Pablo Bertinat es Ingeniero electricista y magíster en Sistemas Ambientales Humanos. Se desempeña como profesor e investigador en la Universidad Tecnológica Nacional, Facultad Regional Rosario y es director del Observatorio de Energía y Sustentabilidad en dicha universidad. Recientemente ha compilado junto a Maristella Svampa el libro La transición energética en la Argentina: Una hoja de ruta para entender los proyectos en pugna y las falsas soluciones, publicado por Siglo XIX.

 

¿Qué podrías señalar respecto del proyecto de exploración y explotación de petróleo offshore frente a la costa atlántica bonaerense? 

Para la transición energética es un tema central ciertamente el abandono de los combustibles fósiles (petróleo y gas) lo antes posible. Y es claro que en este proceso, las primeras que hay que abandonar son justamente las llamadas “energías extremas” como las del petróleo y el gas no convencional o la del petróleo offshore, que son las que presentan un riesgo sumamente alto de impactar sobre los territorios o, en este caso, sobre el mar. Si la transición energética exige el decrecimiento en la utilización de petróleo y gas, es claro que habría que comenzar con las más riesgosas y complejas.

 

En este sentido, el gobierno parece ir en dirección contraria. Incluso la guerra en Europa y su impacto en el incremento del precio de los combustibles se esgrime como una razón para el desarrollo de estos proyectos.

Un elemento central para justificar estos proyectos, que comparte en realidad todo el establishment político, incluso en casi todos los países latinoamericanos, apunta a la invocación del derecho al desarrollo. Es una mirada, yo creo, antigua que reclama el mismo derecho y sendero que siguieron los países que alcanzaron su desarrollo consumiendo combustibles fósiles y emitiendo durante ciento cincuenta años. Es cierto que esos países tienen que pagar mucho más para costear la transición energética a nivel global porque tienen esa deuda histórica con los pueblos del Sur y el planeta; pero eso no nos habilita a nosotros a defender el mismo modelo de desarrollo. Este discurso del derecho al desarrollo, por el contrario, señala que podríamos recorrer un camino similar al de las economías desarrolladas para alcanzar el nivel de vida que tienen esas sociedades; pero en realidad estamos inmersos en una lógica de globalización y división internacional del trabajo que nos asigna el rol de proveedores de materias primas, en este marco es que se plantea el derecho al desarrollo para argumentar sobre la necesidad de sacar todo el petróleo y el gas que podamos.

 

¿Es una falacia, no? Incluso la noción de desarrollo históricamente asociada a la industrialización se resignifica en clave extractivista.

Si, es un error montado sobre una presión muy fuerte del lobby de las empresas petroleras que intentan realizar lo antes posible sus ganancias, antes que se incrementen las restricciones para el uso de los combustibles fósiles por su responsabilidad en la producción del cambio climático. Entonces hay una un lobby gigantesco de las empresas de petróleo y gas que incluso vimos en estos días en Argentina con las medidas que se tomaron a favor de estas empresas. Se trata entonces de tensionar o presionar al gobierno pero sobre una lógica que el propio gobierno ya tiene construida que es la del derecho al desarrollo como una alternativa para salir de la pobreza, para superar la restricción externa, etcétera, y que apunta a esta mirada “el doradista” de la explotación de las riquezas en recursos naturales. En este caso, se trata del petróleo y el gas; pero se suman también otros recursos vinculados a la transición energética como el litio, el hidrógeno, el cobre, las tierras raras, etcétera. como si esto no fuera una repetición de la historia del estaño y de todos los minerales que se extrajeron y sacaron de la región con los resultados y consecuencias que tuvieron esas explotaciones.

 

Sobre ello, se ha hablado mucho en los últimos meses sobre el proyecto llamado de “hidrógeno verde” resaltando su contribución a la transición energética y al compromiso de afrontar el cambio climático y la problemática ambiental. ¿Qué opinás en relación con esto?

Hay que inscribir la promoción de estos proyectos en la urgencia por avanzar en la transición energética particularmente en Europa, hoy enfrentada por la guerra en Ucrania y las sanciones a Rusia, a crecientes dificultades para acceder al gas y petróleo. Ello ha acelerado estas políticas de tipo Green New Deal (Nuevo Pacto Verde) que plantean avanzar rápidamente en el control y aprovisionamiento de los recursos necesarios para esa transición energética. Y el acceso a esos recursos se piensa bajo la misma lógica de la división internacional del trabajo y la globalización vigentes. Así esos recursos estratégicos para superar al petróleo y al gas se buscan donde sea más sencillo y más barato obtenerlos. Es lo que está ocurriendo con el hidrógeno en este último año en todos los países de la región —en Brasil, Uruguay, Chile y Argentina— donde aparecieron proyectos similares y, en general, todos ellos están asociados a la exportación del hidrógeno que se ha convertido, posiblemente, en un nuevo commodity para su consumo en los países desarrollados. Sólo en Chile posiblemente se está avanzando con algunos proyectos vinculados a la minería en el Norte en base a fuentes fotovoltaicas que podrían tener una aplicación local, pero en el resto de nuestros países estos proyectos están orientados fuertemente a la exportación; o sea, que reproducen la misma lógica extractiva tradicional.

