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DossierNº 62

Soberanía, dignidad y regionalismo en el nuevo orden internacional

Este dossier analiza la creciente fragilidad del «orden internacional basado en reglas» liderado por Estados Unidos y examina las posibilidades del regionalismo para avanzar en la construcción de un nuevo sistema global.

En colaboración con el Centro de Investigaciones de Política Internacional


TextEl arte de este dossier presenta una serie de sellos de correos con logotipos y símbolos de instituciones multilaterales, desde las más conocidas que existen hoy en nuestro mundo hasta las que se están construyendo, reviviendo y fortaleciendo y las que, aún por crear, se están imaginando para impulsar un nuevo orden mundial. Aunque emitidos por países individuales, los sellos postales están diseñados para cruzar fronteras. Son una afirmación material de la identidad y la soberanía nacionales en un paisaje internacional interconectado. Cada sello no representa un polo, sino otro ladrillo en una arquitectura global de nuevas alianzas, nuevo multilateralismo y una nueva no alineación con el orden hegemónico estadounidense.

 

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La guerra y la paz en estos tiempos

Un grupo de procesos actuales nos obligan a preguntarnos sobre la eventualidad de la ocurrencia de una conflagración militar que nos afecte a todos. Algunos investigadores se han hecho el cuestionamiento en presente: ¿estamos en guerra?

La respuesta a la pregunta que aparece en el párrafo anterior tiene tantas variantes como países reconocidos en el mundo de hoy, o como comunidades y etnias al interior de ellos. ¿Qué respuesta creen que pueden dar a esa pregunta las y los palestinos, saharauis, sirios, yemenís, iraquíes, afganos, libios?

¿Qué consideraciones pueden ofrecer ciertas comunidades aborígenes, poblaciones afrodescendientes que residen en el llamado primer mundo, o inmigrantes de origen árabe o subsahariano en Europa?

Muchas de esas personas podrán afirmar, sin dudas, “estamos en guerra”, aunque no reciban todos los días impactos de artillería, o aviación. Se trata de miles, quizás millones, de personas que ciertamente no viven en paz. Podría decirse que en este caso nos referimos a un nivel de violencia “aceptada”, con la que se “convive”, a pesar de las declaraciones de solidaridad y los discursos cargados de retórica en eventos multilaterales.

No obstante, la pregunta que se hacían las y los expertos que participaron en la VII Conferencia de Estudios Estratégicos (CIPI-CLACSO) iba dirigida en otra dimensión, pensando en el alcance y la magnitud de las dos guerras “mundiales” anteriores.

Esa consideración no se había presentado con tanta fuerza en los últimos 30 años, después de la desaparición de la URSS y el campo socialista. No se pensó en tal peligro cuando fue desmembrada la antigua Yugoslavia en pleno corazón de Europa, ni cuando Washington anunció la llamada lucha contra el terrorismo que estremeció el Medio Oriente por 20 años, o cuando la OTAN incumplió los reiterados compromisos de no expansión hacia el Este. Entonces ¿qué ha cambiado ahora?

Al recordar las pasadas guerras “mundiales” pensamos de inmediato en la cantidad de hombres sobre las armas, en la multitud de víctimas y medios de combate, en las áreas naturales totalmente destruidas por la pólvora, o los agentes químicos. Pero al ponderar ese peligro que consideramos “futuro” olvidamos datos recientes y cotidianos.

Los presupuestos militares actuales, tomados en su conjunto, son muy superiores a los de aquellas conflagraciones (incluida la inflación); la cantidad de medios militares en frontera y en bases en el exterior es significativa y creciente; las zonas destruidas por derrames de petróleo, deforestación, o contaminación son inmensas; enfermedades curables y pandemias sin control cobran anualmente millones de vidas humanas; la violencia y el uso descontrolado de armas por población civil va en aumento; se reduce de forma acentuada la cantidad de especies animales que se reproducen saludablemente.

Entonces, ¿qué falta para declararnos “en guerra”?, ¿cuál es la “paz” que estamos disfrutando?

En el caso de Cuba, por ejemplo, hemos vivido un asedio de más de 60 años por cometer el delito de aspirar a ser soberanos. Se nos ha impuesto la “guerra-guerra” desde Playa Girón hasta las bandas de alzados en los años 60, las acciones terroristas reiteradas, las medidas coercitivas. La lista se hace interminable. Las y los cubanos nos hemos inventado una “paz” para ver crecer a nuestras familias, educarnos, disfrutar del arte y la naturaleza.

Pero lo cierto es que transitamos por reiteradas situaciones extremas generadas por otros, con ciclos de ascenso y descenso en nuestro PIB, que siempre nos hacen dudar sobre la sostenibilidad o desarrollo de cualquier proyecto.

Algo similar pueden narrar las y los venezolanos y nicaragüenses, por razones conocidas. ¿Han tenido una vida en “paz” las y los bolivianos entre un golpe de Estado y la amenaza del siguiente? Pero la ausencia de paz es una realidad en países latinoamericanos donde el “gobierno” nacional solo decide el estado de cosas en la ciudad capital y un poco más allá, porque en las regiones rurales mandan los cárteles, los grupos irregulares, los narcos y otros ilegales. ¿Hay paz total en aquellos países donde el narcotráfico domina puertos, rutas de suministro y mercados?

Entonces, si todo esto es cierto, qué es lo realmente nuevo cuando pensamos en la eventualidad de una “guerra”, diríamos “otra guerra”.

