Natalia Hernández Fajardo

 

La irrupción social: un deseo colectivo impostergable

En plena pandemia, cuando a través de esta se expuso con mayor nitidez la compleja realidad de desigualdad, exclusión, discriminación y empobrecimiento que enfrentan amplias poblaciones en Colombia, se produjo el estallido de una protesta popular de carácter inédito por la masividad de su convocatoria en todo el territorio nacional, luego de que el gobierno de ultraderecha de Iván Duque anunciara un paquete de reformas neoliberales: la reforma fiscal, junto con la reforma laboral y de las pensiones, que depositaría toda la carga de la crisis económica sobre los sectores populares (Bernal y Ortiz, 2022).

En este trabajo propongo explorar las interconexiones entre las luchas populares y los feminismos plurales[1] que emergieron en el marco de este levantamiento popular, y que sentó las bases para reconfiguraciones políticas y sociales a partir de la confluencia entre el descontento incontenible de generaciones jóvenes de barrios populares, coordenadas feministas y el legado de formas de lucha antineoliberales lideradas por comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes, en un contexto caracterizado por la torsión reaccionaria y fascista del neoliberalismo, en articulación con políticas de Estado y modos paraestatales y criminales de acumulación y gobierno de los territorios.

A continuación buscaré hacer visibles los modos en los cuales la confluencia entre prácticas, miradas y horizontes de lucha participaron de este estallido social (2021) que representa un clivaje en la historia política de este país, y que requiere para su comprensión, desenmarañar la complejidad del contexto, en sus cruces y efectos mutuos entre las problemáticas estructurales y las nuevas configuraciones de violencias con componentes de género, clase y raza, así como el acumulado de resistencias que se han consolidado a lo largo de los años y han configurado, también, este escenario de posibilidad.

 

Frente a dinámicas de acumulación y despojo, el paro

La convocatoria del paro nacional del 28 de abril[2] de 2021 emerge del descontento social acumulado (Cortés Ramírez, 2022), producto de una dramática crisis humanitaria, socioeconómica, política y ecológica, que se agudizó por la falta de condiciones dispuestas por el gobierno para hacerle frente a la pandemia por COVID-19 y su aprovechamiento de la cuarentena para radicalizar dinámicas extractivistas que reactivaron el ecocidio en los territorios más afectados por su ubicación geoestratégica, mientras en las ciudades se profundizaba la precarización de sectores populares, que afectó de forma específica a las mujeres y jóvenes más pobres y racializadas. Frente a la negligencia del Estado, sectores populares y organizaciones feministas implementaron formas autogestionadas de enfrentar la crisis, revalorizando las tareas de cuidado y sentando bases para la revuelta.

Las principales protagonistas de las protestas fueron las juventudes de las zonas más periféricas, marginadas y empobrecidas de las ciudades, los “no futuro” de los barrios estigmatizados tal como los define Lozano (2022), que no cuentan con ningún tipo de garantías laborales y de seguridad social, se ganan la vida en el trabajo informal y en su mayor parte son hijes de migrantes expulsados de los territorios negros e indígenas por la guerra (Lozano, 2022), algunxs de elles defensores territoriales, que han portado consigo historias de resistencia y que apuestan a reconstruir el tejido social y a la conservación de prácticas culturales propias (León y Lara, 2017). Estxs jóvenes conformaron las primeras líneas y sostuvieron los puntos de resistencia con apoyo de grupos étnicos. En este escenario fue notable la incidencia del entramado entre prácticas políticas desplegadas por organizaciones de mujeres y disidencias feministas, en conexión con los sentidos, consignas y estrategias de lucha de las comunidades afrodescendientes, indígenas y campesinas. Del encuentro y emergencia de nuevas subjetividades surgió un frente de resistencia colectiva ante la brutal represión desatada por el Estado colombiano, el cual brindó un tratamiento de guerra contra la protesta social que se desarrollaba mediante cortes de ruta, marchas masivas, ollas comunitarias, asambleas populares, cacerolazos, muraleadas, recitales y partidos de fútbol en las calles.

La potencia de la participación política de carácter feminista en esta insurrección popular y su convergencia con las diversas subjetividades de aquellos “que se cansaron de no ser y están abriéndose el camino” (M. Rozental, citado en Escobar, 2016), resuena con los procesos de movilización feministas en la región impulsados desde Argentina, Chile y Ecuador. Pero emerge, a su vez, imbricado, con las especificidades del contexto colombiano atravesado por un conflicto armado que tiene sus raíces en la reticencia de grupos económicos a realizar reformas sociales necesarias, y que por el contrario ha implementado múltiples modalidades represivas que van desde la criminalización de la protesta hasta el uso de la violencia directa para impedir la movilización popular (Pizarro, 2019); escenario que se complejizó con la conformación de los escuadrones paramilitares privados[3] y que parece recomponerse a cualquier intento de pacificación de la mano de intereses hegemónicos, donde también, y en asociación con lo anterior, se ha producido una articulación ejemplar entre el narcotráfico y el modelo neoliberal.

Esta articulación se ha instalado en las instituciones del Estado y la política, reforzando las dinámicas de precarización en beneficio del capital rentístico, extractivo y financiero por medio de la militarización de los territorios bajo la directrices de los fondos de empréstito internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, intensificando prácticas de saqueo, despojo, desplazamiento de poblaciones y afectando principalmente a comunidades indígenas, poblaciones negras, campesinas y a los sectores populares urbanos.

Tanto las raíces del desborde social como el acervo de recursos desplegados por las luchas populares durante el estallido social se encuentran en el carácter sistemático y estructural de múltiples violencias asociadas con el modelo de acumulación capitalista, colonialista y patriarcal, y en la profundización de políticas neoliberales de corte racista, clasista, etnizadas, generizadas y particularmente ensañadas con las generaciones jóvenes, que han convertido la cotidianidad de muches en una experiencia invivible; como también se hallan, en los procesos de resistencia que vienen desarrollando organizaciones sociales, comunitarias, los movimientos populares y los movimientos feministas, repotenciados al calor de la marea feminista que desde el Cono Sur se desparramó por el mundo con su determinante deseo de transformarlo todo.

 

En lugar del olvido, memoria. Colonialismo, feminismo y resistencias

Las relaciones neocoloniales han impuesto el modelo de desarrollo extractivista en los cursos de vida de poblaciones multiétnicas y pluriculturales, quienes representan en sí mismas modos de existencia que confrontan con el modelo capitalista y, por lo mismo, se encuentran en constante conflicto con los grandes poderes. Como contraparte, comunidades indígenas, afrodescendientes, campesinas, sectores populares urbanos, y dentro de estos principalmente los cuerpos feminizados, son receptores de violencias sistemáticas en la carrera por la apropiación de sus territorios-cuerpos, debido a la importancia estratégica que representan en términos militares y económicos, ya sea para engrosar las regalías del narcotráfico, para el extractivismo minero energético, la agricultura extensiva, o como parte de los procesos de explotación del “trabajo vivo” del extractivismo ampliado (Gago y Mezzadra, 2015).

