Skip to main content
CuadernosOBSAL

Colombia, Venezuela y nuestra segunda frontera imperial

Conversamos con Orlando Zambrano, diputado nacional de Venezuela; con Christian Arias y Javier Calderón, investigadores y militantes de Colombia; y con la Secretaría Operativa de ALBA Movimientos.

Introducción

A inicios del siglo XIX, Simón Bolívar ya veía con claridad la necesidad estratégica de hacer de Colombia y Venezuela territorios de un mismo proyecto de país, para conseguir la unidad y la soberanía continental. Hoy, más de 200 años después, pocos lugares de nuestra región son tan importantes en la estrategia geopolítica, económica y militar del proyecto imperialista de Estados Unidos como esta frontera. Lo que allí sucede no responde de ninguna manera solamente a un contexto local, de poblaciones llaneras y muy similares de un lado y otro de la frontera, sino a una dinámica continental y global, donde los modelos políticos y sociales enraizados en ambos países nos traen a la memoria otros momentos de la historia mundial. Así como la frontera entre Estados Unidos y México, o sus límites marítimos con Cuba, esta se nos presenta hoy como una segunda frontera imperial, en la cual Colombia — su rol de gendarme continental protegiendo los intereses de EE. UU.— cumple el rol de desestabilización y asedio contra la Venezuela bolivariana.

Esto sucede en el marco de la continuación de la vieja y dolorosa guerra en Colombia que, producto de los incumplimientos del Estado, continúa ya no solo en territorio local, sino que se exporta del otro lado de esos 2.219 kilómetros de frontera compartida, con todos los elementos que esto implica. Mucho hay para decir, investigar y profundizar sobre lo que ha implicado esta guerra de más de sesenta años para el pueblo colombiano, que después de tantas décadas sin conocer la paz está más dispuesto que nunca a pasar la página, cueste lo que cueste. También mucho hay para conocer y comprender qué ha implicado el desarrollo de la Revolución Bolivariana para el pueblo venezolano y para el pueblo nuestroamericano en general. Sin embargo, aunque mucho hay para decir en estos sentidos, pocos elementos de profundidad —y en especial con real conocimiento de causa— están al alcance de la mano de quienes quieren comprender qué es lo que sucede en esa frontera sobre la que los medios masivos de comunicación lanzan afirmaciones de dudosa procedencia, y sobre la que los movimientos sociales y populares del continente están urgidos de saber, de voz y pluma de quienes comprenden las dinámicas entre Apure y Arauca.

En este contexto surgió la necesidad en el Observatorio de Coyuntura de América Latina y el Caribe (OBSAL), que impulsa el Instituto Tricontinental de Investigación Social, de consultar y conversar con quienes pueden brindarnos mayores elementos de análisis y comprensión no solo de los hechos sino del lugar estratégico que ocupa esta frontera para nuestro proyecto continental.

De esta manera, conversamos con Orlando Zambrano, diputado nacional de Venezuela; con Christian Arias y Javier Calderón, investigadores y militantes del movimiento social en Colombia; y con el equipo de la Secretaría Operativa de la Articulación Continental de Movimientos Sociales y Populares (ALBA Movimientos), para conocer más  sobre lo que acontece en esta frontera, y no pasar de largo, o superficialmente como hace el discurso oficial pro imperialista, por encima de una realidad social y política que afecta directamente la vida de cientos de colombianos, colombianas, venezolanos y venezolanas del pueblo profundo, sobre los cuales el imperialismo, para no dañar la costumbre, mueve sus fichas de ajedrez con el único objetivo de proteger sus intereses, sin importarle la vida de nadie, la dignidad de nadie, y los territorios de nadie.

Desentrañar lo que sucede en la frontera, pero sobre todo lo que esto implica hacia la difícil relación que llevan Colombia y Venezuela, los efectos sobre sus pueblos y sobre el futuro del proyecto continental, se nos presenta hoy como una prioridad. En ese sentido aportamos este material.

Arriba

“Enfrentamos un grupo narco mercenario al servicio del Estado colombiano y de EE. UU.”

Entrevista a Orlando Zambrano, Diputado Nacional de Venezuela

En los primeros meses de 2021 se han incrementado los combates en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, en particular en la región que atraviesa el río Arauca. Este río tiene una extensión superior a los mil kilómetros: nace en la cordillera oriental colombiana y corre hacia el este, en dirección al Atlántico. Durante casi 300 km el río funciona como límite entre Colombia y Venezuela, hasta que se mete de lleno en territorio venezolano y recorre “horizontalmente” todo el estado Apure. En el punto en que termina este estado se encuentra con el río Orinoco y le aporta su caudal.

La región donde el río Arauca es límite entre ambos países es parte de lo que se conoce como Los Llanos, una región de similares características donde abundan cursos de agua y una vegetación propia de bañados y pantanos. Al sur del río se halla el departamento Arauca (Colombia) y al norte, en el estado Apure, el municipio Páez (Venezuela). Es precisamente en esta zona, en torno a la población llamada La Victoria, donde se han intensificado los combates entre la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y grupos irregulares a quienes distintas fuentes identifican como el Frente 10º de la disidencia de las FARC. Se trata de una región donde tiene un importante trabajo político la Corriente Revolucionaria Bolívar y Zamora, uno de los principales movimientos populares de Venezuela. De hecho, el alcalde del municipio Páez, José María “Chema” Romero es integrante de la CRBZ. Y uno de los máximos referentes de la organización, Orlando Zambrano, es diputado a la Asamblea Nacional en representación de la población del estado Apure. Por estas razones decidimos entrevistar a Orlando Zambrano, con el objetivo de conocer su mirada acerca del conflicto.

Diputado Zambrano, le pido que haga una contextualización del conflicto que se registra en este momento en la frontera. Entendemos que no se trata de hechos nuevos, pero en las últimas semanas, desde marzo de 2021, se ha agravado la situación. ¿Qué pasa en el estado Apure, específicamente en el municipio Páez?

Desde el 21 de marzo se ha iniciado la operación Escudo Bolivariano en el estado Apure, una zona de frontera con Colombia donde la FANB combate contra un grupo guerrillero que está vinculado al procesamiento y la distribución de drogas. Este sector está aliado al Estado colombiano, quien lo financia, lo protege y lo arma. Y por supuesto, al imperio norteamericano. En esta banda de narco-mercenarios hay gente que viene de formar parte un tiempo de las FARC, lo que se ha llamado como “las disidencias de las FARC”. Y  ese sector ha sido captado por el Estado colombiano, el imperio, y le dieron el papel de instalarse en Venezuela, inundar el país de droga para entonces el imperio norteamericano poder tener los argumentos para decir que Venezuela es un narcoestado y que Venezuela alberga a terroristas.