Lo primero es que el gran hegemón que decidió, planificó, vendió y articuló la mayor parte de los conflictos mencionados ya no es más. Por encima de los problemas de todo tipo que vive la sociedad estadounidense en su interior, el país que una vez fue llamado “the beacon light of liberty” (‘el faro de la libertad’) ya no está en capacidad de ofrecer un modelo que los demás tendrían interés en copiar, ni siquiera una receta económica al estilo “de la globalización neoliberal”.

De hecho, el Made in China es mucho más frecuente que Made in USA y en los manuales de productos de alta tecnología aparece más veces el mandarín que el inglés. En los indicadores de eficiencia, productividad, innovación, las empresas asiáticas dominan.

Washington ya no puede acudir a la tradicional “competencia” para afianzar su lugar en el mundo y, por lo tanto, se sirve cada vez más de acciones políticas, de las sanciones y el juego sucio, para no perder su capacidad de “decisor”.

El nuevo escenario internacional es resultado, entre otros fenómenos, del fracaso de esa globalización neoliberal en su sentido más ortodoxo. La supuesta liberación de los mercados, para la entrada de productos y capitales, la propuesta reducción del Estado frente a la empresa y la desregulación, fueron principios enarbolados hace décadas para una supuesta prosperidad generalizada que nunca llegó.

Pero lo más significativo es que los propios autores de estos principios, desde la escuela de Chicago y otros centros de pensamiento, pretenden ahora fabricar argumentos para balcanizar el mundo y tratar de salvar sólo lo que consideran como “Occidente”, o los lugares de residencia de los “elegidos”. Es cierto que han surgido nuevos esquemas de regionalismo en el mundo subdesarrollado, para enfrentar los retos económicos incrementados por la pandemia de la COVID 19. Pero en su perspectiva más amplia los problemas de la humanidad, como el medio ambiente, la salud y la alimentación, dependerán de soluciones en las que se incluyan los criterios de toda la comunidad internacional.

La otra novedad en el mundo de hoy es que al menos un país multinacional, Rusia, ya no espera de forma inactiva a que se complete el cerco militar alrededor de su territorio. Después de haber alertado de forma reiterada sobre el peligro de una conflagración, Moscú decidió lanzar una operación militar para adelantarse al peligro de ser atacado de forma fulminante y para proteger comunidades nacionales rusas que viven fuera de sus fronteras, según sus declaraciones oficiales.

Se comparta o no la esencia de lo que los propios estadounidenses denominaron en su momento como “guerra preventiva”, o “ir a la fuente”, la realidad es que una Rusia reordenada, fortalecida y que renuncia ya a la aspiración de ser aceptada alguna vez cómo “occidental”, ha marcado una raya roja sobre el terreno.

A pesar de que el “enemigo” está visiblemente ubicado en la geografía ucraniana, de hecho, detrás de Kiev se han alineado todos los recursos materiales, de inteligencia y políticos de la OTAN. Hasta hoy no han decidido la participación (más allá de los mercenarios) de fuerzas humanas, que nos podrían llevar a considerar que, formalmente, habría un enfrentamiento de otras proporciones.

Varios de los actores comprometidos son poseedores de armas nucleares, por lo que la posibilidad de un error, o su uso consciente, también enciende alarmas.

Es riesgoso el juego en el que se involucra Estados Unidos, con el objetivo de ampliar el mercado de armamentos europeo y para estimular gastos multimillonarios en la renovación tecnológica de los engendros militares, ante la “amenaza rusa”.

Aunque la mayoría de la información pública que se consume tiende a indicar que la alianza atlántica funciona de forma coherente y monolítica en esta “guerra”, vemos noticias a diario que indican lo contrario. Desde el anuncio del apoyo “irrestricto” a Ucrania a inicios del 2022, varios líderes de gobierno han salido de escena y hay otros por hacerlo.

A pesar de la voluntad de no darle cobertura de prensa, casi todos los días hay manifestaciones de diversas magnitudes en ciudades europeas contra la participación de la OTAN. La primera “baja” del conflicto Rusia-OTAN fue paradójicamente el euro y no el rublo.

También es nueva la manera en que han reaccionado los llamados “terceros” en la guerra más mediática que tenemos hoy. Las votaciones en organismos multilaterales indican claramente que no existe un apoyo irrestricto a las posiciones y denuncias de la OTAN. De hecho, Estados Unidos no ha estado en capacidad de imponer su voluntad ni siquiera en el ámbito de la OEA, o las cumbres de las Américas, en este y otros temas.

El fortalecimiento de las relaciones entre China y Rusia, el nuevo no alineamiento, la ampliación del grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y la actitud de países como India, Arabia Saudita, o Turquía indican de forma clara que el mapa geopolítico ha cambiado y lo seguirá haciendo.

En la actuación de terceros hay que incluir a aquellos que han realizado declaraciones, o acciones, sobre los que son considerados sus conflictos más mediatos. Se puede relacionar en este punto lo dicho y hecho en estos meses por la República Popular Democrática de Corea, el Estado de Israel, o la República Islámica de Irán.

En el caso de que sea mayor la posibilidad de una conflagración de carácter más internacional que la actual, no se podría hablar de un solo “frente de combate”, ni de dos “partes”, o grupos de países en disputa.

A pesar de la crisis política interna en Estados Unidos, ese país aún mantiene su capacidad para “liderar desde atrás” e imponer “guerras” e inestabilidad al interior de los países “enemigos” sin trasladar tropas. Washington apuesta por el quiebre de los liderazgos y de los sistemas sociales en los países que no comparten sus “reglas de juego”. Para un imperio en declive siempre será mucho más tentador destruir y causar daños en el entorno ante la imposibilidad de sobrevivir, como lo hicieron antes romanos, otomanos y potencias coloniales europeas.