Muchas de estas dinámicas se sustentan sobre la convicción de una superioridad racial y cultural que se afincó con la dominación capitalista, colonialista y heteropatriarcal en Colombia desde los procesos de conquista hasta nuestros días, y que consiguió incidir en la definición del poder político y la configuración del Estado nación, situando a poblaciones racializadas, etnizadas y empobrecidas, más allá de las periferias, no solo en referencia a las geografías, sino a la situación permanente de producción de expulsión social (Lozano, 2022). Esto se refleja en las formas que adopta la profundización de la desigualdad que se ha agravado desde hace veinte años por los sucesivos gobiernos neoliberales, pero que se sostiene sobre una arraigada estructura de la tenencia de la tierra, el capital y la naturalización de la marginación. Aquí, la pobreza extrema que alcanza a siete millones y medio de habitantes, se concentra en las regiones donde habitan en su mayoría población negra e indígena. Lo cual explica mucho del por qué Cali, la ciudad con la mayor concentración de población afrodescendiente de Colombia y la segunda en América Latina después de Salvador de Bahía en Brasil (Lozano, 2022), se transformó en el epicentro del estallido social de 2021.

Este fenómeno se asocia con una de las principales problemáticas que enfrentan los sectores populares del país: los desplazamientos forzados[4] a causa del conflicto armado, estimulando el crecimiento de las periferias urbanas. La población desplazada en las ciudades enfrenta la violencia del desempleo, la continua precarización y la financiarización de la vida cotidiana, mientras siguen sufriendo violencia del Estado, del Ejército, de grupos paramilitares y del narcotráfico que ha conseguido territorializarse en pequeña escala (Claros, 2017). Para las mujeres de los pueblos indígenas y de las comunidades negras, debido a la exclusión y marginación que recae sobre los grupos étnicos bajo las estructuras socioeconómicas discriminatorias y racistas, el desplazamiento conlleva a una triple discriminación: por ser mujeres, indígenas o negras, y desplazadas, lo cual repercute en la integración de sus redes sociales y comunitarias de apoyo.

Bajo esta misma lógica de la discriminación basada en el racismo y la diferencia sexual en función de la economía capitalista (Federici, 2015) en el marco de paradigmas bélicos que hacen parte de las nuevas formas de guerra y que se caracterizan por el predominio de la informalidad paraestatal y la violencia corporativa, los cuerpos de las mujeres se convierten en objetivo estratégico como “documento eficiente de la efímera victoria sobre la moral del antagonista” (Segato, 2016: 61). Muchos de los hostigamientos que los actores armados emprenden con la intención de ocupar los territorios adopta la forma de agresiones sexuales contra los cuerpos de las mujeres, convirtiéndolos en parte del “botín de guerra”[5] usado para fracturar las estrechas relaciones que vinculan sus cuerpos con las cosmovisiones de las comunidades, porque entienden que ellas son parte fundamental de los procesos de resistencia al despojo (Claros, 2017)[6]. Esta realidad es conceptualizada por las mujeres como el efecto que produce la triada patriarcado, capitalismo y colonialidad en sus cuerpos-territorios: “El patriarcado le hace a nuestros cuerpos lo que las economías extractivas le hacen a nuestros territorios” (XIII Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe. Perú, citado en Red Popular de Mujeres de la Sabana 2017: 42).

Al genocidio y etnocidio que afecta de forma diferencial a mujeres indígenas y afrodescendientes, se suma la invasión estructural destinada a la expropiación de los territorios y recursos, condensándose en una patriarcalización del territorio (Haesbaert, 2020) que instituye la desigualdad de género en contextos que muchas veces representan espacios de vida con alto valor simbólico y afectivo para las comunidades; transformándose, según el pacto entre las definiciones jurídico políticas de la propiedad occidental y los intereses de grupos hegemónicos, en espacios dominantemente masculinos en función de economías extractivas o neoextractivas donde la instalación de empresas produce el aumento de violencias y control sobre los cuerpos de las mujeres (Haesbaert, 2020).

Contrastado el espejismo de institucionalidad democrático proyectado ante la comunidad internacional, Colombia representa “patrones de exclusión históricos, encontrados en muchas partes de Latinoamérica, pero rara vez con esa profundidad” (Escobar, 2011: 80). De hecho, el ejercicio de poder se ajustaría más a un tipo de necropoder, en el que la violencia patriarcal se expresa en forma de dueñidad o señorío a partir de la expansión de lo paraestatal como esfera de control de la vida bajo una administración mafializada de los negocios, la política y la justicia, sin desvincularse del orden global y la geopolítica (Segato, 2016). Mientras que en otros países de la región se consolidaba un nuevo escenario político tras las dictaduras con gobiernos democráticos en los noventa, y posteriormente gobiernos populares y progresistas, en Colombia por el contrario no solo se producía un continuismo de las políticas conservadoras, sino un reforzamiento de políticas neoliberales, acompañadas por la intensificación de rasgos autoritarios con componentes criminales y mafiosos.

En este contexto, la intervención, denuncia y caracterización de la situación de las mujeres urbanas y rurales desarrollada por organizaciones de mujeres y feministas ha sido fundamental frente a los impactos de la guerra y el recrudecimiento de las formas neoliberales, patriarcales y militaristas de violencia y los efectos específicos que provocan sobre los cuerpos y vidas de las mujeres y disidencias.

 

Debates y acciones feministas en tiempos de conflicto

En el mes de julio de 1981 más de doscientas feministas se daban cita en Bogotá en el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe que buscó articular un feminismo latinoamericano en medio de un periodo caracterizado por una intensa lucha estudiantil vinculada en gran parte con procesos revolucionarios regionales. De ahí que muchas de las asistentes se encontraran vinculadas con actividades políticas, y que uno de los ejes centrales problematizara la doble militancia entre partidos y movimientos de izquierda y la militancia feminista. Otros temas que aparecieron con fuerza fue el lesbianismo como opción política, el aborto, la maternidad libre y voluntaria, y la igualdad salarial. En este espacio surgió la declaración del 25 de noviembre como el Día Internacional de la NO violencia contra la mujer.

En el mismo periodo, la socióloga feminista Magdalena León, pionera en estudios de la mujer, desmentía mitos sobre el proceso de desarrollo en Colombia, que soportados en datos estadísticos aseguraba que solo el 4 % de las mujeres en el sector rural eran económicamente activas. En contraste con estas cifras, demostró que el trabajo de la mujer rural en lo productivo y reproductivo arrojaba índices superiores al 50, 60 y 70 %. Además, evidenció que en cada hogar rural había por lo menos una mujer que había migrado a la ciudad y se encontraba trabajando generalmente en casas de familia. Sus investigaciones y ejecución de proyectos han sido fundamentales en la lucha por los derechos de las trabajadoras domésticas, influyendo en la conformación de sindicatos como la Asociación Unión de Trabajadoras del Hogar remuneradas ULTRAHOGAR, una apuesta colectiva con la que mujeres negras cuidadoras han buscado ganarle al racismo (León y Lara, 2017). De la convergencia entre este trabajo adelantado por académicas y la lucha de las trabajadoras domésticas, se logró incidir en materia legislativa, con la aplicación de seguridad social.

