimía entre “vivir en democracia o vivir en comunismo”. Ligaba la performance de Castillo a “un plan del Foro de São Paulo” y sentenciaba: “necesitamos una alianza entre los partidos de derecha de todo el continente para frenar el avance del comunismo” (Álvarez Solís, 2021).

Fujimori, por su parte, se refirió a Castillo como portador de un odio de clase que profundizaba la división entre lxs peruanxs y se presentó como “salvadora” y garante de la “unidad nacional” (Nodal, 2021a).

Estos discursos confluyeron en la construcción de un enemigo al que no se le reconoce legitimidad alguna para representar a sectores significativos de la población. De ese modo les dieron más aire a grupos que, con un discurso aún más radicalizado, llegaron a agredir físicamente a seguidores de Castillo. Entre estos sectores se destacan dos grupos, la Coordinadora Republicana (La Mula.Pe, 2021) y La Resistencia (Perú21, 2021). Estos grupos tienen una fuerte intervención en redes sociales, cuentan con vocería en medios de comunicación y se dedican a realizar concentraciones de denuncias a periodistas y funcionarios. Muestran una prédica anticomunista, tienen lazos con sectores fundamentalistas religiosos y defienden los valores de la “familia tradicional”.

 

 

El experimento neorreaccionario de El Salvador

Como hemos mencionado, una de las grandes novedades de la derecha continental es Nayib Bukele, quien lleva dos años y medio en la presidencia de El Salvador. Su llegada al gobierno y su perfil sólo pueden entenderse en el contexto de una profunda crisis de legitimidad de los partidos que se alternaron en el poder luego de los Acuerdos de Paz de 1992, ARENA y el FMLN. Con un accionar con nítidas reminiscencias al estilo Donald Trump, la comunicación política de su Gobierno y sus principales medidas evidencian un modo de construcción basado centralmente en el fortalecimiento de su liderazgo.

Su propuesta tiene tres pilares simbólicos bien claros. En primer lugar, la diferenciación y el cuestionamiento sistemático respecto de dicho bipartidismo. Define a los dirigentes políticos como los “mismos de siempre” y/o “los corruptos” (Chaves García y De Gori, 2020). Incluso llegó a referirse a la guerra civil y a los Acuerdos de Paz como una “farsa” (ContraPunto, 2020).  Segundo, Bukele se presenta como capaz de controlar la inseguridad y poner a raya al crimen organizado, encarnado fundamentalmente en “las maras”, nombre con que se conoce a las pandillas en ese país. Para ello su Plan de Control Territorial es una herramienta legal para acrecentar los recursos destinados a esa materia y militarizar la vida cotidiana de la población. Tercero, la construcción de su imagen en tanto hombre fuerte, político joven y empresario exitoso. Políticamente incorrecto (acorde a los preceptos de la derecha alternativa estadounidense) y sin formalismos, incluye además un componente religioso. Él se presenta como la garantía del cambio.

Otro rasgo característico que lo coloca como representante de la derecha emergente es la mixtura entre la utilización de redes sociales y ciertas acciones que constituyen grandes demostraciones de fuerza, que operan al límite de la institucionalidad democrática. En este sentido, hay hechos que son muy ilustrativos.

A comienzos de 2020 Bukele invocó el artículo 167 de la Constitución que faculta al Ejecutivo a convocar al Parlamento para sesionar con un tema único. En este caso, un préstamo del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), para financiar la Fase III del Plan de Control Territorial. Ante la negativa de la mayoría de lxs legisladorxs de ARENA y el FMLN de asistir a la sesión, Bukele militarizó la Asamblea Legislativa, y convocó a sus simpatizantes a que se concentran en las afueras del edificio. Tras un intenso discurso en el que trató de criminales a lxs legisladores, el presidente entró al Parlamento y, frente a los asientos vacíos, oró (Chaves García y De Gori, 2020). Al salir dijo que Dios le había pedido paciencia y anunció que le daba a lxs parlamentarixs un plazo de una semana para que se aprobara el préstamo, que terminó siendo aprobado con la única oposición del FMLN.