Convivir con “guerras” en la actualidad parece un fenómeno más común que lo que estamos dispuestos a reconocer. Construir la paz sostenible requerirá de nuevas alianzas, de nuevos conocimientos, nuevos pensamientos, nuevos liderazgos y definitivamente de un nuevo multilateralismo, basado en el principio del cese a lo que Fidel Castro llamó “la filosofía del despojo”.


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Introducción

Desde su guerra ilegal contra Irak en 2003 y la crisis financiera mundial de 2007-2008, Estados Unidos ha entrado en un estado de gran fragilidad. Washington ha empleado todos sus medios, tanto diplomáticos como militares, para intentar conservar su hegemonía, pero estos esfuerzos han producido sus propias contradicciones. En este contexto de fragilidad del poder estadounidense, diversas instituciones regionales han intentado autoafirmarse, desde la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) a la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) de Eurasia. Estas iniciativas han tratado de crear acuerdos comerciales y financieros alternativos que eviten el uso del dólar estadounidense y de los canales financieros dominados por Estados Unidos, a la par que promuevan entendimientos políticos alejados del Consenso de Washington y del complejo FMI-Wall Street-dólar. En algunas situaciones, Estados Unidos ha sido capaz de socavar estos proyectos —pues aunque debilitado sigue siendo inmensamente poderoso—, pero en otros casos estas formaciones regionales han resistido la presión.

El surgimiento económico y político de China ha permitido que, en muchos casos, estas formaciones regionales mantengan su independencia relativa de Estados Unidos y ha ofrecido a los países emergentes alternativas a la red de desarrollo y comercio dominada por Estados Unidos (anclada en el Fondo Monetario Internacional), como la Iniciativa de la Franja y la Ruta. El ascenso de China, así como de otras grandes potencias en el Sur Global, como Brasil e India, ha inspirado una serie de nuevas ideas y teorías sobre el desarrollo. Entre los más populares está el concepto de multipolaridad, que sostiene que el mundo transita desde un sistema unipolar en el cual hay un solo gran polo de poder, Estados Unidos, hacia un sistema multipolar con múltiples polos de poder, a saber, Estados Unidos y China. Se trata de un constructo razonable pero defectuoso. En vez de una arquitectura global bifurcada, lo más probable es que veamos un proceso de integración regional, impulsada por una perspectiva no alineada que sentará las bases de un nuevo tipo de internacionalismo.

Para evitar un período de balcanización mundial, este nuevo internacionalismo solo puede crearse construyendo una base de respeto mutuo y fortaleciendo los sistemas regionales de comercio, las organizaciones de seguridad y las formaciones políticas regionales. La lucha entre el viejo “orden internacional basado en reglas” impulsado por Estados Unidos y un nuevo orden emergente que busca recuperar el espíritu de la Carta de las Naciones Unidas (1945) está en el centro de las crecientes disputas internacionales. Este dossier no. 62, producido en colaboración con el Centro de Investigaciones de Política Internacional (CIPI), de Cuba, plantea un análisis provisional de las realidades y posibilidades del regionalismo y del inter-regionalismo (como la iniciativa de los BRICS). A partir de las intervenciones realizadas en la VII Conferencia de Estudios Estratégicos (noviembre de 2022), organizada por el CIPI y el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), este dossier examina estas dos visiones del orden internacional y argumenta que el movimiento actual de la historia nos dirige fuera de la inestabilidad y la confrontación del orden internacional impulsado por Estados Unidos hacia un retorno a la Carta de la ONU, utilizando sus principios como guía para construir un nuevo sistema de regionalismo e internacionalismo sólidos.

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El orden internacional basado en reglas

En el transcurso de la última década, el gobierno de Estados Unidos ha descrito el sistema que ha organizado y controlado durante el último medio siglo utilizando la expresión “orden internacional basado en reglas”. Este orden, afirma el gobierno estadounidense, es mejor que cualquier otro potencial sistema internacional. Sin embargo, curiosamente, las “reglas” a las que se refieren no son las consagradas en la Carta de las Naciones Unidas de 1945, el documento con mayor consenso del planeta y que cada uno de los 193 Estados miembros ha firmado y está obligado a respetar. Si el gobierno de Estados Unidos no utiliza el término “orden internacional basado en reglas” para referirse a la Carta de Naciones Unidas, ¿entonces, a qué se refiere?

Para ilustrar por qué esta cuestión es importante, ayuda examinar la forma en que se utiliza el término. La mayoría de las veces, Washington se refiere a “orden internacional basado en reglas” para condenar a otros Estados y designarlos como violadores de sus autoproclamadas “reglas”. No obstante, nunca se explica en qué concretamente se basa la acusación. Estas “reglas” no tienen definiciones jurídicas precisas y consistentes, sino que se formulan para acomodarse a las necesidades e intereses de Washington en momentos específicos. A medida que estas necesidades e intereses cambian, también lo hacen las reglas. En otras palabras, las “reglas” son cualquier cosa que el gobierno estadounidense diga que son. Por ejemplo, el gobierno estadounidense impone regularmente sanciones contra otros Estados alegando han violado las “reglas”. En realidad, se trata de una política arbitraria utilizada para castigar a poblaciones enteras porque sus Estados no siguen las instrucciones de EE. UU., como ejemplifica el bloqueo de décadas contra Cuba. Este bloqueo no se basa en el derecho internacional o en la Carta de las Naciones Unidas. De hecho, Washington ignora a la inmensa mayoría de los pueblos y gobiernos del mundo que anualmente votan en la ONU condenando esta cruel política. Por el contrario, las sanciones y bloqueos impulsados por dicho país son un ejercicio de poder posibilitado por el control que el gobierno estadounidense ejerce sobre flujos financieros y de comercio, así como por la intimidación diplomática y militar que emplea para coaccionar a otros países. A Estados Unidos no le importan ni la opinión pública ni los puntos de vista de la mayoría de los gobiernos del mundo. Lo único que le interesa es avanzar sus intereses de política exterior. Para lograrlo, Washington inventa las “reglas” que definen su orden internacional, aplicadas mediante sanciones unilaterales, bloqueos, y cualquier otro medio necesario.