Esto no es nuevo: en el año 2019 el presidente [de Colombia] Iván Duque, en la asamblea de las Naciones Unidas, dijo que tenía una denuncia con cerca de 140 páginas donde —él decía– tenía fotos con coordenadas de campamentos de terroristas en territorio venezolano, cosa que no tuvo cómo comprobar. Posteriormente, la vicepresidenta de la República [Bolivariana de Venezuela] Delcy Rodríguez primero desmintió y luego presentó pruebas de campamentos ubicados en Riohacha, Colombia, donde estaban preparando terroristas para agredir a Venezuela. Allí estaba una persona venezolana que desertó de nuestro país, se pasó al bando de la derecha, que es Cliver Alcalá. Desde allí estaban planificando acciones terroristas para agredir a nuestro país, como sí se comprobó.

En Venezuela, desde enero [de 2021] se han venido dando golpes contundentes a este sector y se le ha incautado una gran cantidad de droga. Déjeme decir que desde que Venezuela expulsa a la DEA de nuestro territorio [en 2005] se han hecho incautaciones, se han desmantelado más de 280 campamentos, se han interceptado más de 180 avionetas: eso representa una cantidad que está encima de los 65 mil millones de dólares, que ha sido la pérdida de esta industria del narcotráfico en territorio venezolano. La acción que inicia el 21 de marzo 2020 es contra un grupo de narcos y de mercenarios a quienes le asignaron un papel de ataque bajo otra forma, que es lo que nosotros llamamos las formas de guerra híbrida, multimodales, que aplican sobre Venezuela. Lo que están aplicando a Venezuela con estos grupos narcomercenarios en La Victoria es lo que han hecho en Siria, es lo que han hecho en Nicaragua, donde han captado mercenarios para atacarlas. Entonces no es algo nuevo.

Inmediatamente que inician las operaciones en Venezuela, en La Victoria, sale el ministro de Defensa y sale la vicepresidenta de Colombia, Marta Lucía [Ramírez] a atacar a Venezuela. Todo el mundo sabe que la vicepresidenta actual de Colombia en una oportunidad pagó una fianza que oscila en 150 mil dólares para liberar a un hermano, que fue apresado en EE. UU. por vínculos con el narcotráfico. Pero también el esposo de la vicepresidenta de Colombia, Álvaro [Rincón], está vinculado con grandes narcotraficantes y grandes paramilitares colombianos. Entonces después de la operación Escudo Bolivariano se ha desarrollado todo el laboratorio de guerra psicológica para decirle al mundo que en Venezuela la fuerza armada está violando los derechos humanos y ha logrado el desplazamiento de grupos de familias, lo cual podemos decir que es totalmente falso. Primero, las acciones se están haciendo en territorio venezolano, por parte de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, apegada a las normas venezolanas, a nuestras leyes. Y en ningún momento se ha planteado la agresión o la violación de derechos humanos. Ahora, ¿quién viola los derechos humanos? El Estado colombiano hasta el momento tiene 7 millones de personas desplazadas por la violencia. Eso es parte de los resultados de ese Estado colombiano que quiere dar lecciones de derechos humanos acá en Venezuela.

Me gustaría indagar en el tema del narcotráfico. La CRBZ, en una de sus declaraciones, denuncia que este conflicto tiene que ver con el intento por parte del grupo irregular de “expandir su estructura de narcotráfico y economía del crimen”: ¿Qué rol ocupa hoy el territorio venezolano respecto al narcotráfico? ¿Es un lugar de producción? ¿De paso? ¿Qué actores participan en esto?

Quieren convertir este territorio en una zona controlada por el cártel de Sinaloa, donde la economía del crimen se consolida, se desarrolla y se va controlando el territorio; y eso cuenta con todo el apoyo del Estado colombiano y del imperio norteamericano.

Pues fijate, Colombia produce más del 70 por ciento de la droga que consume el mundo. EE. UU es el principal consumidor. Colombia pasó de 40 mil hectáreas de sembradíos [de cocaína] y ya está por encima de las 200 mil hectáreas sembradas de droga. No es casual que el 76% de las bases militares gringas que están en Colombia están ubicadas en los departamentos donde están los sembradíos de droga. ¿Qué te quiere decir eso? ¿Quién la produce [a la droga]? ¿Quién es el principal mercado?

La DEA es el principal cartel, establecen bases militares para darle un manto de legalidad bajo las normas internacionales para proteger a los carteles de droga. Entonces, ¿qué quieren hacer ahora? Usar nuestro territorio para pasar droga y ahí es donde nuestra fuerza armada está batallando, estamos peleando contra este grupo de narcos mercenarios.

Ustedes han señalado también la existencia de laboratorios de guerra psicológica, que incluyen a medios y ONG que desde el lado venezolano se articulan y reproducen una narrativa muy cercana al Estado colombiano y a EE. UU. Desde allí fundamentalmente han planteado dos temas: la crisis humanitaria, por un lado; pero también que la FANB está haciendo el trabajo al servicio de otras disidencias de las FARC o de otros grupos guerrilleros, esa es su tesis principal. Se habla de diferentes frentes, de Alias Arturo, de Alias Farley, de diferentes grupos y al menos desde fuera de Venezuela se trata de una situación que no está clara. En función de eso quería preguntarle qué actores participan y cuál es su visión sobre estas hipótesis.

Bueno, fijate. La frontera es un territorio muy permeable. Nosotros tenemos 2219 km y existen formas de corrupción, si no veamos lo que existe en la frontera entre México y EE.UU. No es tan fácil el control. El Estado venezolano está actuando contra grupos que pretenden establecer una estructura de narcotráfico en nuestro territorio. Y aquí lo decimos claro: no se está atacando a ningún movimiento revolucionario. Se está atacando a una banda de narcotraficantes. Ahora, si hubiere algún movimiento revolucionario traficando con droga, llámese como se llame, vamos a actuar con todo el peso de las leyes venezolanas.

Ahora… los laboratorios de comunicación, bueno, no es la primera vez [que dicen esas cosas]. La vicepresidenta de Colombia acaba de decir que en Venezuela hay narcotráfico. Mire, ¡si esa ciudadana está hasta los teque-teques, como decimos nosotros, metida con el narcotráfico! La historia de Alvaro Uribe y los vínculos con el narcotráfico son muy evidentes. Los vínculos con Pablo Escobar, los vínculos con los paramilitares. En una oportunidad [el jefe paramilitar] Salvatore Mancuso dio unas declaraciones y dijo que los paramilitares habían financiado la campaña electoral a la presidencia de Alvaro Uribe. Cuántas denuncias tiene Alvaro Uribe por falsos positivos, narcotráfico. En el año 1973 Belisario Betancourt destituye a Uribe de la alcaldía de Antioquia por los vínculos que tenía con el narcotráfico. Eso no es una cosa nueva. Ahora, los falsos positivos, el paramilitarismo y el narcotráfico son parte de la doctrina del Estado colombiano. Sobre eso gira toda esta situación. A nosotros no nos han podido voltear ni por procesos electorales, ni con guarimbas, ni con magnicidio, ni con golpes de Estado, entonces intentan captar a un sector disidente de las FARC para que agreda a Venezuela. Nosotros hemos resistido ataques, presiones y aquí estamos, porque tenemos lo más importante, que es la dignidad. Y la sociedad venezolana que en algún momento puede haber estado confundida, hoy sabe que quienes atacan tienen otros objetivos que no son los del bienestar social, los del bien común.