El 1° de mayo de 2021 asumió la nueva composición de la Asamblea Legislativa y en su primera sesión aprobó la destitución de lxs integrantes de la Sala de lo Constitucional y del fiscal general de la República, saltándose los mecanismos previstos por la Constitución y colocando en su lugar a funcionarixs afines al presidente (Tricontinental, 2021). Bukele justificó esas acciones aduciendo que son parte de un proceso de limpieza del sistema político y judicial que su liderazgo vino a imponer. Esto ameritó repudios internacionales, en particular, ha generado tensiones con el Gobierno de Estados Unidos, que llegó a plantearle a Bukele que revea la medida (NODAL, 2021b). Ante ese escenario apareció una nueva faceta discursiva por parte del presidente salvadoreño, caracterizada por el pragmatismo y la apelación al valor de la soberanía nacional. Bukele dejó atrás el discurso que destacaba a EE. UU. como aliado principal de El Salvador y pasó a hablar de la injerencia que estaba sufriendo su país. En este contexto, el gobierno salvadoreño (2021) resaltó la importancia de la provisión de vacunas provenientes de China y la cooperación lograda con el gigante asiático.

 

 

Lo viejo y lo nuevo en Uruguay

En este país se está dando la experiencia inédita de un gobierno de coalición que reúne a todo el arco político ubicado a la derecha del Frente Amplio. La llamada Coalición Multicolor está formada por los dos partidos tradicionales (Colorado y Nacional) y otras fuerzas de menor trayectoria. Entre ellas se destaca Cabildo Abierto, cuyo máximo referente es el general retirado Guido Manini Ríos. Este nuevo partido constituyó la sorpresa en las elecciones de 2019 al lograr representación en las Cámaras de Diputados y Senadores.

En las principales acciones del gobierno encabezado por Luis Lacalle Pou y en el discurso de la coalición se evidencian elementos que son parte del ideario liberal más clásico y otros que actualizan las premisas del neoliberalismo. Junto a ellos aparecen una gama de discursos punitivistas y otras expresiones que demonizan a la izquierda y que incluso reivindican el papel de las dictaduras militares de los años 70.

La hegemonía del Partido Nacional, con el presidente Lacalle Pou a la cabeza, está fuera de duda. Esto le da al gobierno un perfil de centroderecha, claramente pro-empresarial, que se presenta como moderna y bien preparada para gestionar. El estilo de Lacalle Pou les da un rol central a las redes sociales y no pierde de vista la posibilidad de banalizar su propia labor al frente del Ejecutivo como forma de construir un personaje “cercano” a la gente, estrategia que en su momento definió la construcción del perfil público del expresidente argentino, Mauricio Macri.

En ese contexto, los rasgos más nítidamente reaccionarios de la coalición quedan en un lugar subordinado, pero no por eso menos relevante. En realidad, el solo hecho de que Cabildo Abierto haya obtenido representación parlamentaria y se haya convertido en un partido de gobierno legitima esas posiciones y coloca a sus socios mayoritarios en una situación de tener que dar cabida, por conveniencia o convicción, a una parte de estas.

El discurso oficial se construye con un blanco polémico, por momentos más o menos explícito, conformado por los tres gobiernos del Frente Amplio. Uno de los ejes centrales del discurso oficial es el de la libertad y la liberalización económica como vector de progreso económico. Algo que se complementa con el principio de la eficiencia fiscal, que además se constituye en uno de los principales tópicos para construir esa identidad anti frenteamplista. Tales elementos se pueden identificar en los criterios para gestionar la pandemia y se hacen visibles en el discurso que Lacalle Pou brindó ante la Asamblea General (diputados y senadores) al cumplirse un año de su asunción, en marzo pasado (NODAL, 2021c). Allí destacó a la libertad “como elemento central de la vida de una persona” y como “faro necesario para toda acción del gobernante”. En ese marco destacó la estrategia de “apelar a la libertad responsable” como herramienta principal para enfrentar a la pandemia, principio que se combinó con la premisa de “cuidar los recursos para cuidar a la gente” (Álvarez, 2021).

Lacalle Pou también ha convertido en una bandera el hecho de que su gobierno pudo cumplir con las metas fiscales que se propuso “sin aumentar impuestos, algo que se afirmaba como de imposible cumplimiento”.

El otro gran eje discursivo y que también se puede ver materializado en acciones fundamentales del gobierno es el referido a la seguridad. De hecho, la coalición de gobierno impulsó en el primer tramo de su gestión el tratamiento de la Ley de Urgente Consideración (LUC), que fue aprobada y que significó reformas sustantivas en esa materia. El propio Lacalle Pou destacaba en su discurso de balance el hecho de que con esa norma se hayan ampliado las condiciones para aplicar “la legítima defensa, se declararon ilegítimos los piquetes, se aumentaron las penas al narcotráfico y se creó el delito de resistencia al arresto”. Todas medidas que se suman a lo que definió como “un gran cambio de actitud con respecto al respaldo a la labor policial” (NODAL, 2021).