Si bien todas estas cuestiones fueron de gran relevancia para las organizaciones de base feministas, entramadas con el dinamismo político de la época y dada la agudización del conflicto interno, la agenda de las organizaciones se enfocó en el cruce entre violencia intrafamiliar y la violencia sociopolítica, formas de participación, organización y movilización social en defensa de los derechos humanos. La Organización Femenina Popular fundada en 1972 en Barrancabermeja durante el auge de la teología de la liberación es referente de estos procesos. En 1996 lanzaron la propuesta Movimiento Social de Mujeres contra la Guerra y por la Paz, y además de afianzar un perfil como defensoras de los derechos humanos integrales, son bien conocidas por una serie de acciones políticas: vigilias, marchas de la luz y la creación de una campaña nacional e internacional llamada la Marcha del Ladrillo, destinada a la reconstrucción de una de las casas de encuentro que fue derribada luego de amenazas paramilitares. Esta organización en la cual participan mujeres desplazadas ha representado un espacio fundamental para las víctimas del paramilitarismo.

En ese mismo año (1996), surgía en Medellín la Red Feminista Antimilitarista, un escenario político juvenil en el que se reflexiona críticamente hasta hoy sobre la guerra y el militarismo, se construyen alternativas para la organización comunitaria y se diseñan acciones políticas desde la calle. En línea semejante, la Corporación de Mujeres Ecofeministas COMUNITAR, surgida en 1987 en el Cauca, también viene trabajando en la relación entre afectaciones de la guerra y la violencia sobre los cuerpos de las mujeres y los territorios, insistiendo en la desmilitarización. La Ruta Pacífica, el movimiento Madres de la Candelaría son otras de las tantas organizaciones que emergieron durante estas décadas y con objetivos similares.

Pero fue con el recrudecimiento del conflicto y la violación a los derechos humanos que acarreó la firma del Plan Colombia[7] y los años de gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), que surgiría la organización Madres Falsos Positivos de Colombia, una de las experiencias organizativas de colectivos compuestos por mujeres más emblemáticas por su resistencia y lucha frente prácticas sociales genocidas desplegadas desde el Estado.

El gobierno de Uribe se caracterizó por la implementación de la Doctrina de Seguridad Democrática, un programa que, bajo la bandera de la erradicación de las guerrillas vía confrontación armada, selló la copresencia entre tecnologías bélicas y neoliberales. En la práctica implicó el despliegue de medidas de excepcionalidad, persecución, criminalización y exterminio de cualquier expresión de protesta popular que confrontara con el establishment (Vega Cantor, citado en Beltran y Caruso, 2021).

Este mandato es responsable tanto del afianzamiento del ascenso de un grupo social que se amalgamó con las elites regionales y tradicionales del país (Claros, 2017) desde donde surgió la narcopolítica[8] y se establecieron mecanismos a través de los cuales la guerra impone dinámicas para perpetuarse, principalmente porque desempeña un rol prominente tanto para los fines de acumulación como para la expansión del fascismo social[9]; como de la puesta en marcha de un paradigma con el que apuntaron a la reorganización cultural de la sociedad sobre una retórica neopatriótica que definió una “otredad negativa” bajo el supuesto de una supervivencia entre “iguales” a costa de la eliminación de ciertos “enemigos”, tendencialmente corporizados por les otres interiores de la nación: “mujeres pobres, los negros, los pueblos indígenas, los disidentes” (Segato, 2016: 51), pero también  jóvenes de sectores populares.

Así se escribió uno de los capítulos más dolorosos de la historia de la violencia estatal en este país: el caso de los mal llamados “falsos positivos”, como se nombró mediáticamente a los asesinatos extrajudiciales llevados a cabo por miembros del Ejército Nacional, quienes en el marco de la campaña contrainsurgente secuestraron jóvenes de sectores populares, engañados con falsas promesas de trabajo y luego presentados como caídos en combate[10]. Esta práctica sistemática de alcance nacional se hizo de público conocimiento por la lucha de sus madres en contra de la impunidad. Las Madres Falsos Positivos de Colombia en lugar de ceder al quiebre de solidaridades, repolitizaron los vínculos filiatorios de maternidad en el orden público, y de forma similar a como lo hicieron décadas atrás en Argentina las Madres de Plaza de Mayo, construyeron una respuesta colectiva que excede sus intereses particulares y las ha aproximado a otras luchas sociales[11]. Con su trabajo han conseguido visibilizar un entramado de corrupción institucional, han contribuido en el desmantelamiento de la desaparición forzada, en la desactivación de prácticas sociales genocidas[12] y en la deslegitimación de los gobiernos de ultraderecha. La lucha que desplegaron y continúan sosteniendo cada día y en adversas condiciones, por la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición ha sido determinante en la indignación colectiva que suscitó la emergencia de los levantamientos populares de los últimos años en Colombia.

 

El cuerpo-territorio y las historias de desacato frente a la narrativa oficial

Cuentan indígenas del pueblo Nasa que «la cacica Gaitana, luchó fuertemente contra la invasión española, resistió contra todos los ataques que se estaban dando desde el mundo de occidente, desde el mal llamado descubrimiento de América. Su lucha nos dejó un lema muy importante: la defensa de la vida y el territorio […]» (Tattay Bolaños, 2012: 215).

Si partimos de que “toda violencia que se comete hacia las mujeres es una violencia política y social”, aquellas de carácter colonial-extractivista que se ejercen sobre comunidades para quienes “la unidad entre cuerpo y territorio es una clave de la vida en común” (Quiroga, 2020: 55), podemos afirmar que “la guerra contra las mujeres podría replantearse como la guerra contra los personajes femeninos y feminizados que hacen del saber del cuerpo un poder” (Gago, 2019: 68-69). Saberes-poderes, que operan en situaciones concretas, evalúan, generan estrategias para la acción “tanto en el repliegue defensivo como en la persistencia del deseo de desobediencia” (Gago, 2019: 68-69).

Si ese saber del cuerpo como poder implica desplegar técnicas corporales entendidas como las maneras en que las personas en cada sociedad hacen uso de su cuerpo en una forma tradicional, porque no hay técnica ni transmisión sin tradición (oral, mágica y ritual de determinados actos) (Mauss, 1971) y, además, de situar al cuerpo como el primer territorio refiere a la relación con la materialidad del entorno. Desde ahí es posible comprender la relevancia que tienen para estas comunidades dos elementos entreverados: la ancestralidad y la tierra, como fundamentos centrales para las luchas indígenas, afro y campesinas en el contexto actual (Escobar, 2016).

Dos experiencias ilustran esta relación: por un lado, la lucha desarrollada por las mujeres de la comunidad negra La Toma, encabezada por la lideresa social, ambientalista y afrofeminista Francia Márquez; y, por otro lado, la lucha del pueblo Nasa.

En 2014 Francia Márquez junto a más de ochenta mujeres de su comunidad ubicada en el Norte del Cauca, se movilizaron contra la minería ilegal de oro y en defensa de la minería ancestral-tradicional. En múltiples entrevistas Francia Márquez ha sostenido que “las mujeres de su pueblo cuidaban a la tierra y el río con el mismo amor maternal con el que cuidan a sus propios hijos” (Quiroga, 2020). En esta afirmación se aprecia como desde las experiencias de las mujeres de estas comunidades se produce un encuentro entre las concepciones que integran sus cosmovisiones y delinean las coordenadas de acción y relación con el mundo humano y no humano, y con las luchas que despliegan en sus territorios frente a dinámicas neoextractivistas.

En medio de condiciones de precariedad, las madres y abuelas enseñan a les niñes desde edades muy tempranas a ver a los lugares que habitan como territorios de vida, estableciendo un vínculo tan profundo con la tierra desde su nacimiento cuando se entierra el cordón umbilical como parte de fijar desde la raíz la conexión entre la persona y el territorio. Este legado implica saberes y valores tradicionales que se traducen en prácticas de cuidado del territorio y la comunidad como espacio de vida, porque como dicta el principio Ubuntusurafricano “soy porque eres”, significa que “nada existe sin que exista todo lo demás” (Escobar, 2016: 5). Por eso la consigna que acompañó sus reclamos fue y sigue siendo “el territorio es la vida, y la vida no se vende, se ama y se defiende”. Rudy Amanda Hurtado-Garcés cuenta que desde este universo de referencia, la ombligada es la práctica ancestral con la cual se da inicio al proceso de socialización en función de mantener la vida colectiva como parte de la coexistencia con otres inmersos en un lugar, el territorio, entendido como campo simbólico, de producción y reproducción, como espacio de liberación que resulta de la dialéctica entre la vida y la tierra permitiendo la existencia[13].

Otras comunidades también entierran su ombligo, como el pueblo Nasa localizado en la zona andina del suroccidente de Colombia, en donde la herencia de “la Gaitana” se encuentra más vital, porque los acuerdos que logró entre pueblos para “confrontar al invasor de una manera material y espiritual” recuerdan cinco siglos de despojo, pero también cinco siglos de resistencia (Almendra, 2017). Estos tejidos están vivos, en la memoria histórica que sirve como “referente ancestral y por esas luchas hoy seguimos tejiendo palabra para caminar” (Almendra, 2017).

Dentro de este legado de resistencias se inscribe el compromiso con la liberación de la Madre Tierra como principio, pero también como proceso en sentido práctico que incluye una agenda concreta de recuperación de tierras con el objetivo de desintoxicarlas “desamarrándolas, desmercantilizandoas”, liberándola “del capital para liberarnos nosotros” (Almendra, 2017: 110). Estas acciones como desafío práctico emergieron desde la organización ACIN con autoridades indígenas del Cauca y contó una importante solidaridad nacional e internacional para enfrentar las reformas legislativas y los ajustes estructurales que tenían como propósito privatizar bienes comunes; y que, aunque se arrastraban desde los años 90, con el gobierno de Uribe Vélez se intensificaron.

A partir de estas experiencias, se comprende por qué los feminismos indígenas, afro y campesinos afirman “Mi cuerpo, mi primer territorio”[14]. Este entramado fue sistematizado por el feminismo con el concepto cuerpo-territorio conectando el contexto empírico de las categorías prácticas de los pueblos indígenas y afrodescendientes, con las resistencias frente al neoextractivismo protagonizadas en su mayor parte por mujeres. El cuerpo como corporeidad relacional puede tratarse como territorio, porque si bien se distingue de acuerdo al ambiente de involucramiento, nunca se encuentran disociados: en él se produce una alianza íntima entre cuerpo, territorio y tierra. Implica placeres y la construcción de saberes liberadores, pero también la defensa histórica del territorio porque “no es posible concebir el cuerpo de las mujeres sin lugar en la tierra que dignifique su existencia” (Haesbaert, 2020).

Este concepto contrasta con la noción liberal del cuerpo como propiedad individual y privada (Gago, 2019). Bajo esta lógica, lo que motivaría las violaciones impersonales en el marco de conflictos bélicos sería un intento de captura, un intento por poseer ese yo particular como unidad básica última y como estrategia de ataque a los procesos de resistencia de los pueblos, conscientes en algún grado de la trascendencia de sus vínculos entre elles y el entorno; sin embargo, podría decirse que este intento resulta  infructuoso como totalidad, en la medida en que el cuerpo-territorio como esquema relacional de interdependencia para la posibilidad vital, no termina en un “uno” porque es invariablemente con y a través de otras partes, y en ese sentido no solo se encuentra siempre dotado de ideas fuerza (recursos, afectos, posibilidad y memorias) (Gago, 2019), sino también sería en alguna medida inapropiable. En medio de condiciones de terror “el esclavo es capaz de demostrar las capacidades proteicas de la relación humana a través de la música y del cuerpo que otro supuestamente poseía” (Mbembe, 2016: 34).

En este diagrama de interconexiones multiescaleres, el cuerpo-comunidad-tierra-memoria es territorio de rebeldías. Dijo Francia Márquez cuando recibió el premio Goldman “soy parte de un proceso, de una historia de lucha y resistencia que empezó con mis ancestros traídos en condiciones de esclavitud” (Quiroga, 2020:32, la bastardilla es mía), sin dejar de señalar las prácticas contemporáneas de esclavitud en Colombia, como las que se llevan a cabo en cárceles, entretanto en el 2017 durante “el paro cívico, social y pacífico desde la marcha africana en Cali y en medio de marimbas y tambores retumbando, arengaba el ‘pueblo no se rinde carajo’” (León y Lara, 2017).

El concepto cuerpo-territorio no solo pone en evidencia la explotación como territorios comunes, sino también sitúa al cuerpo como territorio extenso, como materia ampliada que pone en relieve unos saberes del cuerpo, que son a su vez territorios de alianzas. Por esta razón dice Verónica Gago, es una “idea fuerza que surge de ciertas luchas pero que tiene la potencia de migrar, resonar y componer otros territorios y otras luchas” (Gago, 2019: 93). En este sentido, la referencia a la tradición involucrada en la unidad cuerpo-territorio-tierra no implica una definición fija o invariable, por el contrario, si bien las identidades se construyen y se tejen con un arraigo en el territorio, “no quiere decir que solo se de en lo rural, el territorio se puede resignificar, las personas desplazadas de su lugar resignifican un espacio donde también se hace vida, se hace relación”[15].  Así también es posible que “la Gaitana”, la figura de la mujer que gobernó en los territorios cercanos a Timaná en los Andes, quinientos años más tarde, continúe presente en el imaginario popular, convertida en símbolo de identidad, su nombre hoy es adoptado por organizaciones feministas, sindicatos, frentes guerrilleros.

Podemos afirmar que estas configuraciones son potentes prácticas para despatriarcalizar y descolonizar. Cuando la madre entierra el ombligo lo hace entre las cenizas de la tulpa, el espacio ancestral de análisis y reflexión en el que el pueblo Nasa fortalece el Wet Wet Finzenxi (buen vivir), que también puede ser una tulpa de mujeres “concebida como un espacio para la construcción de conocimiento, de investigación” para la “reflexión sobre el feminismo indígena” (SEÑAS, citado en Vanegas y Cárdenas, 2017), en donde se problematiza la distancia entre teorías y prácticas, entre las discusiones y la cotidianidad, y en donde también como expresó la lideresa Nasa Avelina Pancho, se ha reflexionado sobre algunas tendencias que han percibido dentro del movimiento feminista el cual tiende a “homogeneizar la lucha de las mujeres bajo un solo perfil […], relegando las necesidades y visiones de carácter cultural, lingüístico y social que otras culturas poseen” (Gallardo, 2012 en Vanegas y Cárdenas, 2017).