Además de estas reglas arbitrariamente definidas, el gobierno estadounidense también utiliza selectivamente las disposiciones del derecho internacional —elaboradas tras debates democráticos en la ONU y otros foros— para vigilar a otros países. Por ejemplo, el gobierno de Estados Unidos firmó la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar (1994). Sin embargo, el Senado estadounidense no ha ratificado ese tratado y como resultado de ello, el gobierno estadounidense no es parte de este. A pesar de ello, se basa en este tratado para realizar sus maniobras navales de “libertad de navegación” cerca de las costas de países que sí lo han firmado y ratificado, como la República Popular China. En otras palabras, el Mar de China Meridional —aguas soberanas de China, miembro pleno del tratado— son vigiladas por un país que no ha ratificado el tratado: Estados Unidos. Del mismo modo, el gobierno de Estados Unidos no es un Estado miembro del Estatuto de Roma (2002) que estableció la Corte Penal Internacional y aun así Estados Unidos utiliza agresivamente la Corte y las leyes penales internacionales (como los Convenios de Ginebra) para perseguir a quienes considera sus enemigos.

Hay una larga lista de tratados internacionales importantes que Estados Unidos no ha ratificado, más de 30 de los cuales acumulan polvo en la cámara del Senado a la espera de votaciones que probablemente nunca tendrán lugar. Entre estos tratados se encuentran componentes fundamentales del régimen internacional de control de armas, como el Tratado de Ottawa sobre la Prohibición de Minas Antipersonales (1999), la Convención sobre Municiones en Racimo (2010) y el Tratado sobre el Comercio de Armas (2014), así como elementos clave del régimen mundial de derechos humanos, como la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (1981), la Convención sobre los Derechos del Niño (1990) y Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura (2002). Para el gobierno estadounidense, estos tratados no son parte de su “orden internacional basado en reglas”.

Es importante tener en cuenta que, incluso cuando Estados Unidos firma y ratifica tratados, se permite a sí mismo un margen de maniobra significativo para evitar el cumplimiento de sus protocolos. Por ejemplo, aunque el gobierno estadounidense aceptó la jurisdicción de la Corte Internacional de Justicia, establecida por la Carta de las ONU de 1945, la implementación de las sentencias de la Corte está sujeta al poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU que incluyen a Estados Unidos. En 1986, la Corte declaró que el gobierno estadounidense había infringido el derecho internacional al violar la soberanía de Nicaragua y le ordenó pagar una indemnización. En respuesta, Washington retiró su consentimiento a la jurisdicción obligatoria de la Corte y utilizó su poder de veto para bloquear la ejecución de la sentencia. Las limitaciones en la aplicación de los tratados, sea debido a excepciones, vetos, o la denegación de la jurisdicción, ha permitido al gobierno de Estados Unidos firmar y ratificar tratados como gestos vacíos hacia el derecho internacional. Como dijo el ex secretario de Estado estadounidense Dean Acheson a la Sociedad Estadounidense de Derecho Internacional en 1963 durante un panel sobre Cuba, cuando se trata de asuntos que desafían «el poder, la posición y el prestigio de Estados Unidos (…) [la] ley simplemente no se ocupa de esas cuestiones» (13-15).

Más aún, siempre que una institución legal internacional contempla abrir una investigación sobre la conducta del gobierno estadounidense, Washington amenaza y castiga a las instituciones y sus funcionarios. Por ejemplo, cuando la Corte Penal Internacional abrió en 2019 una investigación sobre los crímenes de guerra cometidos por todas las partes en Afganistán, el gobierno de Estados Unidos impuso sanciones contra los funcionarios de la Corte, revocó el visado de la fiscal principal, Fatou Bensuda, para impedir que testifique en la oficina de la ONU en Nueva York e impuso restricciones de visado a sus familiares directos (Prashad, 2019).

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Capitalismo y violación de soberanía

¿Por qué Estados Unidos rechaza el mandato del derecho internacional? ¿Cuál es el objetivo de la mascarada llamada “orden internacional basado en reglas” cuando ya existen la Carta de las Naciones Unidas y otros marcos negociados internacionalmente?

Lo cierto es que Estados Unidos ha construido su “orden internacional basado en reglas” para promover sus propios intereses y garantizar ventajas a corporaciones multinacionales globales, financistas y ricos tenedores de bonos, en contra de los movimientos populares y los gobiernos que buscan proteger su soberanía nacional y territorial y desarrollar un modo de vida digno en sus países.

El orden liderado por Estados Unidos se basa en la premisa de que los propietarios (capitalistas) deben tener el derecho de explotar el trabajo y la naturaleza, y que no debe ponerse límites a los deseos de estos capitalistas, que están organizados en empresas grandes y poderosas. Según este criterio, a estas empresas se les debe permitir ir a todas partes y hacer cualquier cosa en su búsqueda de ganancias, incluso llevar a la humanidad y a la naturaleza al borde de la aniquilación. Esta explotación del trabajo y de la naturaleza se manifiesta, por ejemplo, en la obscenidad del hambre y en la catástrofe climática. Cualquier país que intenta poner barreras a las ilimitadas licencias otorgadas a las empresas capitalistas será colocado inmediatamente bajo fuego, y su gobierno será probablemente objeto de un “cambio de régimen”, ya sea mediante sanciones, intentos de golpe de Estado o cualquier otro tipo de métodos de guerra híbrida o intervención militar directa (Tricontinental, 2021).