 

¿Con el litio sucede algo similar?

La cadena de extracción y producción de litio está cada vez más vinculada a la industria automotriz y a su estrategia de supervivencia a nivel global y particularmente en el Norte. Se sabe, por ejemplo, que en Europa ya no se va a poder producir automóviles con motores de combustión interna en menos de diez años. Por ello todas las empresas automotrices están detrás de los proyectos de extracción de litio; pero ello supone otra vez la reproducción de una lógica extractiva clásica, que incluso supone de parte de los gobiernos regionales ofrecer condiciones favorables para que estas inversiones se establezcan, prometiendo una cantidad de beneficios como los que vemos que se ofrecen hoy al sector petrolero, que no es un sector nuevo y sin embargo se le entrega una cantidad de beneficios muy importantes. Incluso cuando se justifican estas actividades para superar la llamada “restricción externa” (provisión de divisas) en muchos casos no se hacen las cuentas correctamente y se olvidan de contabilizar cuántas divisas se van o pierde el propio Estado en la generación o promoción de estos proyectos. Además hay que tener en cuenta que ni siquiera contamos con la información exacta de cuánto cuesta extraer y producir cada metro cúbico de petróleo y cuánto se paga o se deja de pagar por servicios, rentas, impuestos. Así la justificación de la lógica extractiva por la cantidad de dólares que provee al funcionamiento de la economía y las cuentas públicas es un tanto falaz. Incluso en relación con ello Argentina está en mucha peor condición que otros países de la región como Bolivia o Chile donde la apropiación estatal de parte de la renta o ganancias empresarias es mayor.

 

Estos señalamientos que haces respecto de la producción de hidrógeno o de litio y sus consecuencias señala la repetición de una lógica colonial que ahora sirve para que el Sur financie con su saqueo la transición energética del Norte. Además apunta a que hay diferentes transiciones energéticas, una corporativa y otra popular. ¿Cómo sería eso?

Efectivamente, la transición energética corporativa es aquella que mantiene intactas las estructuras de consumo actuales, sobre todo las de las sociedades del Norte, que resultan inviables a nivel planetario. En ese sentido, respecto de la transición hay dos cuestiones que debiéramos tener en cuenta y que tienen que ver con los principales problemas que enfrentamos en el presente y a futuro. La primera tiene que ver con los límites planetarios; es decir, respecto de la extracción de minerales y consumo de energía para la producción de los bienes que supone una transición energética que mantenga el actual patrón de consumo. Pero el otro problema es la gran desigualdad que existe a nivel planetario y la inviabilidad de eliminar la desigualdad bajo los patrones de uso de energía del Norte global. No existe otra opción que pensar en grandes procesos de redistribución donde evidentemente las economías desarrolladas deberán consumir menos energía y las economías en desarrollo deberán consumir más energía, pero todos deben consumir distinto. Una lógica que se da también dentro de cada uno de nuestros países; entre los diferentes sectores de la sociedad. Finalmente, para nosotros la transición energética no es un problema tecnológico, un problema de fuentes de energía, sino un problema social, económico, político y ambiental que tiene que ver con la organización de la sociedad. Entonces hay que repensar esa forma de organización social que en definitiva está determinada por las estructuras de producción.

 

Y desde esta perspectiva ¿Cuáles serían las características o las líneas centrales de una transición energética de carácter popular?

Bueno, en primer lugar, es necesario trabajar en concreto en cada uno de nuestros países para poder debilitar la lógica mercantil capitalista en el sistema energético. Hay que cambiar esa lógica por una de derechos. Se trata de pensar en consumir socialmente menos energía con mejor redistribución, más justicia social en su uso. En ese sentido, tenemos muchas tareas, por ejemplo, derogar y reemplazar por otro marco normativo las leyes de privatización y promercado sancionadas en la década del 90. En esa dirección, es un aporte muy valioso el artículo 21 del nuevo proyecto constitucional chileno o los avances sobre la energía consagrados en la Constitución ecuatoriana. Entonces hay que avanzar en la legislación y garantía de los derechos sociales que garantizan el acceso y uso de la energía. No necesariamente para reconstruir un sector estatal como el que conocimos, que también tiene su dificultades para la gestión democrática, sino para explorar e incluir otras formas de propiedad cooperativa, comunitaria, colaborativa, pública aunque no obligatoriamente estatal, que pueden favorecer una gestión más democrática y participativa. 