¿Cuál es la situación de la población actual? ¿Qué tareas se están realizando para asistirla? Y más allá de lo inmediato, ¿por dónde cree que pasa la resolución estratégica de este conflicto?

En la población de La Victoria, desde la Fuerza Armada, el gobierno regional, el gobierno municipal se están haciendo varios trabajos: por un lado la asistencia social, la reunión con comerciantes, la reunión con productores, lo que tiene que ver con la vialidad y otros temas; y por otro lado, aclarando también cuál es la situación de este conflicto que está ocurriendo en la frontera.

Entonces: la Corriente Revolucionaria Bolívar y Zamora, el Partido Socialista Unido de Venezuela, el alcalde [del municipio Páez] José María Romero, el gobernador [del estado Apure] Ramón Carrizalez están haciendo un esfuerzo grande de articulación, en el marco de lo que llamamos nosotros la unión cívico militar, para restablecer la normalidad en esta zona. La defensa de la paz, la defensa de la soberanía. Estamos en todo lo que es el trabajo social, el trabajo político, conversar con las personas, establecer los procesos organizativos en cuanto a encadenamientos productivos, formas asociativas, formas de resolución bajo el modelo de cogestión y de autogestión, para ir resolviendo los problemas puntuales en cada una de las comunidades.  Ese es el esfuerzo y el trabajo que venimos haciendo. Pero queremos dejar claro que en este momento lo que ocurre en La Victoria es una forma de agresión que busca escalar a un nivel superior del conflicto y por supuesto, desacreditar a la fuerza armada para dividir y que en la misma fuerza armada crezca la desconfianza. Frente a todo este cuadro, nosotros llamamos a la unidad nacional, a la unidad de los patriotas, a la unidad de los venezolanos, porque tenemos un enemigo externo que quiere usar nuestro suelo patrio para traficar drogas, cuando esto tiene un impacto negativo en la humanidad.

En cuanto a lo estratégico, la resolución del conflicto es algo que no podemos predecir. Lo que sí, nosotros apostamos a que se de en una forma que nos lleve a superar las dificultades. Y que el enemigo entienda que Venezuela es libre y que Venezuela es soberana. Cuántos ataques, cuántas agresiones hemos resistido. Y las seguiremos resistiendo. Frente a este escenario, este conjunto de situaciones, nosotros estamos dando esa batalla.

Reconocemos el esfuerzo de todas las expresiones organizativas, de todos los movimientos, de las organizaciones hermanas de muchos países que han manifestado la solidaridad, la preocupación de lo que está ocurriendo en Venezuela, en Apure. Esos lazos de unidad son recíprocos, porque nosotros también sentimos cuando nuestros hermanos son agredidos, son golpeados, en cualquier parte del mundo. Porque la injusticia se siente en el territorio en que uno habita pero en cualquier parte del mundo también; y una pérdida humana en Argentina, en Chile, en Brasil o en EE. UU. tiene el mismo impacto y el mismo dolor que en Venezuela. Nosotros creemos y estamos convencidos que este país hay que defenderlo, que la vida hay que preservarla y eso es lo que venimos haciendo desde la Corriente Revolucionaria Bolívar y Zamora.

Arriba

Reestructuración de la guerra, paz y alternativa política en Colombia
Un desafío regional

Introducción

La crisis del neoliberalismo y sus defensores en Colombia es profunda. Se resquebrajó el sentido hegemónico de la política dominante desde el inicio de la guerra en los años 60, que giró en torno al anticomunismo y la violencia, lo que se conoce como guerra contrainsurgente. Un orden que utilizó agudas piezas para estructurar un sentido común extendido en la sociedad de gran utilidad para la reproducción del poder, cualquier propuesta social o popular contraria al régimen de acumulación y explotación capitalista tuvo como respuesta todo el peso del Estado convertido en instrumento contrainsurgente.

Dicho quiebre no llega a la fatalidad para las derechas, siguen activas y con poder, aunque están viviendo la senilidad decadente de un régimen que tiene como última trinchera la violencia estatal en contra de las fuerzas populares, con el objetivo de impedir la consolidación de un nuevo proyecto nacional que supere y cierre el largo ciclo de dominación. La decadencia oligárquica explica el enorme gasto militar del gobierno de Iván Duque, que invirtió desde el 2019 cerca de US$ 9500 millones de dólares en equipamiento destinado a los escuadrones antidisturbios, y mantuvo el desproporcionado tamaño de las fuerzas armadas, en un contexto de alta disminución de la violencia luego de firmado el Acuerdo Final de Paz en 2016.

El auge de las movilizaciones populares, el ascenso del caudal electoral de movimientos de izquierda y la imposibilidad para sostener la narrativa de la guerra contrainsurgente le obligó a un sector del establishment a reestructurar la guerra, con un escenario caótico de alianzas (más difusas) entre el narcotráfico y los políticos locales, y una fragmentación mayor de las acciones rebeldes de los grupos guerrilleros que mantienen sus acciones. Un escenario distinto al vivido por Colombia antes del acuerdo final de paz del 2016, en ningún caso parecido al dibujado en las más de 300 páginas de ese tratado de paz, más bien atravesado por las intenciones bélicas del uribismo y del imperialismo, y por el crecimiento vertiginoso de las luchas sociales, con nuevos bríos, nuevas agendas de disputa y con mucha fuerza para cambiar el orden neoliberal.

Política y geopolítica de la reestructuración de la guerra colombiana

Con la firma del Acuerdo Final de Paz (AFP) se consolidó una etapa de cambios políticos y en particular de reestructuración de la guerra, abierta con el inicio de los Diálogos de La Habana en octubre de 2012. No obstante, algunos elementos del modelo de fuerza y el tipo de confrontación planteados cambiaron con la derrota del plebiscito en 2016, acelerándose en 2018 con el retorno del uribismo al gobierno.

Durante 2011 el entonces presidente Juan Manuel Santos puso en marcha un proceso de transformación de la doctrina militar cuya fase debía culminar en una fuerza modernizada, profesional y de carácter multidimensional, superando su especificidad contrainsurgente (aunque sin abandonarla)[1]. La solución política del conflicto con las fuerzas político-militares desafiantes del establishment era el principal escenario para arribar a la última fase, revertida por el gobierno Duque ante el incumplimiento del AFP, conduciendo a la proliferación de organizaciones paramilitares, la ruptura de los diálogos con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el crecimiento inusitado de otros grupos armados irregulares.

La firma del AFP promovía la desmilitarización de la sociedad, aunque no logró contener un cambio profundo de doctrina militar. Consecuentemente con la entrega de armas de las entonces FARC-EP, debían suceder el acuartelamiento del Ejército, la conformación de secciones especiales para desmantelar el fenómeno paramilitar y el empleo del instrumento militar sobre una postura de defensa nacional, no de seguridad interior como lo ha hecho durante décadas.