Durante los últimos cientos de años, el orden capitalista ha violado continuamente la soberanía de la mayor parte del mundo, primero a través del colonialismo y después mediante la creación de un conjunto de estructuras neocoloniales que castigan a los países que intentan afirmar su independencia. Este sistema neocolonial permite a las empresas capitalistas extraer riqueza social de los países del Sur Global que, de otro modo, podrían utilizar esa riqueza para mejorar las condiciones de vida de sus pueblos y establecer una relación armoniosa con el mundo natural, que deberían ser las dos prioridades esenciales de cualquier gobierno y sociedad sensatos. Estas normas, de alguna manera ya han entrado en las instituciones internacionales y en la conciencia pública. Por ejemplo, la obligación de los gobiernos modernos de mejorar las condiciones de vida está consagrada en la Carta de las Naciones Unidas, pero también en diversos tratados y convenciones cuyas aspiraciones colectivas fueron resumidas recientemente en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Estos objetivos están relacionados con preocupaciones elementales como acabar con el hambre y la falta de vivienda, establecer sistemas públicos de educación y transporte y promover la igualdad social y el enriquecimiento cultural. Actualmente hay un déficit de financiación de 4,2 billones de dólares para que los países en desarrollo alcancen los ODS. Mientras tanto, unos 36 billones de dólares están en paraísos legales ilícitos porque instrumentos financieros como los precios de transferencia y las tasas permiten a las corporaciones globales sustraer enormes cantidades de riqueza de los países en desarrollo (OCDE, 2020; Shaxson, 2019). Mientras el FMI presiona a los países en desarrollo para que recorten más aún el gasto social y creen condiciones de austeridad, hay poca presión sobre las corporaciones globales para que cumplan las leyes nacionales e internacionales.

En las garras de las estructuras neocoloniales, muchos países en desarrollo carecen efectivamente de control sobre sus recursos. En otras palabras, no son realmente soberanos, por lo que son incapaces de recaudar o dirigir los fondos sociales necesarios para cumplir estos objetivos y crear un mundo digno. Así pues, el “orden basado en reglas” de Estados Unidos no es un orden para promover la democracia, sino para mantener una estructura neocolonial de explotación tanto del trabajo como de la naturaleza, de los seres humanos y del planeta.

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Las posibilidades del regionalismo

Desde comienzos del siglo, los estudiosos de relaciones internacionales han contemplado el surgimiento de un “mundo de regiones” o de “mundos regionales” (Katzenstein, 2005; Acharya, 2014: 647-659). Algunas partes del mundo, especialmente América Latina y África, tienen sólidas tradiciones de conciencia regional que se remontan a los movimientos anticoloniales y llevan los nombres de esa historia, como el bolivarianismo y el panafricanismo. En otras zonas, la herencia del regionalismo es más desigual. Por ejemplo, el potencial del “panasianismo” fue seriamente dañado por el historial del imperialismo japonés en las décadas de 1930 y 1940, las tensiones políticas entre India y China, así como entre India y Pakistán, el golpe de Estado en Indonesia en 1965, y la guerra de Estados Unidos contra Vietnam (1955-1975) (Prashad, 2022). Ninguna de estas regiones, ya sea América Latina, África o Asia, se ha unido por características intrínsecas. Más bien sus dinámicas regionales han surgido de sus historias políticas que, a su vez, han producido y amplificado unidades culturales. Para desarrollar y solidificar el regionalismo es necesario construir instituciones interestatales y centradas en el pueblo.

El regionalismo por sí mismo no es intrínsecamente progresista ni reaccionario. Durante el período de descolonización inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, surgió una grave disputa entre las excolonias y el bloque imperialista sobre la naturaleza de la nueva arquitectura regional que debía construirse. El bloque imperialista desarrolló un sistema de Estados regionales basados en pactos militares y acuerdos comerciales que daban ventajas a las corporaciones domiciliadas en Occidente. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), creada en 1949, y la Comunidad Económica Europea, establecida en 1957, convirtieron a Europa en una región que podía ser integrada en el orden mundial de forma ventajosa para Estados Unidos. Se produjeron movimientos similares en América Latina con la creación de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1948; en Asia, con la creación de la Organización del Tratado del Sudeste Asiático, o Pacto de Manila (1954); y en Oriente Medio, con la Organización del Tratado Central, o Pacto de Bagdad (1955).

Mientras tanto, los antiguos Estados colonizados que no querían entrar en estas estructuras neocoloniales crearon sus propias instituciones multilaterales, que aún no estaban organizadas regionalmente sino en el sistema de la ONU. Estas incluían el Movimiento de los No Alineados (MNOAL), fundado en 1961 y la Conferencia de la ONU sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD por su sigla en inglés), creada en 1964. En aquella época, ningún país del mundo antes colonizado estaba preparado para anclar un proceso regional más sustancial, ya que la mayoría de estas naciones ya cargaban con la enorme tarea de proteger su recientemente conquistada soberanía política y, al mismo tiempo, construir un nuevo orden social que promoviera la dignidad de sus pueblos.