En este sentido, en sus casi quinientos artículos, la LUC resume el imaginario que defiende la coalición de derecha que gobierna Uruguay. La inseguridad como problema central y la solución por vía punitivista, o sea aumento de penas y mayor respaldo legal a las fuerzas de seguridad; desregulación de la actividad económica y ajuste fiscal; debilitamiento del papel del sector público en la producción de bienes y servicios y concentración de facultades antes descentralizadas en el Ejecutivo; debilitamiento de los trabajadores frente a los empleadores y criminalización de la protesta.

 

 

Argentina y el antipopulismo del siglo XXI

En este caso, es muy claro cómo la ofensiva discursiva y práctica de los sectores dominantes tiene mucho de reacción ante la ampliación de derechos que encabezaron los gobiernos kirchneristas y el proceso de integración regional entre gobiernos progresistas y populares que tuvo lugar en los primeros tres lustros de este siglo. Asimismo, esa avanzada es contemporánea a la agudización de problemas económicos estructurales y a las limitaciones que evidenció la propia experiencia kirchnerista para recrear su proyecto político “posneoliberal”.

La última década se caracterizó por la instalación creciente de una agenda anclada en dos grandes ejes que mencionamos como parte de la agenda del empresariado: la lucha contra el autoritarismo, la inseguridad y la corrupción; y el impulso de la liberalización y la desregulación de la economía. La cúpula empresarial, fracciones tradicionales del sistema político y formaciones nuevas, junto con los principales medios de comunicación han convergido en un ciclo de enfrentamientos crecientes en el que han logrado incluso movilizar al calor de esas banderas sobre todo a importantes franjas de los sectores medios y altos de las grandes ciudades y de las zonas rurales más prósperas. El despliegue de ese bloque social generó condiciones propicias para el avance de un nuevo sentido común reaccionario.

En el terreno más estrictamente político vale destacar dos elementos. En 2015 llegó al Gobierno Nacional una coalición encabezada por Mauricio Macri y su partido PRO, una fuerza que desde su surgimiento –y luego mientras gobernó la Ciudad de Buenos Aires– abonó a un perfil de “derecha moderna”, que renegaba de los grandes debates ideológicos y se nutrió principalmente del vocabulario del management político. A partir de 2015, el PRO y sus principales dirigentes pusieron en juego una agenda y formas discursivas más propias de una derecha clásica, combinadas con maneras de intervención que tensionan los límites de lo políticamente correcto. Una vez fuera de la presidencia desde 2019, y con la pandemia de por medio, ese proceso no hizo más que profundizarse.

El segundo elemento que destacar es la irrupción de formaciones que se ubican a la derecha del PRO y que se caracterizan por incorporar la incorrección política como estilo distintivo, al calor de los preceptos de las derechas alternativas de Estados Unidos y Europa. En el universo de esa “derecha de la derecha” ubicamos dos polos. Por un lado, el que tiene como referencias a los economistas liberales José Luis Espert y Javier Milei, quienes fueron elegidos diputados en noviembre de 2021. Y por otro, un polo más ligado al catolicismo nacionalista y al evangelismo conservador, que tiene a la cabeza a figuras con pasado en el PRO, que por ahora han logrado una trascendencia menor.

Más allá de que su repercusión está en aumento, actualmente, el lugar de esta derecha radical en el escenario político local puede ser más significativo por su capacidad para incidir en la instalación de ciertos temas y por el efecto que pueda tener sobre el desempeño electoral de la alianza mayoritaria en el espacio de la derecha, que por la cuota de representación institucional que pueda lograr. Como mencionamos anteriormente, el gran empresariado no ve hoy una alternativa viable en estos agrupamientos.

Estas derechas hacen causa común en una serie de estrategias y dispositivos y se diferencian en otras. Comparten una agenda que podemos sintetizar en los tópicos “seguridad” y “antipopulismo”. Ante la “inseguridad” construyen un discurso punitivo y crecientemente xenófobo, sobre todo hacia el sector de trabajadorxs excluidxs del empleo formal. Este discurso busca legitimar y ampliar los márgenes de acción de las fuerzas de seguridad, y construye “culpables” a la manera en que otrora se construían enemigos internos sobre los que se buscaba volcar la violencia del aparato represivo de manera legítima. Esos culpables pueden ser, según las circunstancias, las y los pobres, o inmigrantes o los pueblos originarios.

Como históricamente ha ocurrido, estas derechas bregan por asociar el término “populismo” a otros cargados de un sentido negativo, como “corrupción” y “autoritarismo”. Aquí sumamos una novedad: la incorporación a esa cadena del significante “privilegios”. El “populismo” es presentado también como sinónimo de clientelismo y asistencialismo, y sobre esa operación se suma otra que plantea una demarcación entre quienes reciben la asistencia del Estado y la gente de a pie que “trabaja y paga sus impuestos”. De este modo, la derecha se apropia de la denuncia a los privilegios que históricamente formó parte de la acción de las izquierdas, para apuntar sobre los beneficios de una parte del pueblo trabajador. La contracara en sentido “positivo” es la apelación a un sentido común vinculado al esfuerzo individual y a criterios meritocráticos para deslegitimar en un mismo movimiento la idea misma de derechos universales (al empleo, la vivienda, la alimentación) y a la organización colectiva.

En este discurso común, hay que añadir un elemento que, si bien opera en un segundo plano, para el caso argentino es muy significativo. Se trata del ataque al imaginario constituido por la lucha de los organismos de derechos humanos contra la impunidad de los crímenes de la última dictadura militar. Las variantes de la derecha local, empezando por los máximos exponentes del PRO, han tendido a vincular a esos organismos con la corrupción y si bien no llegan a plantear reivindicaciones explícitas del terrorismo de Estado, como ocurre en otros países, sí han mantenido silencios cómplices con expresiones negacionistas.

Por otra parte, las formaciones más radicales se diferencian a partir de algunas operaciones discursivas fundamentales. En un nivel, existe una posición de enunciación específica que resulta de la combinación de estos tres elementos: la figura del nuevo outsider del sistema político, la idea de que el verdadero antagonismo es el que existe entre la gente común y los políticos, y —tal vez la más importante— la idea de que se necesita una fuerza antisistema. En otro nivel, es en el discurso de la nueva derecha que más circulación mediática y mejores resultados electorales ha alcanzado, donde las premisas del ultraliberalismo económico tienen mayor profundidad. El ataque a todo tipo de regulación de la economía, la idea de abolir los impuestos y el llamado a reducir al Estado a su más mínima expresión son los pilares fundamentales de una narrativa que se proyecta en nombre de la libertad, pero que en los hechos reivindica gobiernos de corte autoritario. Junto con esto, esa construcción discursiva se caracteriza por mezclar la referencia clásica a una edad de oro, ubicada en el caso argentino en el régimen oligárquico de fines del siglo XIX, con la alusión a una “utopía liberal”, con la que se pretende disputar los sentidos del futuro.  Esta posición es muy cercana al canon neorreaccionario que tiene en la ilustración oscura de Nick Land (2013) su construcción más acabada, entendida como una ucronía reaccionaria basada en un progreso hacia el individualismo, con una lógica anti-igualitarista y donde retornarían las formas de gobierno monárquicas y excluyentes.

 

Brasil atrapado entre el neoliberalismo y el neofascismo

A simple vista, Brasil se presenta como otro de los laboratorios de la nueva derecha ¿Cómo entender la contradicción que se expresa entre un programa neoliberal clásico en lo económico y el exceso que produce en el sistema político brasileño Jair Bolsonaro? Podemos analizar este proceso como parte de una tensión discursiva que no parece resolverse con claridad. Mientras que los representantes del gran capital se ubican en el campo discursivo del neoliberalismo, valoran sus instituciones y avanzan en proyectos globalistas en lo concreto, el presidente exacerba sus giros discursivos neofascistas. Consideremos tres ejemplos concretos de estos elementos discursivos.

En primer lugar, ya desde su banca en el parlamento y más aun siendo presidente, Bolsonaro postula una posición anti Partido de los Trabajadores, anticomunista y discriminatoria de las posiciones de izquierda que se asemeja a lo que hemos dicho previamente del caso de Keiko Fujimori en Perú. La asociación de Lula da Silva y las izquierdas en general a un proyecto continental nacido en el Foro de São Paulo y que tiene su expresión más evidente en el castrochavismo.