En contraste, el gobierno de Iván Duque ha generado las condiciones para reactivar una política de militarización y ha orientado todos los mecanismos institucionales para justificar su acción bajo dos argumentos: activar la “guerra contra las drogas” y derrocar la “dictadura de Nicolás Maduro”. Dentro del primero engloba (1) disidencias de las FARC, el ELN y otras organizaciones irregulares, (2) paramilitares (denominados como Grupos Armados Organizados Residuales, GAOR) y (3) comunidades cultivadoras de plantas declaradas ilícitas. Respecto al segundo argumento, ha sostenido un activo frente de asedio diplomático (que abarca el quiebre de relaciones comerciales con su principal socio comercial latinoamericano, al costo de perder un mercado de aproximadamente 2000 millones de dólares anuales) y la constante provocación militar, especialmente en zonas de frontera.

En este sentido, obtuvo el respaldo del gobierno de Donald Trump, quien, a pesar de aplicar recortes a la asistencia militar extranjera para América Latina, apoyó a Colombia y renovó las metas del Plan Colombia, acordando la reducción de la producción de narcóticos al 50% en cinco años, con el uso de la aspersión con glifosato y la persecución del campesinado cultivador. No obstante, las zonas donde existe el mayor despliegue militar siguen siendo las de mayor producción de drogas ilícitas y donde de forma correlativa se presentan mayor cantidad de asesinatos de liderazgos populares (1 muerte cada 3 días, en promedio, desde la firma del AFP). Otra parte de la instrumentalización de este modelo de subordinación a la política exterior estadounidense refiere al ingreso de 60 integrantes de la Brigada de Asistencia a las Fuerzas de Seguridad[2] (SFAB, por sus siglas en inglés) en junio de 2020 y su despliegue en dos puntos neurálgicos: Arauca y Catatumbo, ambos lugares fronterizos con Venezuela.

Con la superación del conflicto armado de alto impacto entran en disputa flujos de dinero equivalentes al 5,08 % del PBI[3] provenientes del narcotráfico, que se mueven en un 70% por puertos del Pacífico colombiano, en especial por el departamento del Cauca. Se debe observar que en las zonas de mayor violencia (cerca de 80 municipios del país, de 1102) las organizaciones populares se acogieron al programa de sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, pactado en el AFP, incumplido de forma dolosa por el gobierno de Duque. La actitud estatal puso a las comunidades rurales en la mira de los narcotraficantes y de la Fuerza Pública, que inició ataques aleves contra la población con la excusa de la erradicación forzada, y reactivó la fumigación con glifosato[4]. El Estado claramente aupó la violencia y contribuyó a mantener en alza los precios internacionales de los alcaloides. Cabe preguntarse si esa era de fondo su intención.

En esa dinámica de la reestructuración de la guerra, el control territorial está atado a la disputa política de grupos de poder que se nutren del narcotráfico y abonan a la estructura de poder conservadora. La paz y la democratización a la que conduce el AFP implican un cambio de posiciones de los partidos tradicionales, una reestructuración económica y un modo distinto de relacionarse con el creciente movimiento progresista. Al contrario, el terror busca inhibir la participación política, lo que reduce la capacidad de organización y transformación de las fuerzas progresistas y democráticas.

A pesar de la calamidad social que agravó la pandemia COVID-19, el oficialismo sostuvo un presupuesto de Defensa y Seguridad de más de 10 000 millones de dólares (el segundo más alto de la región[5]). Actualmente la agenda militarista se soporta en cuatro aspectos: 1) suspender la implementación de la doctrina DAMASCO, 2) la demostración de capacidades para el empleo en conflictos interestatales, 3) el proceso de renovación de la flota de combate aéreo para superar una desventaja que enfrenta con Venezuela[6] y 4) elevar el número de conscriptos.

Cambios en el contexto de la disputa política

El triunfo del uribismo en las elecciones presidenciales del 2018 significó un duro revés para todas las fuerzas populares, como puede corroborarse con la reestructuración de la guerra. Se impuso electoralmente el sector del poder colombiano ligado a la estrategia militarista de acumulación capitalista, que usa la violencia como factor decisivo de la disputa política y favorece a los grupos financieros nacionales e internacionales en su acción depredadora de los recursos naturales y del trabajo nacional.

Con determinación, las fuerzas ultraderechistas atacaron las bases del Acuerdo de Paz firmado entre el Estado y las FARC-EP, y dinamitaron las negociaciones iniciadas con el ELN. El uribismo no permitió la implementación de la reforma rural integral y de la sustitución de cultivos ilícitos, porque eso cambiaría la estructura de acumulación económica en la ruralidad, transgrediría los intereses de financiadores de los partidos de derecha y construiría un escenario de poder para las organizaciones del campo popular. Su pretensión fue continuar con el sometimiento de la sociedad con el miedo y la desmoralización de las fuerzas del campo popular y democrático.

Las experiencias latinoamericanas nos enseñan que el miedo y la desmoralización son dos fuerzas poderosas usadas por las derechas para evitar las transformaciones sociales. Espantan electores del progresismo, desalientan la participación y trivializan la acción política. En cada país lo adecuan a su antojo. La derecha colombiana, con ese propósito ha dirigido su arsenal de ataques en contra del Acuerdo Final de Paz, como estrategia para quedarse en el poder, alejando a las fuerzas del campo popular en su empeño por construir otro país. Edificaron un contexto de derrota y fracaso del Acuerdo, con el macabro y sistemático asesinato de líderes/lideresas sociales, con la lentitud en la implementación, el desconocimiento de lo pactado y un millonario marketing comunicacional.

Estos tres años de gobierno, el uribismo logró mostrar la paz como una ingenua quimera y la guerra como una inquebrantable estructura social. Volvió a desatar una desazón inoculada a millones de personas, incluso a curtidos militantes de la izquierda (no solo locales). Las derechas colombianas comprendieron que la paz no es su negocio y les impide frenar las olas de lucha popular ante la crisis neoliberal, al tiempo que reafirmaron su vocación por la guerra como único alimento para la reproducción de su poder, luego de décadas donde consolidaron un andamiaje de guerra psicológica y contrainsurgente capaz de poner ante sus pies el sentido común de la población.

Decir esto no invalida las discusiones en torno a la justeza o no de la rebelión, invita a pensar sobre otro eje de la discusión: las fuerzas populares colombianas tienen la necesidad de llegar al gobierno para promover la paz y los cambios democráticos de la economía, cambiar la estructura de poder que se nutre del saqueo y la desigualdad sustentadas sobre la montaña de muertes ocurridas durante los últimos treinta años de neoliberalismo, y en toda su estrategia de acumulación violenta del capital desatada desde mediados del siglo XX, con el abierto apoyo del imperialismo.

El uribismo generó un contexto para perpetuar la guerra híbrida y contrainsurgente. Sin embargo, sus resultados han producido muertes, pero no lograron convertirse en consenso social. La disputa por la paz tomó otros rumbos, distintos a los pensados por el uribismo e incluso por las fuerzas guerrilleras que firmaron el acuerdo. Desde el 2016, las movilizaciones sociales vienen creciendo, configurándose una resistencia al neoliberalismo en distintas capas sociales, en especial en los sectores urbanos que habían sido espectadores de la guerra, estaban alienados de antipolítica e inmovilizados, hasta que el proceso de paz corrió ese velo. La narrativa utilizada por la derecha en la guerra híbrida se agrietó, los males del país no eran provocados por la insurgencia, sino más bien por la permanencia de unas élites corruptas y violentas. El país no volvió a ser el mismo, algo cambió, aunque no sepamos qué con exactitud.

Como hipótesis, se puede decir que cambiaron un conjunto de factores simbólicos y políticos tras el cierre de una etapa de la guerra contrainsurgente que tuvo como centro a las FARC-EP, aunque se desplegó contra todo el campo popular. El miedo y la desmoralización se posó sobre grupos que militaron con fuerza la concreción del AFP y vieron frustrados sus imaginarios con el desarrollo de este, desazón que no permeó en los amplios sectores sociales de las ciudades que vieron desde lejos la concreción del acuerdo y asistieron al final de esa larga guerra fría a la colombiana, 26 años después de la caída del muro de Berlín. Esos sectores sociales tuvieron la capacidad de impulsar la concreción de una coalición política para las elecciones del 2022, un Pacto Histórico de las fuerzas populares para llegar al gobierno.

La resistencia a la guerra está contenida hoy en ese Pacto Histórico; y la estrategia para desarrollarla y convertirla en acción son las elecciones del 2022 y la movilización social/popular. La disputa actual por la paz, desde la izquierda, es más que exigir el cumplimiento del Acuerdo Final de Paz, aunque sea parte de su agenda, significa llegar al gobierno para realizar una transformación del país que incluya una profunda reforma rural, la democratización de la vida social, y construir las condiciones para cerrar el ciclo neoliberal. En ese sentido, el Acuerdo de Paz movió el tablero político, arriesgó el capital político de las insurgencias y permitió un salto adelante, aunque no como muchos y muchas lo pensaban.

La utopía de una nueva generación: ¿una nueva Colombia es posible?

Una nueva generación de jóvenes tiene a cuestas la dinamización de un nuevo momento político. Una juventud que no vivió el bombardeo mediático de la guerra contrainsurgente anticomunista (la extendida guerra fría aplicada en Colombia), ya que eran niños y niñas cuando el uribismo justificaba las masacres, el paramilitarismo, y las ejecuciones extrajudiciales, y llegaron a la mayoría de edad en medio del acontecimiento histórico más importante de los últimos tiempos: la firma del Acuerdo Final de Paz, luego de 60 años de guerra.

Jóvenes que llenan las calles reclamando derechos, y combaten en las redes sociales con muchos bríos, con pasión y sin miedo. No están dispuestos y dispuestas a ir a la guerra, pero tampoco pretenden dejar que otras personas lo hagan. Les importa el medio ambiente, muchos y muchas son animalistas y su agenda está marcada por la agenda de derechos feministas y LGBTIQ. Representan un extraño resultado de la globalización capitalista, pues están cada vez más inclinadas a transformar el orden social tatcherista y pinochetista del neoliberalismo. No sucumbieron a la seducción fascista del trumpismo, ni del uribismo, su conexión con las luchas afrodescendientes, campesinas e indígenas resultó más fuerte, quizás porque también se globalizaron las luchas de los sectores oprimidos.

El 9 de septiembre de 2019 dos policías mataron a golpes a Javier Ordoñez, un joven trabajador bogotano, tan solo por parecer sospechoso al circular en la noche en su barrio. Una imagen similar a la asfixia propinada contra el cuerpo de George Floyd en las calles de Minneapolis en EE. UU., asesinado por ser afrodescendiente y pobre. La muerte de Javier desató la indignación y marcó un antes y un después de la movilización social urbana en el país. Desde el bogotazo en 1948, tras el asesinato de Gaitán, no se había desatado la furia con tamaña fuerza.

La movilización social venía creciendo desde el 2016 y solo tenía como antecedentes recientes las luchas estudiantiles del 2011 y el paro nacional agrario del 2013. Durante décadas, la movilización y lucha antineoliberal estuvo sobre los hombros del campesinado, con un movimiento estudiantil universitario con apariciones esporádicas. El inconformismo, la pobreza, la pésima gestión gubernamental, el incumplimiento del Acuerdo de Paz y la violencia policial desembocaron en un paro total el 2 de noviembre de 2019, donde millones de personas salieron a las calles y desbordaron las expectativas del gobierno y de la izquierda. No llegó a ser un Caracazo, pero el cisma que produjo aún está latente, solo aplazado por la pandemia.

Ese dinamismo juvenil genera sin dudas un nuevo momento político, con una agenda política y social de repercusiones nacionales y locales, que tiene referentes políticos que hoy conforman una plantilla con la trayectoria y el respaldo social para llegar al gobierno. El campo popular se empieza a reunir en torno al programa de cambio, aunque existen todavía debates de las viejas generaciones, contaminadas de sectarismo, de anticomunismo y de miedo. Las fuerzas moderadas de la derecha tratan por todos los medios de ofrecer una alternativa al uribismo, para impedir que se concreten cambios, al tiempo que sectores de la izquierda siguen orientados por idearios vanguardistas, sin reconocer que las cosas han cambiado, quizás no como lo tenían previsto. Con esas dificultades, y con un militarismo acostumbrado a cogobernar con sus pares de derecha, tendrá que enfrentarse el movimiento del cambio, y esa nueva generación que lo vigoriza.

El camino de cambios en el país es lento, tiene el sello de la violencia política en contra de los sectores populares, al tiempo que la derecha mantiene una fuerza política manejada desde las regiones en conjugación con dineros ilícitos, el uso de dineros públicos para el clientelismo y el miedo que aún tienen algunas poblaciones. Sigue siendo un gran desafío para construir ese otro país desde abajo, esperando que la pujanza de las nuevas generaciones no decaiga en la desmoralización o el miedo, y que los liderazgos consolidados de la izquierda y el progresismo comprendan el tiempo histórico, y lograr lo inesperado para toda la región: que Colombia por fin le gane el pulso a la derecha más sangrienta y violenta del continente.

Arriba

Más allá de las fronteras de Colombia y Venezuela: paz y soberanía para el proyecto continental y global en disputa

La frontera colombo venezolana ha sido protagonista de numerosas situaciones de tensión desde que existe como frontera, incluso desde épocas coloniales. Pero es desde la irrupción del chavismo en Venezuela —como proceso popular y revolucionario— y con la llegada de su contracara en Colombia, el Uribismo como proyecto guerrerista narco-paramilitar, que esos más de dos mil doscientos kilómetros de frontera se han puesto al rojo en distintos momentos de las primeras décadas del siglo XXI. Los últimos picos de calentamiento deben entenderse en esa historia larga, mediana y corta para tomar noción de lo que implica ese territorio para estos dos pueblos hermanos, pero también para la región en su conjunto. Son en esas regiones límites, fronterizas en lo geográfico, político y cultural donde las estrategias imperiales y las dinámicas del capital muestran su expresión más descarnada y decadente, donde puede desencadenarse una espiral de caos que arrastre a toda Nuestra América a los designios de la destrucción.