Los primeros intentos de integración regional contaron con la ayuda de las Naciones Unidas que, por ejemplo, contribuyeron a crear comisiones económicas en Asia y el Pacífico (la Comisión Económica y Social para Asia y el Pacífico, 1947); Europa (la Comisión Económica para Europa, 1947); América Latina y el Caribe (la Comisión Económica para América Latina y el Caribe o CEPAL, 1948); África (la Comisión Económica para África, 1958); y Asia Occidental (la Comisión Económica y Social para Asia Occidental, 1973). El objetivo de estas comisiones ha sido promover el desarrollo y comercio regionales, pero no desafiar el sistema capitalista mundial de manera significativa.

Estas instituciones surgieron junto a maniobras políticas inspiradas por la histórica Conferencia Afroasiática celebrada en Bandung, Indonesia, en 1955, que llamó a los antiguos Estados colonizados para cooperar en una serie de áreas, desde la economía hasta la cultura y para adoptar una posición no alineada respecto a la Guerra Fría. Los Estados latinoamericanos, influenciados por la CEPAL y la UNCTAD, crearon varios bloques comerciales y de desarrollo, como la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (1960), el Mercado Común Centroamericano (1960), el Pacto Andino (1969) y la Comunidad y Mercado Común del Caribe (1973). Kwame Nkrumah, el primer presidente de Ghana post independencia, propuso una visión regional más radical al abogar por la creación de “un mercado común africano de 300 millones de productores y consumidores” que rompería las “fronteras artificiales” creadas por las antiguas potencias coloniales (309, 313).  Esta ambiciosa propuesta buscaba transformar las redes de infraestructura de los países africanos para que dejaran de estar diseñadas para sacar las materias primas del continente y se orientaran hacia la producción de mercados internos de bienes y servicios.

En el Tercer Mundo se desarrollaron debates significativos alrededor de los temas de la dependencia y el desarrollo. En concreto, ¿podrían los antiguos países colonizados desarrollar sus economías y sociedades desde su posición “periférica” en el sistema capitalista mundial, o permanecerían sumidos en una situación de dependencia y subordinación a las potencias imperialistas “centrales”? Una serie de pensadores, desde las y los brasileños fundadores de la teoría de la dependencia (Ruy Mauro Marini, Theotonio Dos Santos y Vania Bambirra) a los marxistas indios (como Ashok Mitra), marxistas caribeños (como Eric Williams y Walter Rodney) y marxistas africanos (como Nkrumah e Issa Shivji) escribieron acerca de las restricciones al desarrollo impuestas por la continua existencia de estructuras coloniales y el recientemente surgido sistema neocolonial. Para estos pensadores, tanto factores endógenos (las relaciones de propiedad y las jerarquías sociales), como factores exógenos (el imperialismo), impidieron, de distintas maneras, que se produjeran avances, tanto en los países que dependían de la extracción de bienes primarios mediante la agrominería, como en los países que habían logrado desarrollar una producción industrial (Katz, 2019). Como resultado, la agenda del desarrollo nacional y del regionalismo se centró alrededor de intentos de desvincularse de la lógica de acumulación capitalista a escala mundial, intrínsecamente estructurada para privilegiar a los países imperialistas centrales y a las corporaciones multinacionales occidentales (Amin, 1990). Las experiencias y concepciones políticas colectivas de los países recientemente independientes se consolidaron en una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobada en 1974, conocida como Declaración sobre el establecimiento de un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI) que instaba al mundo a construir un nuevo sistema global “basado en la equidad, la igualdad soberana, la interdependencia, el interés común y la cooperación entre todos los Estados”. Esta resolución, junto con el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (1972) y la Declaración de Cocoyoc de la UNCTAD (1974) cuestionaron directamente al sistema capitalista mundial y recentraron el desarrollo en torno a las necesidades de la humanidad y no del capital.

Estas maniobras políticas naufragaron en las rocas de la crisis de la deuda del Tercer Mundo, el colapso de la Unión Soviética y el auge de la globalización y el neoliberalismo impulsados por Occidente (Prashad, 2013). La integración de las excolonias en los sistemas financieros e industriales dominados por las corporaciones multinacionales y de capital occidental socavó la promesa de desarrollo social. En 1982, la bancarrota de México hizo sonar la alarma sobre la enormidad de la crisis de la deuda y las décadas de desorientación política que vendrían después. De 1980 a 2015, la deuda externa del Sur Global aumentó en 900% y se estima que los pagos de deuda a los tenedores de bonos del Norte Global llegaron a un total entre 2,6 y 3,4 billones de dólares anuales para los países de bajos ingresos, solo en 2021-2022 (Toussaint et. al., 2015; UNCTAD, 2020). La globalización neoliberal extirpó la posibilidad de que el mundo avanzara hacia los valores propuestos por el NOEI y aumentó la dependencia de las naciones pobres hasta el comienzo de la gran recesión en 2007. Después de la caída de la Unión Soviética, la globalización fue organizada por los Estados neoliberales de la austeridad, con Estados Unidos operando como el árbitro del sistema internacional, en una dinámica llamada unipolaridad.

Sin embargo, la marea comenzó a cambiar a principios del siglo XXI. En 2003, el entonces presidente de Sudáfrica y presidente del MNOAL, Thabo Mbeki, trató de avanzar en una solución pacífica frente al ímpetu del gobierno de Estados Unidos hacia la guerra contra Irak. En un intento de obstaculizar estos esfuerzos, Washington trató —sin conseguirlo— de presionar a Sudáfrica para que expulsara al embajador de Irak. En todo el mundo, millones de personas salieron a las calles en protestas masivas contra la guerra y a favor de una solución pacífica. Sin inmutarse, Estados Unidos fue a la guerra, haciendo caso omiso tanto de la opinión pública como de los esfuerzos del MNOAL.

