El hambre es intolerable.
El hambre en el mundo, que había disminuido entre 2005 y 2014, ha comenzado a aumentar desde entonces y está ahora en los niveles de 2010. La principal excepción a esta tendencia ha sido China, que erradicó la extrema pobreza en 2020. El informe 2021 de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), El estado de la inseguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, señala que “casi una de cada tres personas en el mundo (2.370 millones) no tuvo acceso a una alimentación adecuada en 2020, un aumento de casi 320 millones de personas en apenas un año”. El Programa Mundial de Alimentos de la ONU proyecta que el número de personas que pasan hambre podría casi duplicarse antes de que se contenga la pandemia de COVID-19, “a menos que se tomen medidas rápidas”.
La comunidad científica informa que no hay escasez de alimentos para la población: de hecho, el suministro global de calorías per cápita ha aumentado en todo el mundo. Las personas están pasando hambre no porque seamos demasiadas, sino porque lxs productorxs campesinxs de subsistencia en todo el mundo están siendo expulsados de sus tierras por los agronegocios y empujados a los barrios marginales de las ciudades, donde el acceso a alimentos depende de los ingresos monetarios. Como resultado, miles de millones de personas no tienen los medios necesarios para comprar alimentos.
Todas las investigaciones históricas demuestran que las hambrunas no son causadas principalmente por la falta de suministro de alimentos, sino por la falta de medios para acceder a ellos. Como escribió la FAO en 2014, “los sistemas actuales de producción y distribución de alimentos no logran alimentar al mundo. Aunque la agricultura produce suficientes alimentos para entre 12 y 14 mil millones de personas, unos 850 millones —o una de cada 8 personas en el mundo— viven con hambre crónica”. Este fracaso puede medirse, en parte, por el hecho de que un tercio de los alimentos producidos se pierde en el procesamiento y transporte o se desperdicia. No es la sobrepoblación la que causa el hambre, como se suele argumentar, sino la desigualdad y un sistema alimentario dominado por el agronegocio y orientado solo a las ganancias, en el que la necesidad material básica de alimentos para cientos de millones de personas —como mínimo— se sacrifica para satisfacer el hambre de lucro de unos pocos.
En 1996, dos expresiones necesarias, seguridad alimentaria y soberanía alimentaria, se volvieron moneda común.
La idea de seguridad alimentaria, desarrollada a partir de las luchas socialistas y anticoloniales y establecida formalmente en la Conferencia Mundial de la Alimentación de la FAO en 1974, está estrechamente vinculada con la idea de autosuficiencia alimentaria nacional. En 1996, como parte de la Declaración de Roma, el concepto de seguridad alimentaria fue ampliado para incluir la importancia del acceso económico a los alimentos y los gobiernos se comprometieron a garantizar la alimentación a todas las personas mediante políticas de distribución de ingresos y alimentos.
A comienzos de los años 90, La Vía Campesina, una red internacional que ahora incluye a 200 millones de campesinxs de 81 países, perfiló la idea de soberanía alimentaria, para insistir no solo en que los gobiernos entreguen alimentos, sino en que las personas estén empoderadas para producir los alimentos básicos. La soberanía alimentaria se definió alrededor de la creación de un sistema agrícola y alimentario que asegure “el derecho de los pueblos a alimentos saludables y culturalmente apropiados producidos con métodos sostenibles y su derecho a definir sus propios sistemas alimentarios y agrícolas”.
Más de una década después, en 2007, La Vía Campesina, la Marcha Mundial de Mujeres y varios grupos ecologistas organizaron un Foro Internacional por la Soberanía Alimentaria en Nyéléni (Mali). En este foro, elaboraron seis componentes básicos de la soberanía alimentaria:
La idea de lo «local» requiere una evaluación aguda de las jerarquías de clase, etnia y género; no hay «comunidad local» o «economía local» que no esté desgarrada por la explotación y la violencia de estas jerarquías. Del mismo modo, el conocimiento local debe considerarse junto con los avances de la ciencia moderna, cuyos progresos en el campo de la agricultura no deben menospreciarse. Lo que une a la plataforma de la soberanía alimentaria es la nítida línea que crea para distinguirse de la forma capitalista de producción de alimentos.
La liberalización del comercio y la especulación en la producción y distribución de alimentos crean graves distorsiones. La liberalización del comercio no solo supone la amenaza de importaciones más baratas, que hunden los precios de los cultivos, sino que también trae consigo una mayor volatilidad de los precios por la entrada de los precios internacionales en los mercados nacionales. Esta liberalización también amenaza con cambiar las formas de cultivo en los países en desarrollo para adaptarlas a las exigencias de los Estados más ricos, socavando así la soberanía alimentaria. En 2010, el ex relator especial de la ONU sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, Olivier De Schutter, advirtió sobre la forma en que los fondos de cobertura, los fondos de pensiones y los bancos de inversión habían llegado a dominar la agricultura con la especulación a través de los derivados de los commodities. Estos métodos financieros «generalmente no se preocupan por los fundamentos del mercado agrícola”, señaló. La especulación financiera en la agricultura es un ejemplo del desprecio que el dinero tiene por un sistema de producción de alimentos equilibrado que podría beneficiar tanto a productorxs como a consumidorxs. Fomenta que el poder del dinero distorsione el sistema de producción de alimentos.
El concepto de soberanía alimentaria es un argumento contra este tipo de distorsión, que tiene su origen en el acaparamiento de tierras por parte de las corporaciones del agronegocio. Desde principios de este siglo, las corporaciones del agronegocio, como Unilever y Monsanto, han promovido el gran cercamiento global de nuestro tiempo, desencadenando el mayor movimiento masivo de poblaciones de la historia y, al hacerlo, destruyendo la relación entre las personas y la tierra.
Dos resoluciones de las Naciones Unidas —una para declarar el derecho al agua (2010) y otra para afirmar los derechos del campesinado (2018)— nos ayudarán a dar forma a un nuevo sistema agrícola que ponga en el centro los derechos de lxs productorxs (incluido el acceso a la tierra) y el respeto a la naturaleza y que trate el agua como un bien común y no como una mercancía.
Las organizaciones campesinas y de agricultorxs han desarrollado un conocimiento suficiente de los defectos de la forma capitalista de producción de alimentos. Sus demandas puntuales proponen una forma diferente, que insiste en una mayor participación democrática en la construcción y reproducción de los sistemas alimentarios, una participación que incluye la intervención de los gobiernos y no de las agencias de ayuda o del sector privado. De sus múltiples demandas, hemos recogido los siguientes puntos: