Nicolás Gutman es responsable del Área Ambiental del Centro de Estudios Económicos y Sociales Scalabrini Ortiz (CESO). Licenciado en Ciencia Política y Máster en Economía y Políticas Públicas, es autor de la Ley de prohibición de minería a cielo abierto en Tierra del Fuego. 

 

A favor del proyecto de exploración petrolera offshore frente a la costa atlántica de la Provincia de Buenos Aires —como suele suceder en la defensa de los proyectos extractivistas en general— se señala su contribución a la provisión de divisas y a la resolución de lo que habitualmente se llama la restricción externa. ¿Qué opinión tenés sobre esto?

Es cierto que estos grandes proyectos requieren en general un enorme flujo financiero de inversión. Pero la restricción externa no es algo natural. Incluso, en cierta medida, es una falacia; en el sentido de que existe históricamente un circuito permanente de ingreso de divisas (dólares particularmente) y fuga de capitales. En ese sentido, Argentina es uno de los países que tienen más formación de activos en el exterior; y en relación al tamaño de su economía, del tamaño de su PBI (Producto Bruto Interno), es probablemente el país con la mayor fuga de capitales del mundo per cápita. De esta manera, la llamada restricción externa o la falta de divisas es el resultado de esta fuga permanente de capitales. Es un problema que existe desde largo tiempo. Ha habido algún trimestre en algún año donde es más leve o hay superávit, pero en general la Argentina vive inmersa  en este problema de la restricción externa desde hace casi medio siglo o más. Es una falacia entonces afirmar que se necesita el ingreso de divisas para hacer crecer al país; quienes lo necesitan son algunos sectores poderosos del país que las utilizan para transformar sus excedentes de capital en pesos, en activos en dólares en el exterior. Son estos mismos grupos de poder que conspiran contra el peso, promueven las corridas cambiarias que desestabilizan gobiernos y aumentan la desigualdad y la pobreza. Claro que si no hay otro plan para resolver esta situación de fondo, los gobiernos justifican las actividades extractivas para tener divisas, pero que finalmente sirven en gran medida para alimentar la fuga. Es una idea digamos un poco mediocre; hay otras salidas incluso dentro de la estructura de este capitalismo, que la de beneficiar a un grupo ciertamente muy poderoso pero que ha sido siempre parasitario, extractivista, que saca la riqueza y no crean nada nuevo, y lo hacen además violentando a los territorios y las comunidades.

 

Respecto de ello, también se ha señalado que la urgencia de poner en marcha estos proyectos responde a afrontar la situación de grave endeudamiento externo con el FMI que generó el gobierno de Macri y los requerimientos del acuerdo que selló el gobierno actual. 

La deuda externa tomada por un gobierno neoconservador ha puesto al país en una necesidad efectiva de tener ingreso de divisas. Una deuda que fue para sostener la fuga de capitales de los grandes poderosos de la Argentina. Y nuevamente estamos en un círculo; porque parece que la única forma de pagarlo es vendiendo los recursos naturales. En realidad se trata de un saqueo permanente; son dos etapas de un mismo movimiento; primero se saquea financieramente generando bonos de deuda y bicicletas financieras y cuando se crean esos agujeros de miles de millones de dólares, el paso siguiente es ir a buscar los activos reales, los bienes naturales. Claro que estas actividades van a generar ingresos de divisas, pero no para volcarlas a la producción o mejorar el país sino para sostener esa bicicleta y ese saqueo.

 

Otra de las justificaciones que se suele ofrecer para defender estas actividades extractivas apunta a su posible contribución a la creación de empleo y la mejora de la situación social. ¿Qué opinión tenés sobre ello, considerando particularmente este caso específico de la explotación petrolera offshore en la costa atlántica?

Es cierto que la legitimación que se suele esgrimir frente a las poblaciones y territorios donde se llevan a cabo estos proyectos refiere más a la promesa de resolver los problemas de empleo y pobreza que a la restricción externa. Sobre ello se suelen inventar números que son absolutamente falaces. Esto se vio mucho en el caso de la megaminería. En 1997, cuando comienza el proyecto de Minera La Alumbrera en Catamarca, habían prometido que se iban a generar diez mil empleos pero después la mina funcionaba con sólo ochocienos o mil trabajadores. Por otra parte, como decía un ambientalista brasileño, es cierto que tirar abajo todo el Amazonas también crearía empleo. Hacer una guerra también; recordemos que el Pentágono es uno de los mayores empleadores del mundo. O perseguir y asesinar personas. Es claro que la cuestión no puede ser solo la creación de empleos; sino fundamentalmente de qué tipo, para hacer qué, con cuál resultado. Pero en la Argentina, con una situación social muy frágil, con una enorme cantidad de pobreza y desigualdades, pareciera que decir que se va a crear empleo sirve para legitimar cualquier actividad. Hay que cuestionar esta lógica. Por otra parte, es cierto que, por ejemplo, las empresas de energía pagan en general salarios que están por encima del promedio. Pero ello representa muy poco respecto de las ganancias que obtienen. Por ejemplo, en un estudio que hicimos sobre la explotación minera de la BHP Billiton en Chile, la masa salarial de los trabajadores representaba sólo el 0,9 % de sus ingresos, que pasó al 1,1 % luego de los aumentos salariales conseguidos en las históricas huelgas de los años 90 del siglo pasado. También en Argentina el costo laboral para estas empresas es bajísimo, particularmente si lo comparamos con los salarios que pagan en sus países de origen. Entonces es falso que generan un gran número de empleos, con altísimos ingresos y de calidad; y la contrapartida suele ser el alto impacto social, territorial y ambiental que tienen estas actividades. Si fuera como en el caso de Noruega donde el ingreso por la explotación petrolera va a un fondo soberano que financia inversión social; si usáramos esos ingresos para aumentar los de empleados públicos y los jubilados; pero no se trata de ello.

 

Justamente, uno de los cuestionamientos que hace la población a este proyecto de exploración y explotación petrolera offshore refiere a su impacto socioambiental e, incluso, sobre las actividades económicas históricamente centrales de estas ciudades costeras: el turismo y la pesca. 

Efectivamente, estos proyectos extractivistas tienden también a afectar y desplazar a otras actividades económicas que existen en los territorios. Y, en este caso, es claro que si hubiera un derrame o una explosión en el pozo afectaría directamente a la industria pesquera. Recordemos que Mar del Plata es el principal puerto pesquero de la Argentina y uno de los principales caladeros de pesca del mundo, en una actividad que emplea y de la que vive muchísima más gente que la que puede estar vinculada a las plataformas petroleras offshore. La actividad petrolera puede generar más ganancias, pero la misma no va para la población sino para los accionistas de estas empresas trasnacionales. Y es muy difícil que no haya un derrame; porque estamos hablando de una explotación petrolera en mar abierto a una profundidad significativa, en un país que no tiene ninguna experiencia previa en este tipo de plataformas. Recordemos además que en el contexto del cambio climático que afrontamos pueden ocurrir —y ocurren— fenómenos muy poco usuales tanto en el mar como en la costa. Hace poco vimos como la erupción de un volcán a varios miles de kilómetros de la costa peruana dio vuelta un tanque petrolero cerca de Lima con sus consecuencias terribles de contaminación. Y hoy estamos hablando de la posibilidad de plataformas petroleras a 350 kilómetros de una de las principales ciudades de destino turístico de la Argentina.

 

 

¿Cuáles son entonces los riesgos y los efectos que afrontan estas poblaciones?

Enormes y difíciles de tratar. Pensemos que frente a las consecuencias del derrame petrolero acontecido hace un tiempo en el golfo de México, BHP invirtió  más de 120 000 millones de dólares en más de doscientos sitios de  limpieza costera  en la última década, y más de 40 000 millones en daños y perjuicios. Obviamente el Estado argentino está lejos de poder disponer de esos montos o del poder real para que las petroleras lo paguen si ocurriera una situación similar. Afrontar un derrame, una explosión o una catástrofe en una plataforma petrolera es enormemente costoso. Pero el problema mayor en cierto sentido son los pequeños derrames. Como en la megaminería, también en la explotación petrolera se dan pequeños y constantes derrames. Si se vuelcan, por ejemplo, 50 000 litros de crudo al mar, y no se produce una explosión o un incendio en el agua o una mancha negra gigantesca, es posible que la población no se entere en principio y la empresa encubra y niegue todo. Eso sucede frecuentemente y es muy grave. Luego se pescan y consumen peces que están contaminados. Los peces, por ejemplo, absorben muy fácilmente todos los metales pesados o el crudo y los retienen en su cuerpo, se bioacumulan; y cuando esos elementos entran en la cadena trófica comienza un sendero de envenenamiento.

 

¿Y qué sucede con las regulaciones? ¿No es posible que los controles sean una efectiva salvaguarda frente a estas situaciones?

Lo que se nos dice repetidamente desde el poder político o económico es que se dispone de la más avanzada tecnología, que la probabilidad de un accidente es absolutamente mínima, que este tipo de actividades se desarrollan en todo el mundo. Pero basta ver lo que viene sucediendo; por ejemplo, con las recientes noticias de derrames e incendios en proyectos petroleros offshore en América Latina y otras partes del mundo, para darse cuenta de que no es así. Por otra parte, el poder y la capacidad de lobby de estas empresas es enorme. ¿Quién puede creer que el Estado pueda disponer de una vigilancia permanente en las propias plataformas? Pensemos que en Argentina la regulación ambiental de estas actividades extractivas está en manos de las provincias y las leyes ambientales nacionales son de presupuestos mínimos, a las que los gobiernos provinciales deben adherir. En este caso estamos hablando de la explotación petrolera en el mar, a 350 kilómetros de la costa, a una profundidad de varios miles de metros, en una provincia que si bien tiene muchos recursos financieros carece, aun teniendo voluntad, de las instituciones, experiencia y conocimientos en la supervisión de la explotación offshore. Se necesita una legislación ambiental pero también la capacidad de hacerla cumplir. Hemos visto ya en otros campos cómo la legislación ambiental en Argentina es bien declamativa pero no tiene dientes. En la provincia de Buenos Aires por ejemplo hasta hace un mes no había Ministerio de Ambiente; el que regulaba las cuestiones ambientales era un organismo provincial de desarrollo sostenible donde ni siquiera aparecía la palabra ambiente. Por otra parte, tampoco cuenta con personal o experiencia en el control de la industria petrolera, que nunca tuvo hasta ahora. Pensemos que ni siquiera tiene la capacidad de regular y controlar a los productores sojeros que fugan cientos de millones de dólares, ¿cómo van a hacerlo con los gigantes trasnacionales petroleros?

 

Sobre ello se ha argumentado desde el gobierno que ya existen otras exploraciones petroleras offshore en la Argentina, que se cuenta con esa experiencia, que no mereció cuestionamientos y no deparó daños.

No es tan cierto. La explotación petrolera en el mar en Tierra del Fuego es a muy baja profundidad; a menos de 100 metros, más cerca de la costa; requiere otro tipo de tecnología y supone otro tipo de riesgos como es fácil de percibir. Por el contrario, incluso la experiencia de fiscalización ambiental en Argentina es casi nula en áreas donde se desarrollan actividades extractivas desde hace muchos años. Por ejemplo, el Código Minero aprobado hace más de veinte años no previó qué hacer con el cierre de minas; recién el año pasado se abordó ese problema, que es central por los enormes pasivos ambientales que hay que gestionar cuando la empresa cierra la mina y se va del territorio. Por otra parte, las leyes ambientales requieren reglamentación, para lo que se demora en general largo tiempo; y luego, y más importante, financiamiento, personal capacitado y tecnología para hacerla valer, para controlar efectivamente. Se controla en general a los más débiles, una curtiembre, una pyme, pero controlar a los poderosos parece prácticamente imposible. Ni siquiera se están tomando muestras de agua en el delta del Tigre, que se sabe está fuertemente contaminado, y pensamos controlar el agua en las plataformas petroleras de Chevron por ejemplo. No se controla a aquel que tiene un campo y fumiga tóxicos, como el glifosato, sobre una escuela rural y pensamos en supervisar a Shell, BHP o Texaco extrayendo petróleo en un lugar donde nadie vive ni ve ni escucha, en plena altamar. La cooptación de los gobiernos y la administración pública por parte de las corporaciones energéticas sucede en todo el mundo, en Rusia, en Estados Unidos, en Canadá, en Australia, en Brasil; y pensamos que en Argentina, que cuenta con una institucionalidad ambiental extremadamente débil y una capacidad regulatoria estatal desmantelada y desfinanciada por años, la historia va a ser diferente. Es una ingenuidad. Nadie puede creerlo realmente. Los efectos dañinos sobre las poblaciones, el territorio y el ambiente se producirán inevitablemente.

 

Finalmente, otra narrativa que aparece en la justificación de estos proyectos esgrime la necesidad del desarrollo. Sobre ello además se suele identificar toda una política o proyecto neodesarrollista con presencia en Argentina y otros países de la región. El propio ministro de Desarrollo Productivo Matías Kulfas señaló en una entrevista hace unos meses atrás que el problema de los cuestionamientos de las comunidades era solo un problema de comunicación… 

La narrativa neodesarrollista persigue construir una legitimación para estos proyectos, pero cuando esta no consigue convencer y las resistencias siguen, donde las comunidades o los ciudadanos salen a poner el cuerpo para bloquear una carretera y evitar que pase un transporte minero, la disputa se transforma en un problema de la Gendarmería. Que el Ministerio de Desarrollo Productivo defienda el avance de estas actividades extractivas es lógico. Hay una fuertísima presión de la industria extractiva que se legitima luego a través del Ministerio con discursos desarrollistas que tienen una parte de verdad pero que, en general, esconden los grandes intereses que impulsan este tipo de proyectos. El problema es que no se encuentra dentro del Estado otras voces y otras políticas que deberían defender otros intereses; por ejemplo, del Ministerio de Ambiente —que formalmente debe proteger la integridad ambiental— o del Ministerio de Desarrollo Social que debiera preocuparse por las condiciones de vida de las poblaciones, u otras dependencias estatales. El problema es que no hay contrapesos dentro del Estado; y los cuestionamientos recaen enteramente entonces en la ciudadanía, en la movilización social, en las ONG, en la presentación de demandas en la Justicia. En este plano creo que hay una disputa muy interesante; porque frente al discurso del nuevo desarrollismo aparece una creciente conciencia ambiental que está surgiendo en todo el mundo y que señala las falacias de esa propuesta. Por otro lado, el gobierno sostiene un doble discurso: se compromete con los objetivos del cambio climático y la reducción de la matriz energética fósil —como lo hizo en la última COP 26—; y por el otro, quiere expandir la producción gasífera o petrolera en sus versiones más agresivas ambientalmente como el fracking o el offshore.

 

Sobre ello, el proyecto de exploración y explotación de petróleo offshore en la costa atlántica no solo despertó cuestionamiento y movilizaciones en las ciudades costeras y el país, sino también reabrió un debate en el campo político, intelectual y artístico sobre la oposición entre desarrollo y ambiente, en una polaridad donde la palabra desarrollo ya no refiere a la industrialización, como lo fue en el pasado, sino al extractivismo. ¿Qué opinas sobre ello? 

Un desarrollo en base a la exportación masiva de recursos naturales no es desarrollo. Por otra parte, un modelo así tiene límites; en el deterioro y destrucción de los territorios y en su imposibilidad de desatar un proceso de industrialización. Es un debate saldado. Sabemos que no funcionó. Puede resultar en algunos lugares con poca población y alta disposición de recursos,como puede ser Qatar o los Emiratos Árabes. Y en estos lugares incluso tiene los días contados porque eventualmente se va a salir de la matriz fósil. Muchos países productores de petróleo entienden esta situación y entonces, por ejemplo, el Fondo Soberano de Qatar está invirtiendo en empresas de alta tecnología. Pero este proyecto en Argentina es retrógrado. Nuestro país ya ha pasado por la experiencia de ser un exportador de recursos naturales y lo que ello generó es una grandísima concentración en muy pocas manos y una decadencia económica que lleva prácticamente sesenta años, sino más. Países petroleros también están atrapados en esta misma lógica; lo vemos por ejemplo en Venezuela o Colombia. Hoy es necesario apostar a un cambio, a una transición energética y productiva; no necesariamente porque sea lo mejor sino incluso desde el propio interés, necesitamos un plan nacional para esa transición. Los neodesarrollistas se ponen en un nivel de superioridad política porque supuestamente son ellos los que entienden la necesidad del país y descalifican a los ambientalistas por ingenuos, raros. Pero la situación es inversa. El desarrollo del extractivismo sirve para financiar la fuga de capitales y externalizar hacia un Estado desfinanciado los impactos ambientales, de salud pública, sociales y territoriales; el ambientalismo se preocupa de la casa común, por el bien común.