Ese mismo año, Estados Unidos y los Estados europeos de nuevo se negaron a discutir honestamente cuestiones de desarrollo y comercio con el Sur en la conferencia ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC) celebrada en Cancún, insistiendo que los subsidios a la agricultura en el Norte no violaban sus propios dogmas de libre comercio. Esto indignó a los países del Sur. Brasil, India, China y Sudáfrica, junto con el grupo de países menos desarrollados y el bloque de África, el Caribe y el Pacífico (ACP), resistieron la presión de Pascal Lamy, comisionado de la OMC para “dirigir” la organización hacia un “compromiso” (es decir, una victoria del Norte). El Sur prevaleció, dejando a Lamy lamentándose de que “la OMC sigue siendo una organización medieval”, con lo cual quería decir que no es suficientemente flexible respecto al Norte (Lamy, 2003).

En el contexto de los debates alrededor de la guerra y las nuevas normas de propiedad intelectual, los Estados emergentes del Sur empezaron a explorar la creación de nuevas entidades. Una de ellas fue el Foro de Diálogo IBSA, lanzado por India, Brasil y Sudáfrica en junio de 2003, que unió a un país de cada uno de los continentes asiático, africano y latinoamericano. Las complementariedades en estos países los llevaron a aumentar el comercio entre ellos y a trabajar juntos en foros internacionales para promover sus intereses y los del Sur en general. A lo largo de varias reuniones, el Foro de Diálogo IBSA sentó las bases de una nueva agenda intelectual construida sobre los conceptos de no alineación y regionalismo. Brasil aportó la experiencia latinoamericana a la mesa, especialmente la agenda de integración avanzada por el entonces presidente de Venezuela, Hugo Chávez (que más tarde inspiró la creación del bloque político CELAC en 2010).

Poco después, en 2006, en la XIV reunión del MNOAL celebrada en La Habana se habló más de regionalismo que en ninguna otra reunión anterior de ese grupo. El regionalismo y la no alineación aparecieron de nuevo como temas intelectuales centrales ese mismo año cuando China y Rusia se unieron a Brasil, India y Sudáfrica para formar una nueva gran agrupación mundial, los BRICS. Actualmente, los países del BRICS representan el 40% de la población mundial y el 25% del PIB mundial (aunque está última cifra también llega al 40% si los BRICS se amplían para incluir a Arabia Saudita, Turquía, Egipto y Argelia (Iqbal, 2022; TASS, 2022).

Los conceptos de multilateralismo y no alineación anclaron estos nuevos procesos regionales. El término multilateralismo surgió después de la Segunda Guerra Mundial para describir procesos en los que tres o más instituciones (especialmente Estados) operaban juntos en torno a un conjunto acordado de leyes o procedimientos. El concepto de no alineación surgió en la década de 1950 durante la Guerra Fría, y fue utilizado por los Estados postcoloniales para indicar que no se unirían ni al bloque estadounidense ni al soviético, sino que perseguirían sus propios programas de desarrollo independientes. Estos dos conceptos han resurgido en las últimas décadas en medio del desgaste del poder unipolar estadounidense.

El regionalismo y el multilateralismo no alineado son las categorías de consenso entre las instituciones estatales del Sur orientadas al Estado, tales como los BRICS, el IBSA y el G7. Para las naciones del Sur, la era de la primacía de Estados Unidos, agudizada durante los años de Bush, tiene que retroceder. El dominio abrumador de EE. UU. ha restringido el espacio político para la planificación y las instituciones sociales y económicas y ha llevado a que se ignoren las opiniones de la mayoría del mundo en asuntos de gobernanza global, sofocando las agendas de desarrollo en el Sur. A menos que los países en desarrollo se contenten con ser un radio en la rueda de las maquinaciones de Estados Unidos, sus intereses quedan totalmente al margen.

Los conceptos de regionalismo y multilateralismo no alineado recibieron un impulso decisivo en la década de 2000 gracias a la labor de los países latinoamericanos para construir nuevas instituciones regionales. Al mismo tiempo, otros países del Sur contemplaban las limitaciones de sus propias organizaciones regionales, como la Liga de Estados Árabes, la Unión Africana, la Asociación para la Cooperación Regional de Asia Meridional y la Cooperación Económica Asia-Pacífico. Aunque estas últimas instituciones habían absorbido el lenguaje del regionalismo y del multilateralismo no alineado, a diferencia del proyecto latinoamericano no fueron capaces de diseñar una dirección política nueva y eficaz para sus regiones ni de eliminar sustancialmente la influencia de los actores externos en sus procesos políticos. No obstante, la exitosa experiencia latinoamericana y la emergencia de China como nueva gran potencia han supuesto un importante estímulo para las ideas de regionalismo y multilateralismo.

Hoy en día, hay de nuevo un intenso debate en el Sur sobre la naturaleza del desarrollo y el potencial del regionalismo multilateral y la no alineación. Académicos como Feng Shaolei, director del Centro de Innovación Colaborativa para la Cooperación Periférica y el Desarrollo de la Universidad Normal de China Oriental, y María Elena Álvarez Acosta, del Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI) de La Habana, Cuba, defienden que la política de sanciones unilaterales de Estados Unidos y la guerra en Ucrania están acelerando el impulso hacia un regionalismo no alineado (Shaolei, 2021: 39-41; Álvarez, 2022). Indira López Argüelles, del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, también señala que este nuevo regionalismo parece estar basado en el concepto de no alineación, resaltando el uso de este término por los procesos regionales latinoamericanos para referirse a la “autodeterminación económica” y la “complementariedad regional” (Argüelles, 2022).