La definición de que “la recuperación y defensa del territorio, pasa por el primer reconocimiento de que el cuerpo de las mujeres ha sido expropiado históricamente” y por lo cual “es primordial como principio feminista de mujeres comunitarias, la recuperación de este primer territorio de energía vital” (Entrevista a Marylen Serna, vocera del Coordinador Nacional Agrario [CNA] en Vanegas y Cárdenas, 2017: 85) ha venido acompañada de reflexiones sobre los feminismos.

Para el Comité de Mujeres de la Asociación Campesina de Inzá Tierradentro: “el discurso que se construye no debe ser de arriba hacia abajo, sino que las transformaciones y reflexiones se construyen de abajo hacia arriba” (ACIT, 2013, como se citó en Vanegas y Cárdenas, 2017). Esta organización comunitaria de mujeres campesinas del Cauca creada en el 2001 que abrazan lemas como “autónomas y libres”, “resistimos a la guerra”, “sembremos comunidad, cosechemos soberanía”, desde el 2017 identifican sus prácticas como feministas: “creemos que nuestro trabajo es feminista, encontrarnos en las cocinas, en las huertas, en el trabajo, desde el trabajo en el territorio donde podemos hablar entre nosotras es un espacio feminista, feminista campesino” (Encuentro Comité de Mujeres ACIT, citado en Vanegas y Cárdenas, 2017: 97).

Paralelamente, las organizaciones de mujeres también se han propuesto propiciar espacios de diálogo interculturales trascendiendo fronteras de lo identitario y étnico. Mujeres afrodescendientes, indígenas y campesinas se han venido encontrando reconocieron diferencias entre sus procesos organizativos, compartiendo experiencias y estrategias de lucha, además de dar lugar a reflexiones sobre asuntos culturales, tradicionales y sobre la urgencia de la construcción de paz (Vanegas y Cárdenas, 2017).

Queda expuesto cómo en defensa de los territorios ante la avanzada del capital global neoliberal y de las lógicas —propias de la modernidad— del individualismo y del consumismo, surgen, no sin tensiones, desde los mismos espacios de encuentro, diálogos e intercambios entre los movimientos étnico-territoriales latinoamericanos, entre regiones y procesos distintos al interior de Colombia y entre una pluralidad feminista, referencias práctico-teórico-políticas, que se nutren de coordenadas ancestrales, pero no se limitan a ellas, y van consolidando un pensamiento autonómico, en el cual las nociones de lo comunal son el pilar de la autonomía. Aquí, el pensamiento de la tierra, vinculado a la territorialidad que tiene que ver con la conciencia que toda comunidad posee sobre la relación entre la Tierra intrínseca, con la propia existencia, y la de otros seres vivos, configura o hace parte de ontologías o mundos relacionales (Escobar, 2016), otros modos de existencia[16], de desear, que permean e intercambian territorios urbanos, suburbanos, rurales.

Si la primera década del siglo XXI estuvo caracterizada por el aplacamiento de los procesos organizativos sobre todo vinculados al movimiento estudiantil y sindical a causa de la represión estatal, paraestatal y de la presión de capitales nacionales y transnacionales, fue fundamental la efervescencia y la lucha política desplegada por el movimiento indígena, campesinas, afro y dentro de estos por las mujeres. Fue ejemplar la Consulta popular en contra del TLC en el 2005, que logró frenar por cuatro años la firma del Tratado de Libre Comercio entre Colombia y EE. UU. y sentó precedentes en el país en términos del derecho de las comunidades a decidir sobre el destino de los territorios; la organización del espacio comunitarios de lucha como la Minga[17] interétnica e intercultural, que surgió en el 2004 como una propuesta política y de acción indígena, con perspectivas de aliarse con otros sectores sociales y territoriales; los Tejidos para la Vida en la región del Cauca; el surgimiento de procesos organizativos como Marcha Patriótica (2010), el Congreso de los Pueblos (2010) a nivel nacional, y el fortalecimiento del Proceso de las Comunidades Negras organización surgida en 1993.

 

La paz sin mujeres no va

Como hemos visto hasta aquí, la construcción de poder, desde la base de mujeres populares, incluye como temas centrales el abordaje de las distintas violencias que se ejercen sistemáticamente sobre sus cuerpos feminizados y sus comunidades, la lucha contra el modelo económico y la defensa de la paz como parte de la defensa del territorio y de la vida.

En las negociaciones que precedieron a la firma de los Acuerdos de Paz (2016) entre el gobierno del expresidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), se incluyó como característica excepcional el enfoque de género. Este logro que no tiene antecedentes en ningún otro proceso de paz suscrito previamente en el mundo, es el resultado de la lucha histórica de mujeres organizadas, aquellas que han sido víctimas del conflicto, quienes se propusieron circunscribir de forma activa la participación de las mujeres en este proceso con la consigna “La paz sin mujeres no va”, como parte de sus reclamos por la visibilización y reconocimiento como sujetas políticas que vienen organizándose y generando herramientas para asumir las vocerías de sus propias voces (Claros, 2017).

Pero también surgió de la Subcomisión de Género en la Mesa de Conversaciones de la Habana, Cuba, de la que hacían parte mujeres representantes de las FARC-EP, quienes se propusieron cuestionar las lecturas victimizantes sobre la participación de las mujeres en el conflicto político, social y armado colombiano, conformando una apuesta feminista propia que llamaron “Feminismo Insurgente” liderada por Victoria Sandino (vocera de las FARC-EP en la Subcomisión), desde donde recuperan su experiencia como combatientes de un grupo armado.

La relevancia de estas medidas es evidente, incluso en la arremetida que desencadenaron los partidos conservadores y las iglesias evangélicas, quienes realizaron una ardua campaña de desprestigio contra lo que llamaron “ideología de género” y en defensa de la familia patriarcal hegemónica. Sin embargo, pese a estas reacciones desfavorables para la implementación de políticas públicas que respondan a las necesidades de las mujeres, los debates que se generaron dentro de las organizaciones y movimientos sociales y que fueron promovidos por las mismas mujeres, contribuyeron a construir una superación de la visión reduccionista de la paz, entendiendo que esta no puede dejar de lado los aspectos estructurales causantes de un conflicto que persiste desde la conquista, y en donde el Estado más que cumplir un rol garante de los derechos, ha actuado como dinamizador de la violencia. Así fue como lo manifestaron integrantes de la Asociación Casa Cultural el Chontaduro que hace parte de la Red de Mujeres de Oriente de Cali, para quienes la construcción de paz implica justicia social, económica, política y cultural, a partir de una construcción más integral, que contemple lo cotidiano y lo territorial como problemáticas que afectan su realidad   (Colombia Informa, 2015). Resulta muy significativo que la negociación y acuerdos “permitieron renovar las demandas e incorporar otras reivindicaciones, como los temas ambientales, territoriales, de derechos humanos, de género y étnicos, entre otros” (Caruso y Beltrán, 2021).

