Entrevista

Por Alejandro Linares y Adrián Pulleiro

 

Luciano Galup se especializa en temas relacionados con la comunicación digital y la comunicación política. Es autor del libro Big data & política. De los relatos a los datos, persuadir en la era de las redes sociales. Dirige la agencia Menta Comunicación y es editor de la revista Fibra. En esta entrevista describe las consecuencias de la expansión de las redes sociales en las formas que adquieren el debate público y la circulación de información. Recorre los efectos que esos espacios virtuales generan en los modos de intervención política, en el campo del periodismo y los medios de comunicación tradicionales. Y analiza algunas de las tendencias que deja planteada la actual pandemia de coronavirus en distintos terrenos que hacen al cruce entre tecnologías y sociedad.

¿Cuáles son los cambios principales que le imprimen las redes sociales a la discusión pública?

— Me parece que lo principal es que las redes sociales implican una especie de ampliación de la esfera pública. Una ampliación de los márgenes sobre los cuales lxs ciudadanxs pueden intervenir en esa esfera pública. Esa idea de ampliación permite dejar de poner cosas arriba y cosas abajo. Evitar la idea de que los medios tradicionales van a morir porque aparecen las redes sociales o que lo territorial perdió peso sobre lo digital. Todas ideas muy usuales a la hora de analizar estos temas, pero que no tienen ningún valor a la hora de describir el rol de las redes. Lo que me parece que sí tienen las redes sociales es ese efecto de ampliación sobre los espacios de debate. Eso se ve bastante claro cuando comparás distintas sociedades. En las sociedades como las nuestras, con un debate público robusto, el rol que tuvieron las redes fue más bien sumarse a ese debate, no tuvieron un rol revolucionario. Sin embargo, en las sociedades donde la esfera pública tenía mucha presión estatal o incluso censura, como las árabes por ejemplo, esa ampliación sí terminó teniendo un rol revolucionario. Estaba esa idea de que las redes vienen a revolucionarlo todo y pasamos ese momento de la primavera árabe esperando que las redes tengan un efecto similar en todo el mundo y lo que en realidad pasó es que revolucionaron sociedades hipercerradas. En el resto se sumaron bastante bien a conservar el status quo, a mantener a quienes tienen capacidad de hablar hablando mucho y a darle algo más de espacio en la discusión pública a quienes tienen menos capacidad de hablar, pero no vinieron a revolucionar mucho.

En ese marco, ¿se puede decir que las redes tienen un efecto democratizador?

— Democratizan la capacidad de hablar, lo que no quiere decir que democratizan la posibilidad de ser escuchadxs. Está la idea de que “tengo redes sociales, entonces opino”, “le digo al presidente qué tiene que hacer, le digo a la empresa de servicios públicos qué tiene que hacer”. Y la verdad es que la mayoría de la población tiene intervenciones en las redes sociales cuyos efectos no varían de lo que puede ser una charla en la cola del supermercado. No es que lxs lee más gente o amplifican de por sí lo que dicen. Eso no quiere decir que no haya organizaciones sociales, medios de comunicación, organizaciones políticas que encuentren en las redes sociales nuevas formas de comunicación que les permiten tener más potencia en su intervención. Por eso es difícil decir sencillamente “las redes democratizan o no democratizan”. Me parece que con ese efecto de ampliación permiten que nuevos actores tomen la palabra, pero eso no quiere decir que la esfera pública sea más democrática de por sí. En líneas generales siguen existiendo las mismas disparidades para acceder al debate público. Sobre todo en términos individuales seguimos siendo igual de desiguales que antes de las redes.

¿En comparación con los medios tradicionales cómo operan esas jerarquías en el ámbito de las redes sociales?