A su vez, también son lugares de resistencia, de organización popular y de importancia estratégica si se asumen como una agenda común de todos los pueblos del continente, porque la paz en Colombia y la defensa de Venezuela son, para quienes padecemos y resistimos a la lógica del capital, una sola bandera de lucha porque esa paz y esa soberanía son una condición necesaria para lograr el Buen Vivir para todos y todas, por más lejos o más cerca que estemos de esa frontera.

Situación Mundial

El capitalismo atraviesa la que quizás sea una de sus mayores crisis sistémicas desde su surgimiento como sistema mundial. Una crisis multidimensional y estructural, con pliegues económicos, ambientales, políticos, morales y civilizatorios. Una crisis que bifurca sus posibles salidas entre dos opciones cada vez más contrapuestas: priorizar el cuidado de la reproducción de la vida, la integración de los pueblos, sus soberanías y la armonía con la naturaleza; o profundizar los modelos extractivistas y ecocidas, que privilegian la razón del capital por sobre la vida bajo el cínico eufemismo de “cuidar la economía” (que no es otra cosa que la defensa acérrima de la acumulación privada de unos pocos).

Esta crisis es causa, y no consecuencia, de la pandemia del Coronavirus, que ha develado y potenciado en todo el mundo los déficits de las sociedades de mercado, híper desiguales y con Estados que fueron maniatados por años de políticas neoliberales, que destruyeron los sistemas públicos de salud —allí donde existían— o simplemente destruyeron lo poco que quedaba para sostener el acceso a algún mínimo de derechos básicos. Lo que ha demostrado que la lógica del mercado sin control atenta contra la vida humana en todos sus niveles, y contra la vida en general.

Desde mediados de la década pasada, y producto de esta crisis de largo aliento, una fuerte contraofensiva imperialista y una ola conservadora azotaron con fuerza en Nuestra América. Avance que ha intentado restablecer la autoridad déspota del capital y la clausura de los márgenes de autonomía conquistados por nuestros pueblos durante la primera década del siglo XXI; y que puede enmarcarse en lo que algunos/as autores denominan “Dominación de amplio espectro”. Su objetivo es el control por parte del imperialismo norteamericano de una serie de territorios estratégicos que permiten el acceso a bienes comunes, cada vez más escasos, como minerales, hidrocarburos, flora, fauna y agua y que a la vez son territorios claves para la geopolítica del imperialismo, a la vez que se aseguran determinados pasos de suma importancia para el comercio internacional y el transporte de mercancías como el Mar Caribe, el canal de Panamá, el Atlántico Sur y la costa del Pacífico. Son territorios y bienes comunes que deben ser controlados militar y políticamente en un mundo que se mueve entre fuertes disputas por la hegemonía global y en una región que no deja de ser el laboratorio más interesante de procesos sociales y políticos alternativos al sistema-mundo capitalista.

En este esquema de dominación se proponen múltiples estrategias para controlar los elementos de la supremacía estadounidense y para contener a los antagonistas, con énfasis en informaciones y conocimientos útiles para la guerra asimétrica y preventiva. La Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de la Defensa (Defense Advanced Research Projects Agency), «traduce la superioridad en información en poder de combate». La ciencia y un gran número de formas de creación y apropiación de conocimientos pasan a ocupar un lugar esencial en la guerra. En ese camino, es preciso subrayar el amplio abanico que va desde las nuevas tecnologías hasta las investigaciones en campos de frontera. El territorio y su reconstrucción son esferas privilegiadas para el hegemón, ya que no hay dominación sin control territorial, pero este control no es solo la instalación de fuerzas armadas sino, y principalmente, la instalación de visiones de mundo acordes a los intereses del capitalismo norteamericano, que logran encontrar en los principales medios de comunicación sus principales propagadores.

Pero este despliegue que podría considerarse como una expansión de fuerza sin límite es expresión de una decadencia de largo aliento: por primera vez en sus casi quinientos años de historia el capitalismo mundial empieza a descentrarse de su eje atlántico. Si se hace foco en las continuidades históricas, cada época de transición de la hegemonía global se ha caracterizado por un incremento de la competencia interestatal e intercapitalista, por la agudización de las luchas sociales dentro de cada formación social nacional y por estar precedida por un momento financiero expansivo que a la vez expresa el agotamiento de la economía real. Estos momentos bisagra han estado asociados, también, a ciclos bélicos altamente destructivos, como la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVIII, las Guerras Napoleónicas en el siglo XIX y la I y la II Guerra Mundial en el siglo XX.

Esto explica no solo la dinámica actual de las guerras comerciales entre China y Estados Unidos sino también las luchas por el predominio global entre estos bloques; el ablandamiento de la alianza atlántica de norteamericanos y europeos, sus crisis internas respectivas y el resurgir de fuerzas fascistas y ultraconservadoras en su seno; y el agravamiento de núcleos de conflictividad política regional en las zonas de influencia de potencias de primer y segundo orden en pleno ascenso. Podemos mencionar, a modo de muestra, los acontecimientos en Yemen, en Cachemira, la escalada en Ucrania, en Armenia y la tensión creciente en el mar de China.

Economía de la guerra

Según un informe publicado por SIPRI (Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo) en marzo de 2021, los cinco mayores exportadores de armas en 2016-2020 fueron Estados Unidos, Rusia, Francia, Alemania y China.

Las exportaciones de armas estadounidenses crecieron un 15 por ciento entre 2011-2015 y 2016-2020, aumentando su participación mundial del 32 al 37 por ciento.  En el período 2016-2020, las exportaciones totales de armas de EE. UU. fueron un 85 por ciento más altas que las de Rusia, el segundo mayor exportador, en comparación con una diferencia de un 24 por ciento en 2011-2015. Las exportaciones combinadas de armas de los Estados miembros de la Unión Europea (UE) representaron el 26 por ciento del total mundial en 2016-20.

En América Latina, el mayor mercado de colocación de estas armas producidas en el llamado “primer mundo” está en Colombia, una de las evidencias del lugar prioritario que ocupa la guerra en su economía. Pero no solo se trata de vender armas, sino que con ellas sostienen al menos tres aparatos de extracción para la acumulación de capital global: el narcotráfico, el latifundio agrícola, la minería e hidrocarburos; todo esto a través del control por la fuerza de los territorios campesinos e indígenas.

La pieza que cierra el juego son las siete bases militares que EE. UU. posee en Colombia, estructuras que no solo le dan soporte logístico y formativo al ejército colombiano y a las estructuras paramilitares sino que hacen lo propio con las fuerzas militares en la región, promoviendo ejercicios y maniobras militares conjuntas. Estas operaciones militares son, por un lado, demostraciones de fuerza del neocolonialismo y, por el otro, fuerza concreta de garantía de extracción de recursos de la cuenca amazónica y amedrentamiento contra los gobiernos de la región, sobre todo aquellos que no están alineados a las políticas imperialistas, como Venezuela, que ha sido amenazado varias veces con movilizaciones de tropas y ejercicios de guerra.