Por otro lado, el proceso de paz produjo un nuevo escenario político porque consiguió desmontar el concepto del “enemigo interno” y condujo a una reactivación de la movilización social a partir de la interpretación de algunas organizaciones que vieron en el momento, una apertura política. Menciono algunas de las movilizaciones y procesos más relevantes: el movimiento estudiantil en el 2011, el paro agrario en 2013, la conformación de la Cumbre Agraria, Étnica y Popular, las movilizaciones del 2016 en defensa del Acuerdo de Paz, las huelgas de maestros y los paros cívicos en la Costa Pacífica, las movilizaciones estudiantiles y el paro nacional universitario en el 2018 (Caruso y Beltrán, 2021).

 

Pandemia y resistencias

El antecedente más próximo del estallido social fue el paro nacional convocado en noviembre del 2019 mientras transcurría el primer año de gobierno del presidente Iván Duque. Centrales obreras, organizaciones sociales, indígenas, afrodescendientes, campesinas y estudiantiles se movilizaron contra un proyecto de reformas (laboral, tributaria, financiera y pensional), en rechazo al total incumplimiento en los procesos de implementación de los acuerdo de paz y frente a la dramática situación humanitaria[18].

Desde estas movilizaciones masivas donde se pudo apreciar nuevas modalidades de acción colectiva (como cacerolazos, iniciativas artísticas de distintos tipos, formas novedosas de organización territorial, entre las que se destacan las asambleas barriales), surgió un Comité del paro nacional encabezado por las centrales obreras y organizaciones sociales y políticas que entraron en tensión con otros sectores que expresaron la necesidad de generar nuevas formas de representación, organización y vocería (Caruso y Beltrán, 2021). Luego del breve receso que impuso la cuarentena y a causa de esta, se reactivaron nuevamente las movilizaciones, esta vez, impulsadas por la crisis alimentaria y sanitaria que puso al descubierto la estructura elitista y racializada de las instituciones, destapó la precariedad del 47,8 % de la población que vive del trabajo informal y de los ingresos que generan a diario. Mientras el gobierno, como denunciaron pueblos indígenas y afrodescendientes, usaba la pandemia para acelerar la entrada de megaproyectos extractivos multinacionales en los territorios, en los barrios populares de las ciudades la situación se reducía a “morir de hambre o morir por covid”, bajo la falsa dicotomía sostenida por el gobierno: economía o salud.

Como en zonas rurales la ayuda nunca llegó, las comunidades y organizaciones rurales llevaron a cabo sus propios protocolos de seguimiento, protección y atención. Claramente con límites, a causa del desabastecimiento de suministros y equipos sanitarios, pero esta articulación sirvió para fortalecer la consolidación de redes de autonomía alimentaria (Caruso y Beltrán, 2021), y ante todo propició aproximaciones entre procesos regionales.

Por su parte, las mujeres de sectores populares en las ciudades enfrentaron una nueva crisis de cuidados, muchas quedaron desempleadas. Sin embargo, a través de la emergencia sanitaria que puso en el centro del debate lo que sostiene la vida (los territorios del cuidado), muchas acompañaron las protestas contra el hambre desplegando estrategias y formas de trabajo cooperativo. Lo que supone desde una perspectiva feminista recombinar lo que la lógica del capitalismo y la división social del trabajo ha dividido: la producción, reproducción y consumo, desprivatizando la reproducción por medio de la puesta en común o colectivizando el trabajo doméstico y el trabajo cotidiano, rompiendo el aislamiento de la vida del hogar, para generar una producción de los comunes, entendiendo bien común como “la apuesta en común de los bienes materiales [que] supone un mecanismo por el cual se crea el interés colectivo, además de lazos de apoyo mutuo” (Federici, 2013: 291). Todo esto se ha ido condensando, como planteó Francia Márquez, en un cuestionamiento desde lo cotidiano de los “extractivismos como locomotoras del desarrollo, sus modelos, ideales de vida, abriendo espacio para imaginar sistemas productivos agroecológicos desde las economías populares, comunitarias, circulares y feministas” (Facultad de Ciencias Sociales UBA, 2021, 1:10m54s).

Las organizaciones feministas en Colombia, contrarrestaron la negligencia del Estado con articulaciones entre organizaciones feministas y sociales, generando dispositivos para proveer seguridad alimentaria a través de rutas de emergencia construidas desde abajo, usadas para la entrega de mercados, pero también para el rastreo y acompañamiento de violencias de género[19]. En las ollas comunitarias se problematizó la sobrecarga de tareas de cuidado sobre las mujeres y los cuerpos feminizados desde redes como TodasSomosTodes[20] o con consignas como “mi trabajo en casa también vale porque es aporte social y económico”[21], que habían madurado a través de los trabajos de las organizaciones feministas pero que adoptaron nuevas formas y desafíos en medio de la crisis y las cocinas comunales en la calle. Estas redes de apoyo, en clave de la economía de cuidado, brindaron contención emocional y social de forma colectiva, y fortalecieron estrategias que potencian las otras economías a través de la recuperación de espacios para la siembra y la plantación colectiva, creando procesos de convergencia organizativa entre subjetividades diversas afectadas por el modelo neoliberal.

 

Cocinando un país para la vida digna

Considero que estas experiencias desplegadas tanto en los territorios rurales como en zonas urbanas fueron la antesala del levantamiento popular de 2021. Más que ensayos, consolidaron proximidades, instalaron debates y horizontes de lucha, en donde las prácticas y reflexiones teóricas feministas junto con las comunitarias de organizaciones indígenas, campesinas y afrodescendientes ganaron espacio gracias a la deslegitimación del gobierno por escándalos de corrupción y sus vínculos con la narcopolítica, el abuso de poder por parte de la Fuerza Pública[22], el agotamiento de la narrativa guerrerista y las arbitrariedades injustificables cometidas contra una población llevada a los límites, junto con la exhibición de las políticas de un gobierno derechista desconectado de las necesidades de amplios sectores del país.

Pero también, es el resultado de la migración de ideas fuerza, de territorios que se amplían a través de alianzas (Gago, 2019), como ilustra la escena con la que se inauguró el paro nacional que derivaría en el estallido social: el derribamiento de la estatua del conquistador y violador de mujeres indígenas, Sebastián Belalcázar. Entre gritos y cuerdas, indígenas Misak no se proponían con esta acción juzgar el pasado colonial, violento, racista, desigual y jerarquizado con los ojos y valores del presente, sino desmontar la vigencia de las herencias del colonialismo y racismo en las sociedades contemporáneas (Pérez Benavides y Vargas Álvarez, 2020). Así como fue transversal el levantamiento popular en Colombia, el derribamiento de estatuas coloniales también se desparramó por todo el país. Acompañadas con la consigna “a tumbar para avanzar” estas acciones interpelaron no solo a las poblaciones indígenas, sino a las diversas subjetividades subalternizadas que participaron de la insurrección popular.