En segundo lugar, aparece con claridad en su discurso una tentativa creciente de pasar por encima del Estado de derecho. En el momento del impeachment a Dilma Rousseff, el ahora presidente de Brasil dedicó su voto a favor de la destitución al fallecido coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, quien estuvo a cargo de un centro de represión  durante los años de la dictadura militar y lo mencionó como “héroe nacional” (TELAM, 2019). De allí en adelante las menciones celebratorias a la dictadura militar de Brasil se han multiplicado, lo cual permite ver el costado profundamente antidemocrático y de incorrección política que ha logrado transformar lo no decible en decible y correr un punto más a la derecha la frontera discursiva.

Por su parte, en tercer lugar, el presidente de Brasil ha intentado por todos los medios vincularse a los grandes jugadores de la derecha alternativa de Estados Unidos. Durante los años de gobierno de Donald Trump ha expresado en una multiplicidad de ocasiones su apoyo y ha participado de encuentros de los reagrupamientos de la derecha global. El alineamiento a Estados Unidos va en clara contraposición al sector más pragmático del gobierno que identifica en la agenda del globalismo una posibilidad.

Por cuestiones de espacio, no profundizaremos aquí en estos elementos, pero al menos desde el punto de vista de las formaciones discursivas, podemos ubicar sus intervenciones en una agenda autoritaria, antipopular y represiva que remite en buena medida a las clásicas posiciones de las derechas golpistas latinoamericanas y, podríamos decir, su figura encarna una posición neofascista. Sin embargo, en el caso de Brasil, dadas las tensiones que se desarrollan al interior de la burguesía brasileña e incluso de altos mandos militares, no es posible caracterizar al conjunto del gobierno con la categoría de neofascismo. De no ser por la unidad reaccionaria frente a las posibilidades de avance de un proyecto popular que pueda volver a conducir el poder estatal en Brasil, el poder económico buscaría otras alternativas más aceptables en términos democráticos.

 

¿Qué hay de nuevo, qué hay de viejo?

Hasta aquí presentamos lo que consideramos uno de los problemas centrales de la etapa que transitamos: la ofensiva de las derechas. Buena parte de la situación actual del mundo capitalista, su profunda crisis económica, política, cultural y civilizatoria, plantea nuevamente la situación de “no hay alternativa”. Ante esta agonía, los niveles de descontento se agudizan y los proyectos populares y de izquierda parecen capaces de obtener triunfos parciales e incluso poner límites a los avances de la ofensiva reaccionaria, pero con serias dificultades para provocar una nueva épica que desate una verdadera oleada avance popular que logre romper las costuras que unen las nuevas derechas con las viejas.

En América Latina, la adopción de los proyectos neorreaccionarios y de derechas alternativas del Norte aparecen como punta de lanza para modificar los mapas cognitivos de los pueblos, para mover hacia la derecha las posiciones político-discursivas y las agendas públicas. Sin embargo, las principales fuerzas de derecha de la región dejan ver sus hilos añejos entre las ropas nuevas. Sobre todo, porque los grandes capitales no tienen otra opción que apostar a sus programas ya conocidos para no perecer frente al proceso de avance sin pausa de la concentración y centralización globales liderado por el conglomerado de high-tech/finanzas. Además, porque la incertidumbre radical que padecemos en mayor medida los pueblos del Sur provoca una unidad defensiva de las clases dominantes, que ante todo quieren evitar nuevos procesos de avance popular. Ese es el hilo rojo que unifica las miradas de viejas y nuevas derechas: el antipopulismo, el anticomunismo y otras formas de nombrar a todos los proyectos que ponen a la igualdad, la solidaridad y los derechos de las mayorías por sobre todo.

Los desafíos que nos plantea el momento histórico son gigantes. Pero la lucha de los movimientos populares, la imaginación política y el compromiso con la vida están de nuestro lado.

 

 

 

Referencias bibliográficas

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Notas al pie

[1] “Por capitalismo cognitivo entendemos, entonces, un modo de acumulación en el cual el cual el objeto de acumulación de capital consiste centralmente en el conocimiento, la cual se vuelve la fuente básica de valor, como así también la principal localización del proceso de valorización” (Moulier-Boutang, 2011: 57)

[2] Las pasiones tristes se refieren, de a acuerdo a Spinoza, a explotar en los individuos todo aquello que los separa del bienestar y favorece el odio. Antonio Gramsci, contraponía a éstas las pasiones políticas que apuntan a una voluntad colectiva y transformadora.