En septiembre de 2022, la Asamblea General de las Naciones Unidas añadió un nuevo punto a la agenda del sistema de la ONU: globalización e interdependencia. En el corazón de este punto está la necesidad de reavivar el debate sobre el NOEI que ha sido discutido cada año desde 1974 solo para ser relegado al basurero de los órganos de la ONU. Ahora, con el aumento de una conciencia generalizada de que el orden neoliberal ha fallado a los pueblos del mundo, hay un hambre renovada por debatir las ideas del NOEI y forjar un nuevo tipo de globalización e interdependencia.

En diciembre de 2022, la Segunda Comisión de la ONU (que se encarga de asuntos económicos y financieros mundiales) presentó un proyecto de resolución para ser debatido en la Asamblea General que llama la atención sobre los principios planteados por el NOEI. La mayoría de los Estados miembros de la ONU expresó un abrumador acuerdo con la resolución, que incluye un párrafo que es de particular interés para nuestra discusión aquí: “el papel desempeñado por la cooperación regional, subregional e interregional, así como por la integración económica regional, basada en la igualdad de asociación, en el fortalecimiento de la cooperación internacional con el objetivo de facilitar la coordinación económica y la cooperación para el desarrollo, el logro de los objetivos de desarrollo y el intercambio de mejores prácticas y conocimientos”. Las ideas de regionalismo e interdependencia, sobre la base de la igualdad interestatal están sobre la mesa en los más altos niveles de la ONU (AGNU, 2022).

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Renacimiento

En marzo de 2021, 16 Estados miembros de la ONU se unieron para establecer el Grupo de Amigos en Defensa de la Carta de las Naciones Unidas. Este organismo incluye a varios países que han sido sometidos a sanciones unilaterales e ilegales estadounidenses, incluyendo Argelia, Cuba, Eritrea, Nicaragua, Rusia y Venezuela. El objetivo del Grupo de Amigos es defender los principios fundacionales del sistema de las Naciones Unidas, es decir, el multilateralismo no alineado y la diplomacia contra el unilateralismo y el militarismo. Hay que considerar dos puntos importantes sobre el surgimiento de este Grupo de Amigos:

  1. En primer lugar, el Grupo de Amigos sostiene que no es necesario crear un nuevo sistema mundial, sino simplemente permitir el adecuado funcionamiento del mundo postguerra y poscolonial original. Este sistema se construyó sobre el consenso internacional para abordar los horrores de la Segunda Guerra Mundial, incluidos el nazismo y el uso de armas atómicas, y sobre el consenso poscolonial en el Tercer Mundo para establecer la soberanía estatal. Este sistema tiene sus raíces en la Carta de las Naciones Unidas y, lo que es más importante, en el documento final de la conferencia fundacional del Movimiento de Países No Alineados en 1961, que estableció la soberanía y la dignidad como sus principales conceptos (secciones 13a y 13b). Un intento importante para poner en práctica estos conceptos fue el NOEI, iniciado por el MNOAL, aprobado por la Asamblea General en 1974 y posteriormente rechazado por Estados Unidos y sus aliados, que en su lugar defendieron un orden mundial neoliberal. El resurgimiento del NOEI forma parte de la nueva atmósfera actual.
  2. El surgimiento de un grupo multilateral como el Grupo de Amigos plantea la cuestión de cómo empezar a entender el orden mundial post-unipolar. Una escuela de pensamiento sostiene que entraremos en un nuevo orden mundial multipolar en el que se establecerán diferentes polos. La evidencia para esto es poco clara, ya que, aparte de Estados Unidos, ninguna de las grandes potencias está intentando establecer poder extraterritorial o constituirse en un polo (como quedó claro en el XX Congreso del Partido Comunista de China, por ejemplo) (Xi, 2022). Más aún, un mundo multipolar no es necesariamente un antídoto contra el militarismo, ya que podría intensificar las rivalidades y, por lo tanto, las guerras. Una segunda escuela de pensamiento afirma que el movimiento actual de la historia favorece la creación de bloques regionales que querrían integrarse con otros países y bloques regionales de forma mutuamente beneficiosa. La evidencia para esto es abundante, como la creación de la Alianza Bolivariana de los Pueblos de Nuestramérica (ALBA, 2004) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC, 2010), en América Latina, así como la Organización de Cooperación de Shanghái en 2001 en Asia. El capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas respalda el aumento de “acuerdos u organismos regionales” para contribuir al “mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales”.

Estas redes regionales no son bloques de poder exclusivos concebidos para intensificar los conflictos, sino acuerdos para mejorar el comercio regional, gestionar los conflictos regionales y desarrollar agendas interregionales para construir programas de beneficio mutuo.

El resurgimiento de las ideas del multilateralismo, regionalismo y no alineación indica un alejamiento de las rigideces de la globalización unipolar, una agenda impulsada por Estados Unidos en nombre del capital internacional. Estas ideas anuncian la posibilidad de soberanía, es decir, que los Estados e incluso los alineamientos regionales puedan liberarse, en mayor medida, de las presiones de Estados Unidos y sus instrumentos (incluido el FMI). Pero la soberanía por sí misma no significa que las miserables condiciones de la vida cotidiana vayan necesariamente a mejorar, para ello se requiere un concepto adicional: la dignidad. La soberanía crea la oportunidad de que un Estado diseñe políticas que aumenten la dignidad de las personas, pero no garantiza por sí misma la dignidad. Los términos soberanía y dignidad pueblan los tratados importantes de nuestro tiempo, como la Carta de la ONU y el Documento Final del MNOAL. Estos conceptos permiten a los movimientos populares, que despliegan su disputa por o en el poder del Estado, luchar contra la asfixia de la unipolaridad y contra la miseria de la desigualdad.


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Referencias bibliográficas

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