De esta manera, como posibilidad de movilización desde abajo, se vienen consolidando tejidos mediante distintos tipos de alianzas entre pobladoras urbanas, indígenas, campesinas, negras, con identidades de género y orientaciones sexuales diversas, desde la multiplicidad étnica y cultural y desde los distintos espacios sociales y territoriales, con el propósito de generar apuestas políticas para enfrentar la discriminación que se expresa bajo diferentes sistemas de opresión[23]. Entretejiendo experimentación social y disputa de poder en los territorios en defensa del cuerpo-territorio como modo de “recomunalizar la vida” frente al avance extractivista (Escobar, 2018), estas tramas surgen a partir del reconocimiento de esta pluralidad de expresiones culturales, políticas, de género que implican distintas formas de entender y relacionarse con lo colectivo, el territorio, la naturaleza, pero que coinciden en la importancia de colocar la reproducción de la vida humana y no humana en el centro de la lucha popular frente a políticas de muerte.

Este encuentro entre polifonías de sentidos de lucha deviene de la profundización en la comprensión crítica de la realidad social a partir de la investigación y construcción de conocimientos desde las prácticas cotidianas, experiencias organizativas y saberes situados que emergen como expresiones propias de los contextos, pero particularmente de los espacios de intercambio interculturales entre regiones y procesos desde una perspectiva feminista. Esto ha implicado no solamente disputar espacios al interior de los procesos políticos en los que participan mujeres y disidencias, sino también incidir en la relación con los movimientos más amplios que a su vez construyen redes que articulan en diferentes escalas (Red Popular de Mujeres de la Sabana, 2017).

Si bien las movilizaciones quedaron fuertemente rezagadas después de la brutal violencia desplegada por el gobierno contra la protesta social —y aunque distintas instancias internacionales condenaron este accionar y pese a esto continúen los señalamientos, asesinatos de líderes sociales, persecuciones de jóvenes manifestantes y periodistas— hay logros históricos. Sin duda uno de los más importantes es la aprobación de la despenalización del aborto hasta la semana 24 de gestación luego del fallo a favor de la Corte Constitucional de Colombia el 21 de febrero del 2022, lo que no habría sido posible sin el

incremento en la conformación tanto de organizaciones de base de mujeres, como de plataformas que las agrupan, junto con el aumentado en la vinculación de mujeres a organizaciones mixtas […] instalando debates sobre las condiciones de desigualdad para las mujeres y otros géneros en las distintas esferas de la vida, incluyendo la misma organización, así como su visibilización de sus condiciones y reclamos (Claros, 2017).

En este momento en Colombia se están reconfigurando nuevas formas de lucha, reiventando y deseando nuevas institucionalidades a partir de la resensibilización de los cuerpos-territorios que proponen los feminismos negros e indígenas, porque las comunidades piensan a los lugares que habitan como territorios de vida, y este fundamento central para las luchas indígenas y negras es profundamente feminista, anticapitalista y representa infraestructuras sólidas de contrapoder popular ante las arremetidas expansivas del neoliberalismo, resignificando la relación privado-público y las formas como se especializa el cuidado, las maternidades, las ideas de desarrollo.

De manera que la articulación entre el movimiento feminista, las luchas de las mujeres negras, indígenas, campesinas y de sectores populares ha sido muy importante frente a los desafíos que hoy la juventud colombiana está asumiendo. Enhebrando y relanzando saberes-poderes que portan las mujeres mayoras, con la creatividad, fuerza y alegría que les jóvenes movilizan; de la mano también de “la lucha de las mujeres urbanas [que reconocen] esa relación que los pueblos indígenas, afrodescendientes y las mujeres en lo rural mantienen con la tierra y la naturaleza como parte fundamental de la vida” (Vanegas y Cárdenas, 2017).

Entender de qué forma crecen, se transforman y conectan estas luchas, abriendo posibilidades de transformaciones políticas, institucionales y sociales, desde múltiples prácticas y perspectivas feministas en los diferentes territorios, con antimonumentos como la escultura de La olla comunitaria construida por jóvenes en los barrios en homenaje a las cocinas callejeras que alimentaron a los manifestantes durante el paro nacional en conexión con nuevas formas de gobierno que se opongan a la lógica de guerra, el extractivismo y las violencias que han caracterizado la historia del país, con sus complejidades y contradicciones, habilitando espacios para “hablar de una reforma agraria y feminista” (Facultad de Ciencias Sociales UBA, 2021, 1:10m27s). Implica seguir tratando de romper la configuración de lo sensible donde se definen las partes o ausencias, disputando la existencia de un escenario común, y la existencia y calidad de quienes están ahí (Rancieré, 1996), desde los feminismos comunitarios, indígenas, negros y urbanos, acercando las pedagogías del ubuntu de las mujeres afrodescendientes, con la pedagogía de la minga que enseñan las mujeres de los pueblos originarios, y convergiendo en procesos que se nombran y se definen en las mismas luchas: ahí, donde las aspiraciones polimorfas y prácticas políticas que resisten a ser nuevamente contenidas en formas políticas anteriores y que más bien se orientan a erosionar y desbordar los limites morales y políticos inscritos en el imaginario social (Gutiérrez, 2017).

Mientras se escribía este artículo se produjo por primera vez la victoria electoral presidencial de una coalición progresista y popular en Colombia. Como fórmula vicepresidencial ganó Francia Márquez, y lo hizo “radicalizando el alcance del proyecto político de esta coalición electoral en torno a valores y orientaciones políticas que no habían hecho parte hasta el momento, del repertorio discursivo de los círculos de poder” (CLACSO TV, 2022). Este triunfo representa un clivaje en la manera tradicional de interpelar lo político, con una propuesta que sitúa en el centro las luchas antirracistas, feministas y ambientalistas junto con la defensa del territorio. Estos procesos representan la apertura de un nuevo escenario político que está por construirse.

 

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Reflexiones sobre los feminismos en Ecuador

por Alejandra Santillana Ortiz

 

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Sobre la autora

Natalia Hernández Fajardo es socióloga de la Universidad de Buenos Aires, activista feminista e integrante de Revista Amazonas. Actualmente realiza la especialización en Epistemología del Sur en CLACSO. Durante los últimos diez años participó de experiencias de autonomía feminista, procesos comunitarios y populares a través de la serigrafía, las artes audiovisuales y la escritura, como un intento por combinar diferentes lenguajes y formas de acción política e investigación. Investiga las relaciones entre la acumulación capitalista, colonialismo y el protagonismo de las mujeres afro e indígenas en los conflictos sociales en Colombia desde la ecología política y las perspectivas feministas. Colabora con diferentes medios independientes escribiendo sobre conflictos sociales y resistencias feministas.

 

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Notas

[1] Asumiendo que existen prácticas de resistencia de mujeres que muchas veces sin nombrarse feministas intervienen en patrones de opresión desmontando artificios coloniales desde abajo (Red Popular, 2017).