Se trata entonces de un triple negocio: mercado de armas, extractivismo natural y control geopolítico. Y está compuesto de un poderoso entramado de fuerzas políticas: el gobierno de EE. UU. y todos los lobbies de los conglomerados de armas, minas, petróleo, narcotráfico y biodiversidad; la oligarquía colombiana y todos sus circuitos latifundistas, contratistas mineros, petroleros y todos los circuitos especulativos comerciales, financieros en inmobiliarios que se generan en conexión al narco. Por supuesto, todo ello con aparatos militares que actúan como dispositivos feudales de control territorial: los grupos paramilitares, el narco y el ejército.

La importancia de la paz en Colombia y la defensa de Venezuela para Nuestra América: paz y soberanía como imperativos éticos

Durante décadas, el pueblo colombiano ha levantado la bandera de la necesidad de construir un país en paz y con justicia social como una bandera fundamental para consolidar una democracia real donde la guerra no sea el pan de cada día, como lo es hace más de sesenta años. Con el inicio en 2012 de los Diálogos de Paz de La Habana, la paz empezó a cobrar una importancia nunca antes vista en la agenda continental, que, con el paso de los meses y años, iba involucrando a cada vez más países y sectores sociales en el debate de lo que el fin del conflicto político, social y armado implicaría no solo para Colombia sino a nivel continental.

Hasta entonces, el elemento característico del gobierno colombiano era el de ser el país más alineado con Estados Unidos en la región, jugando el rol de gendarme o policía que protegía —en lo que considera su «patio trasero»— los intereses que podrían verse afectados por el fortalecimiento del proceso de unidad que se construía desde una perspectiva de soberanía continental, fundado en ese mítico NO AL ALCA en 2005, donde nuestra región le dio un portazo categórico a los intentos imperialistas de adueñarse de los bienes y recursos de nuestro continente.

Basta con ver las intervenciones del gobierno de Uribe Vélez para concluir cuál era su rol en dicha cumbre, y cuál rol continuó cumpliendo en los años posteriores que, hasta hoy, 15 años después, siguen mostrando que es todo menos inocente. Durante los años siguientes, los esfuerzos del Comandante Hugo Chávez y de Fidel Castro no fueron menores en lo que consideraban la prioridad continental para lograr consolidar el proyecto de unidad de la Patria Grande: conseguir, por fin, la paz en Colombia, tarea de la que se apersonaron de una forma muy próxima, tanto que finalmente los diálogos de paz con una de las guerrillas del país se hizo gracias a las negociaciones que impulsó Hugo Chávez y que se desarrollaron en Cuba, teniendo a ambos países como países garantes y acompañantes de este proceso.

Esta importancia estratégica que ya veían Chávez y Fidel en lo que implicaba Colombia para la región, y que excede por mucho las fronteras del país, se nos aparece hoy como más vigente que nunca. En el marco de un contexto de asedio inhumano y feroz del imperialismo en contra de la Revolución Bolivariana, a través de todas las estrategias posibles de guerra híbrida, y mezclando libretos de Rambo con operetas mediáticas de pésima calidad, el conflicto perpetuado por la oligarquía colombiana al incumplir lo firmado en La Habana y no continuar las demás mesas de negociación a las que ya se había comprometido, vuelve a golpear de cerca la realidad continental. En especial, a partir de la instalación de la narrativa errada de los Acuerdos de Paz como un fracaso, que sin duda abona a la continuación del incumplimiento de estos por parte del Estado y hace aún más difícil retomar el diálogo con el ELN.

La situación de la frontera colombo-venezolana, así como el permanente asedio político, diplomático y bélico del gobierno colombiano en cabeza de Iván Duque contra Venezuela son muestra de la profunda e inescindible vinculación que tienen los dos países. Lo que sucede de un lado de la frontera está indefectiblemente destinado a impactar del otro lado. Solo de esta forma es posible comprender que un conflicto tan antiguo y tan enraizado en el proyecto político de la oligarquía colombiana y la intervención norteamericana, que se niegan a pasar la página de la guerra, pueda impactar en los países con los que limita, así como sucedió en 2008 en Ecuador y como hoy sucede en Venezuela.

La permanente negativa del Estado colombiano a implementar los acuerdos de paz firmados en 2016 y a continuar la negociación con el ELN ha generado un recrudecimiento del conflicto, que hoy ha atomizado una serie de grupos armados que operan en ese territorio y que exportan ese conflicto tan doloroso para el pueblo colombiano hacia otras fronteras. De esta manera, llevan a las poblaciones de la frontera el sufrimiento que han implicado los terroríficos métodos de guerra y de control territorial ya experimentados en Colombia durante toda su historia, pero en particular desde la década de 1980 con la agrupación a nivel nacional de grupos paramilitares como las AUC y sus diversos modus operandi de tortura y disciplinamiento social. Esa negativa, acompañada por el proyecto imperialista de los Estados Unidos sobre Venezuela, son los ingredientes de un cóctel perfecto de asedio: instrumentalizar un conflicto descompuesto y mostrar al pueblo venezolano como el protagonista de una guerra que no le pertenece.

Es en este sentido que desde nuestra Articulación Continental ALBA Movimientos planteamos que la consolidación de la paz en Colombia es la mejor manera de proteger y defender la soberanía de la Revolución Bolivariana. De lo contrario, el conflicto colombiano va a impactar de forma permanente y continua en Venezuela; y la oligarquía colombiana, cada vez más feroz y cada vez más sumisa ante los intereses imperialistas va a hacer lo necesario para quedar bien con el gobierno de turno de Estados Unidos, aunque le cueste muertos y muertas a ambos lados de la frontera.

Colombia hoy, con un gobierno uribista, continúa siendo el principal articulador de la derecha continental, cuyo principal eje aglutinador es, sin duda, el ataque sistemático a la Revolución Bolivariana. Sobre este nodo han construido el Grupo de Lima, el Prosur, la Alianza del Pacífico, para consolidar un cerco alrededor de la Venezuela bolivariana. Solo de esta manera es posible entender el apoyo del gobierno colombiano al autoproclamado Guaidó y a todos los planes desestabilizadores contra Venezuela, incluida por supuesto la Operación Gedeón, protagonizada por mercenarios, el interés del recién electo presidente de Ecuador Guillermo Lasso en reunirse antes que nadie con Iván Duque, la admiración confesa del «intelectual» Mario Vargas Llosa por la Colombia de Uribe, y el apoyo de este ex presidente a la candidatura de Keiko Fujimori para las elecciones en Perú.

Pensar en la posibilidad de una Colombia que ya no juegue este rol en el escenario continental puede modificar de una manera radical las correlaciones de fuerza para la consolidación de un proyecto de unidad de la región que le dé la espalda a los intereses de los Estados Unidos. Esa Colombia, una que implemente los acuerdos de paz y que continúe otras negociaciones iniciadas, es fundamental para el avance de los proyectos progresistas de nuestra región.