 

 

¿Estás planteando que una transición energética popular le asigna un papel central al fortalecimiento de esta dimensión local comunal? ¿Qué posibilidades tiene ello?

Si, eso es un requisito para la democratización de un sector como el energético que, como sabemos, es extremadamente opaco. Hay que pensar en cómo involucrar a la comunidad que puede ser un motor de construcción de algo distinto. Y en Argentina contamos con muchas experiencias alternativas interesantes de gestión local de generación de energía, por ejemplo, una tradición fuerte de cooperativas eléctricas. Pensemos que en los años 50 del siglo pasado, en muchas pequeñas ciudades que no tenían acceso a la electricidad, los vecinos se juntaron, compraron un  generador y aseguraron la provisión eléctrica. Cuando llegaron las redes eléctricas, esas cooperativas se transformaron en distribuidoras, pero en muchos casos mantienen ciertas características cooperativas. Nosotros hace algunos años hicimos una experiencia muy interesante con la cooperativa de Armstrong y montamos una planta fotovoltaica, por ejemplo. Hay muchas posibilidades de impulsar proyectos similares incluso en un contexto donde existen muy pocos incentivos para ello. Es un modelo que promueve la descentralización y desconcentración del sistema eléctrico. Y si hacemos bien las cuentas —incluyendo lo que el Estado ahorraría en términos de subsidios y divisas— es ciertamente rentable económicamente. Es muy posible desarrollar estas experiencias en Argentina además porque contamos con un fuerte desarrollo industrial y científico tecnológico que puede colaborar en este desarrollo local y potenciarse a su vez de ello. No se trata solo de la resolución tecnológica de la transición energética sino también de promover una gestión local que permita al mismo tiempo resolver la pobreza energética y disminuir la desigualdad. Tecnológicamente esto es posible de hacer tanto con la energía fotovoltaica, y también con la biomasa y la eólica, bajando la dependencia respecto de los combustibles fósiles y de un sistema muy concentrado. 

 

¿A qué te referís cuando hablás de pobreza energética? 

Justamente la otra cuestión central para una transición energética refiere a eliminar la pobreza energética que se ha incrementado en Argentina y la región durante la pandemia. La definición más difundida de pobreza energética señala que la sufren aquellos hogares que destinen el 10 % o más de sus ingresos al pago de la energía; y los que destinen 20 % o más de sus ingresos a ello son considerados indigentes energéticos. Es una definición que tiene su utilidad pero que es muy economicista; porque hay familias por ejemplo que ni siquiera pagan por la energía y que están en una situación de pobreza energética muy profunda. En esta dirección, consideramos pobreza energética a la imposibilidad de acceder a los recursos energéticos que permitan una vida digna lo que incluye entonces también al hábitat y las condiciones de vida. Los datos que nos ofrece su medición estadística nos permite afirmar que esta pobreza energética subió muchísimo durante el macrismo con el incremento astronómico de las tarifas; pero también subió significativamente durante la pandemia en casi toda América Latina. Es una cuestión que hay que abordar desde la perspectiva de la desigualdad, en el sentido de que la pobreza energética está también íntimamente asociada al sobreconsumo energético de un grupo reducido de usuarios; por eso es necesario plantear la necesidad de una redistribución energética. 

 

¿Cómo se puede abordar la resolución de esta pobreza energética y desigualdad?

Creo que es el primer tema que deberíamos afrontar. Una dimensión son las tarifas, pero no resuelve la cuestión, ya que muchos pobres energéticos ni siquiera la pagan. Se requieren medidas integrales que no tienen que ver solo con la energía sino con los programas sociales y de hábitat, con el mejoramiento de los barrios populares de manera integral. No se puede considerar la cuestión energética por separado pero sí se trata de incluir en el programa de mejoramiento del hábitat urbano y rural las mejoras en el uso y la eficiencia energética. Desde el punto de vista técnico hay muchos ejemplos posibles como las políticas de eficiencia energética, por ejemplo, con el desarrollo de una política pública que promueva el recambio de electrodomésticos por aquellos de mayor eficiencia e incorporación de energía solar. El ejemplo más cercano es el de los calefones solares, que implican un ahorro fuerte de gas y, al mismo tiempo, supone producción y empleo nacional, incluso en la adaptación de las viviendas. En Argentina hoy al usuario particular no le interesa cambiar un electrodoméstico para reducir el consumo eléctrico; pero sí le debería interesar al Estado. Tenemos el ejemplo de Cuba donde entre los años 2006 y 2007 el Estado entregaba directamente heladeras nuevas porque con ese cambio y una mayor eficiencia energética se evitaba tener que construir una nueva planta de generación eléctrica. O el programa en el que trabajamos de producción de calefones solares, que está asociado al programa Casa Propia del Ministerio de Desarrollo Territorial, que en las 120 000 viviendas que el Estado construyese incluyen estos calefones solares que, en tres o cuatro años, suponía un rédito fiscal positivo para el Estado además del ahorro familiar que se volcaba al consumo. 