[2] Para profundizar en el análisis del paro nacional recomiendo el dossier Against The Day de la Revista South Atlantic Quarterly, de abril de 2022, que he compilado junto con Alioscia Castronovo, cuyo título es From National Strike to social uprising in Colombia. Recuperado de https://read.dukeupress.edu/south-atlantic-quarterly/issue/121/2 y la lectura de nuestra introducción  Social and Popular Struggles in Colombia en https://doi.org/10.1215/00382876-9663688

[3] Poderosos grupos que se convirtieron en gestores armados de la violencia. Estas estructuras están organizadas y financiadas por una compleja alianza entre narcotraficantes, grandes ganaderos, élites políticas nacionales y regionales y FF. AA. orientadas a tareas contrainsurgentes, pero dedicadas fundamentalmente a ampliar la riqueza de empresarios y terratenientes a través del despojo de tierras a campesinos, indígenas y afrocolombianos (Caruso y Beltrán, 2021).

[4] Desde la década de 1990 la crisis humanitaria ha producido el desplazamiento forzado de más de 8,3 millones de personas (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados [ACNUR], 2021: 24). Solo en el primer semestre de 2020 fueron desplazadas más de 16 000 personas (Caruso y Beltrán, 2021).

[5] Un caso ampliamente abordado para el “análisis de la violencia sistemática contra las mujeres indígenas como componente central del conflicto interno es el de Guatemala”, en donde “las fuerzas militares actuando paraestatalmente” violentaron mujeres “como forma de disolver el tejido social, sembrar desconfianza y romper la solidaridad comunitaria” (Segato, 2016:  65).

[6] Este tema está más ampliamente profundizado en la ponencia “Las mujeres como ‘botín de guerra’. Violencia de género y colonialismo en las comunidades indígenas de Colombia”, presentada en las Jornadas de Sociología de la Universidad de Buenos Aires (Hernández, 2021).

[7] Un acuerdo bilateral firmado entre Estados Unidos y el gobierno colombiano mediante el cual la potencia norteamericana buscó controlar la producción de droga, el tráfico y la actividad de las guerrillas, “constituye una estrategia de control de la región andina como un todo (incluyendo la región del Amazonas relacionada con los países andinos)” (Escobar, 2011: 81). Su primer paquete millonario de financiación (2000-2002) fortaleció la militarización, fumigación indiscriminada y el conflicto armado como consecuencia.

[8] Con narcopolítica me refiero al diseño institucional de un Estado y la política permeados por una armoniosa articulación entre narcotráfico, modelo neoliberal y las estructuras de relaciones entre poderes locales e internacionales. En Colombia se producen sucesivamente escándalos que revelan vínculos entre personas del gobierno o familiares con los paramilitares y narcotraficantes.

[9] Tendencia a la exclusión social y política cada vez más amplia de “segmentos de la población que viven bajo condiciones materiales de alta precariedad y en amenaza de desplazamiento y muerte” (Santos, 2002, en Escobar, 2011: 82).

[10] Recientemente, investigaciones de la Justicia Especial para la Paz (JEP) reconocieron que

fueron alrededor de 6240. Los familiares de las víctimas hablan de más de 10 000 jóvenes. El anunció de la JEP, fue uno de los motivos que contribuyó en la pérdida de legitimación del Gobierno del presidente Duque, agravando la indignación de la población.

[11] Estas son algunas de las conclusiones que elaboramos en conjunto con la socióloga Agustina Paredes en la investigación “Resistencia y organización de las Madres de Plaza de Mayo -Línea Fundadora- en Argentina y Madres de Falsos Positivos (MAFAPO), de Soacha y Bogotá en Colombia, frente a la desaparición forzada de sus hijes, en el marco de procesos sociales genocidas”, como parte del trabajo del seminario de investigación “El sistema de campos de concentración en Argentina: aportes a los procesos de juzgamiento de crímenes de Estado” de la carrera de sociología en la Universidad de Buenos Aires.

[12]  Este concepto lo recupero del trabajo sobre “desaparición forzada” realizado por Daniel Feierstein (2007).

[13] Rudy Amanda Hurtado-Garcés escribe en Diaspora. Dialéctica de los mundos afropacíficos. Recuperado de https://diaspora.com.co/la-ombligada-es-una-practica-ancestral-de-algunas-comunidades-negras/

[14] La capacidad de diálogo e incidencia de estos feminismos plurales con el entorno ecológico (Quiroga, 2020: 33) se confirma en su contraparte: estudios demuestran que existe una relación clara entre la intensidad de los conflictos ambientales con el modelo de desarrollo extractivo (Portal Colombia en Red Popular) a su vez “mapeos sobre la relación entre redes ilegales y grupos criminales asociados al extractivismo minero muestran  que se ‘han incrementado los procesos de violencia que afectan específicamente a mujeres indígenas, afrodescendientes y campesinas’” (Ulloa, citado en Gago, 2019).

[15] Entrevista realizada por Carolina Sanín a Francia Márquez en el programa Dominio público de Canal Capital. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=onfYCBl3Ij4 (Acceso: 10 de enero de 2022)

[16] Me refiero a “modos de existencia” y no a “modos de producción” (Navarro, 2013, como se citó en Gutiérrez, 2017).

[17] La Minga es una práctica ancestral vital para la existencia de los pueblos en sus territorios. En ella convergen todas las personas de la comunidad con el fin de llevan a cabo un propósito común a través del esfuerzo colectivo.

[18] Desde el 26 de septiembre de 2016 hasta el 15 de agosto de 2022 se han producido 1341 asesinatos de Liderxs y defensores de derechos humanos —337 firmantes del Acuerdo de Paz— y 329 masacres (Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz [INDEPAZ], (s.f.). Entre los casos que tuvieron más repercusión mediática fueron los asesinatos de las defensoras de sus territorios: las gobernadoras indígenas Cristina Bautista Taquinas y Sandra Liliana Peña Chocué, y la lideresa afrodescendiente María del Pilar Hurtado de 34 años, quien fue asesinada en territorios que se encuentran militarizados por el Estado.

[19] Organizaciones feministas y trans denunciaron la intensificación de los abusos de la policía bajo las restricciones de movilidad con base al género que dispuso por ejemplo la Alcaldía de Bogotá.

[20] Entrevista realizada a Rocío Garzón integrante del Movimiento Popular de Mujeres La Sureña. Recuperado de https://www.elsaltodiario.com/mapas/pandemia-resistencias-colombia-bogota

[21] Esta consigna surge del trabajo desarrollado por la Red Popular de Mujeres de la Sabana para quienes la problematización del trabajo del cuidado ha sido un tema fundamental.

[22] Durante el 2020 en resonancia con el Black Lives Matter, en Colombia se desarrollaron masivas protestas contra el abuso policial y racista de la Policía Nacional, luego de que se viralizara un video semejante al que detonó las protestas en Estados Unidos. Por otra parte, en junio del mismo año tuvo gran repercusión el caso de una violación masiva cometida por soldados del Ejército Nacional contra una menor de edad de la comunidad indígena embéra katío.

[23] Recomiendo la lectura del libro de la Red Popular de Mujeres de la Sabana (2017), en el cual esta organización conformada por mujeres que habitan y trabajan en los municipios que rodean Bogotá, en su mayoría ligadas a la agroindustria de flores, presentan una serie de reflexiones y análisis sobre el feminismo popular, a partir de sus experiencias y en diálogo con organizaciones feministas diversas de Colombia.