Por su parte, Venezuela sigue siendo el principal objetivo en el radar geopolítico del imperialismo en la región. Aunque haya cambiado su gobierno, EE. UU. continúa impulsando el llamado “cambio de régimen”, violentando la soberanía nacional venezolana y participando de forma abierta en una guerra multidimensional. Una ofensiva imperialista apoyada por un grupo de gobernantes de la región, encabezada por el presidente colombiano Iván Duque, que utilizan la amenaza de uso de la fuerza y practican un bloqueo brutal de alimentos y medicamentos, con ilegales sanciones, acusaciones judiciales, embargos, para desestabilizar la política interna de Venezuela. El mantenimiento de la guerra económica, las sanciones y el bloqueo económico a la República Bolivariana de Venezuela se mantiene y el reconocimiento a fuerzas con escasa representación interna parece ser parte de las herramientas desestabilizadoras que EE. UU. se empecina en mantener, a pesar de que electoralmente tengan poco peso dentro de Venezuela y su legitimidad internacional sea casi inexistente.

En ese sentido, la unidad continental debe tener como protagonistas a la paz y a la soberanía como un imperativo ético y estratégico. Hablar de América Latina y el Caribe como territorio de paz implica la construcción de un proyecto de justicia social y la defensa de la soberanía de los pueblos de todo el continente.

Desafíos para los movimientos populares

Los movimientos de toda la región deben comprender el conflicto de Colombia y su desborde hacia los países limítrofes, en particular hacia Venezuela, como un problema de toda Nuestra América y no solo como «el problema de Colombia» o «la defensa de Venezuela». La estabilidad y posibilidades de avanzar hacia nuevos proyectos políticos y sociales con participación e igualdad dependen de que se logre sacar a Colombia de esa dinámica guerrerista neoliberal que se quiere esparcir en toda la región. Los esfuerzos por lograr mayores niveles de unidad dentro de Colombia y la unidad entre movimientos de ambos lados de la frontera es imprescindible como paso hacia la unidad continental. Esa unidad no pasa solo por los análisis de lo que sucede en zonas de conflicto, sino que implica el avance hacia propuestas organizativas, políticas y económicas que trasciendan los nacionalismos y regionalismos. La defensa de los territorios ante los ataques de las multinacionales, de los grupos mercenarios y del narco pasa indefectiblemente también por la resolución de problemas estructurales de la población.

El absurdo del enfoque solamente de región queda expuesto si reconocemos que el mundo al que nos enfrentamos da signos de crecientes niveles de caotización, con niveles inauditos de desigualdad y de despojo y tensiones en aumento, que podrían acabar en conflictos bélicos de proporciones, sino mundiales, al menos regionales. De hecho, Colombia es una expresión de eso. La estrategia del imperialismo norteamericano ha venido generando caos para controlar dividir sociedades para operar sobre conflictos internos y perpetrar su saqueo, o ampliar el espiral de conflictividad en las regiones de sus enemigos estratégicos. La estrategia del “nido del Avispón” descrita por Edward Snowden ya se ha aplicado en Oriente y Africa. Los resultados se pueden ver en Irak, en Siria, en Libia, por mencionar algunos casos. Esta es precisamente la estrategia que parecen buscar replicar en la frontera colombo-venezolana, aprovechando las particularidades históricas y actuales.

En este marco, los movimientos populares de nuestra región tenemos el desafío de enfrentar estos intentos del imperialismo de perpetuar la guerra en nuestra región desde una estrategia comunicativa, que busque disputar estas matrices de opinión de instalación de narrativas sobre lo que sucede en esta frontera y en el resto del continente.

Adicional a esto, un posicionamiento en pos del multilateralismo pluricéntrico tiene que ir de la mano con la unión de los pueblos de la Patria Grande, la paz mundial con la paz en la región, porque si hay un terreno fértil para desatar el caos en Nuestra América es en regiones de fronteras conflictivas, y entre ellas, la de Colombia y Venezuela tiene todos los elementos que requiere el imperio para desatar su plan.

Es más que pertinente traer al presente la lectura que planteó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) sobre los objetivos para lograr construir una “América como territorio de paz y libre de armas nucleares”. En esta plantea un llamado urgente y unánime para que se logre el restablecimiento de relaciones diplomáticas y comerciales entre Colombia y Venezuela, la implementación del Acuerdo Final de Paz en Colombia con las FARC y que se avance en el mismo sentido con el ELN, la desarticulación del paramilitarismo y el respeto a la autodeterminación de los pueblos.

Finalmente, para el debate latinoamericano y caribeño vale la pena preguntarnos entonces: ¿Es posible modificar la situación en Colombia, que a la fecha continúa con un gobierno pro imperialista y que ha proclamado el mandato neoliberal a través de un modelo centrado en la guerra para sostener el narco, la extracción natural y el control imperial de la región? ¿Podemos forzar un cambio político en Colombia que no ataque la soberanía de Venezuela bolivariana y que se ocupe de la paz con justicia social? ¿Podemos construir una Colombia que apueste a la integración en función de los intereses del Sur y deje de ser un referente del neoliberalismo en su peor versión? Nuestra historia nos enseña que enrumbar el futuro del pueblo colombiano por el camino de la paz con igualdad y justicia social no se logrará solo con un cambio de gobierno; sin embargo, después de tanta muerte y sangre derramada nos queda claro que detener al uribismo debe ser una causa frente a la cual debemos cerrar filas junto al pueblo colombiano y detrás de él, en múltiples frentes de lucha, todos los pueblos de Nuestra América, en unidad con movilización y disputa electoral para sacar al uribismo creemos que debe ser la consigna del momento.


[1]      Siguiendo el modelo estadounidense, el Ministerio de Defensa creó el Comando de Transformación Ejército del Futuro (COTEF), responsable de diseñar una nueva planeación estratégica de largo plazo (2030) y realizar los ajustes para una nueva doctrina que llamaron DAMASCO.

[2]      https://www.celag.org/comando-sur-en-colombia-guerra-anti-narcoticos-y-control-regional/

[3]      Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) se estima que en 2019 Colombia produjo 1200 toneladas métricas de clorhidrato de cocaína.

[4]      El mismo Congreso de EE. UU. y diversos organismos de monitoreo han concluido que dicha estrategia ha fracasado. Las únicas consecuencias observables sobre la afectación de las áreas de cultivo han sido contra la salud de las comunidades rurales y en favor del incremento del precio de los narcóticos.

[5]      Véase el informe anual del Stockholm International Peace Research Institute – SIPRI, disponible en https://sipri.org/sites/default/files/SIPRI-Milex-data-1949-2020_0.xlsx

[6]      Aunque no está definido con qué empresa se haría la compra, la Comisión de Defensa y Asuntos Exteriores del Congreso de Colombia dio a conocer que se trata de inversión de 6700 millones de dólares para adquirir 24 aviones supersónicos tipo cazabombardero.