Existe de manera incipiente una articulación muy fuerte en esta problemática acerca de la energía  entre los movimientos socioterritoriales, como el MTE o la UTT, con una perspectiva que repiensa el desarrollo local en otra clave y que se vincula con nuestra mirada socioambiental. Gran parte de un posible futuro de una transición energética popular se basa en si logramos construir una alianza más fuerte entre estos campos para construir y potenciar estas alternativas; incluso hay posibilidad de hacer muchas cosas por abajo que no estamos aprovechando. 

 

¿Y en términos de política pública qué implica avanzar en esta transición energética?

Tal vez el principal déficit esté asociado a suponer que podemos tener cualquier modelo productivo como si tuviésemos energía infinita y sin impactos. Desde el estado mucho se puede hacer.

Una línea de medidas muy fuerte es la de los subsidios estatales, que supone redireccionarlos, dejar de subsidiar a las petroleras y orientar esa promoción pública a otros sectores vinculados a las fuentes de energía renovables. Considerando además que en este sector buena parte de los incentivos estatales se repagan solos por los ahorros que generan tanto a nivel fiscal como en los usuarios, como lo señalábamos antes. Sobre ello, por ejemplo, planteamos un debate en estos últimos meses sobre la construcción del gasoducto que traería el gas desde Vaca Muerta. Sin abordar ahora la discusión sobre si la opción por el gas contribuye a la transición energética; lo que señalamos es que las redes eléctricas hoy llegan al 98 % de la población mientras que las del gas llegan al 65 %. Y, en ese sentido, no es necesario ni útil invertir en ampliar las redes de gas, considerando además que, por la crisis climática, posiblemente en veinte años tendremos que abandonar el consumo de gas. No es un buen negocio ni para el Estado ni para la sociedad hacer una inversión millonaria que en 10 o 20 años dejará de ser útil. Claro que sí es un buen negocio para los que fabrican los caños y los que venden el petróleo y el gas, que en algunos casos es la misma empresa. Las necesidades que la gente resuelve con el uso del gas se pueden resolver también con la energía eléctrica que no solo llega a casi toda la población sino que también es más madura para ser producida por fuentes renovables (solar, eólica, biomasa), de las que tenemos un enorme potencial en nuestro país. Ahí hay una sinergia muy fuerte que podría ser desarrollada inclusive potenciando la producción nacional a partir de, por ejemplo, la recuperación estatal de IMPSA de Pescarmona, de la fabricación de molinos eólicos, pequeñas hidráulicas o fotovoltaicas. Se trata de desarrollar las energías renovables y bajar el consumo de gas; incluso porque el 43 % del gas en Argentina se utiliza para producir electricidad. Pero hay muchísimas líneas de acción como promover la producción y uso de equipos de mayor eficiencia energética, actuar sobre la calidad y eficiencia del hábitat, etcétera.

 

¿Qué otra problemática deberíamos abordar si se trata de avanzar en una transición energética?

Bueno, otra cuestión central es el transporte, ciertamente muy compleja y simultáneamente muy importante. Pensemos que la mayor cantidad de energía que se consume en el país se hace en el sector del transporte, entonces pensar políticas de energía supone considerar el transporte. Ello no solo refiere a un cambio en la modalidad; por ejemplo, priorizar los ferrocarriles o el transporte colectivo o los vehículos eléctricos que utilizan energías renovables. También se asocia, por ejemplo, a promover un desarrollo y modos de vida más locales que reduzcan la necesidad de transportarse; por ejemplo, con el desarrollo de industrias locales —por ejemplo, remontar la destrucción de la industria locales en el interior del país de las últimas décadas—, la producción de  alimentos más próximos a las poblaciones que además en general resultan más sanos, etcétera. Hay una cantidad de cuestiones en donde se puede reducir la necesidad de transporte. El problema de la transición energética reclama una perspectiva integral, amplia, porque es un sector muy complejo y que abarca áreas que habitualmente no las consideraríamos como energéticas. Son necesarias políticas integrales para todos los sectores; y es imprescindible avanzar con esta  transición tanto por la amenaza del cambio climático como por la urgencia que plantea la resolución de la pobreza y la desigualdad.