 — En las redes sociales funciona una lógica jerárquica, como en cualquier ámbito. Se puede decir que en el sistema capitalista todo es jerárquico o que esa es la lógica del sistema. Ahora, esto no quita que acá aparezcan nuevas jerarquías. Ejemplos claros de esto es la forma en que consumimos noticias. Dejamos de consumir determinado medio de comunicación y consumimos fragmentos de medios de comunicación. Y eso genera cada vez más el consumo de biografías de periodistas. Por ejemplo, probablemente hoy Hugo Alconada Mon tenga mayor jerarquía en la red que la cuenta institucional del diario donde trabaja, que es La Nación. Las jerarquías se trastocan por la necesidad de usar otros lenguajes, porque de por sí las redes son más propicias para un tipo de consumo vinculado a lo individual o a lo biográfico, y las cuentas institucionales pierden poder y presencia. Los medios de comunicación, la Iglesia, los partidos, los sindicatos como grandes dadores de sentido hoy en las redes no existen como referencias de peso. Nadie sabe qué dice la cuenta del Partido Justicialista, no importa qué diga la cuenta del Partido Republicano en Estados Unidos, ves lo que dice Alberto Fernández o lo que dice Trump. Ese es el cambio en las jerarquías que se da en las redes, aunque hay que verlo como parte de una pérdida de peso más general de esas grandes instituciones que aportaban sentido a cómo interpretar el mundo.

¿Como se puede pensar la relación entre abundancia de datos y calidad de la información? A priori parecería obvio que nuestras sociedades están mejor informadas que en otros momentos históricos

— Creo que no es así. Y no sólo no es así, sino que por lo que veo en distintos estudios, es más bien al revés. La información se transformó en una especie de commodity, cualquiera puede producir información así que hay una cantidad descomunal de información. Eso requiere otras aptitudes, otras formas de relacionarte con esa información. Hoy el desafío y las necesidades pasan menos por el acceso que por la posibilidad de curar esa información. Elegir, filtrar, construir recorridos informativos. Y me parece que esta inflación informativa genera una especie de desprestigio de los dispositivos. Ni de cerca esta sobreabundancia de información hace que tengamos ciudadanías más informadas y por momentos parecería lo contrario porque es difícil discernir en el ruido y en la cantidad. Y también porque esa sobreabundancia permite fortalecer mucho los sesgos. Se consume cada vez más solamente la información con la que estamos de acuerdo. Un ejemplo muy simple: antes comprabas todo el diario, no es que el diario presentaba todas las voces pero por lo menos, dentro de un margen, tenía alguna variedad. Hoy eso es mucho más difícil porque podés construir un recorrido informativo sin salirte ni medio minuto de tu espacio de confort. Con lo cual se construyen ciudadanías mucho más sesgadas y a partir de ese sesgo mucho más polarizadas.

En los últimos años se habló mucho de las fake news: ¿Qué tienen de novedoso las campañas de desinformación basadas en internet y las redes sociales?

— Lo que tienen de nuevo es su ineficacia. Te diría que la novedad es que se produce muchísima información de este tipo y la eficacia es bajísima. Me parece que hay una disputa entre los medios tradicionales y las redes sociales. Desde los medios se dice que en las redes sociales es todo falso, “nosotros somos la voz verdadera”, la voz chequeada. Lo que hay que decir es que las campañas más efectivas son las que sincronizan medios tradicionales, redes sociales, sectores políticos y servicios de inteligencia. Con lo cual, para que una campaña de desinformación tenga efecto requiere no sólo de la participación de dos blogueros y quinientos bots, sino de una serie de poderes que también existían antes. Quienes más las fomentan y quienes más capacidad de incidir tienen, siguen siendo quienes tienen más jerarquía para hablar, o sea los medios tradicionales y las figuras más reconocidas del periodismo. Aunque sí está claro que lo digital y las redes multiplican todo por millones y facilitan el armado de esas campañas. Se puede hacer mucho más fácil y de hecho se hace todo el tiempo, pero insisto en que la influencia, por ejemplo, en la toma de decisiones electorales es muy baja.

 

 

Por lo que venís diciendo ya no tiene mucho sentido pensar por separado la virtualidad y la no virtualidad…

— Claro, no solo no tiene sentido sino que es contraproducente. En términos de comunicación y política y la política territorial, cuando pensás en cómo las personas transitan los espacios públicos, los actos o los eventos, las transitan con un teléfono en la mano. Esa separación impide ver que el recorrido por el mundo físico se hace registrándolo, se hace distraídxs, viajás en el colectivo mirando el teléfono, y al mismo tiempo también mirás la ciudad y si hay algo que te interesa le sacás una foto para compartirla. Un ejemplo más claro de que esa separación no va, es pensar en las pintadas callejeras. Históricamente se pintaba un paredón para que la lean quienes pasaban por ahí, hoy tenés la posibilidad de que la vean quienes pasan por ahí y para que se viralice. Entonces pensar esto conjuntamente probablemente te permita pensar intervenciones territoriales que después tengan facilidades para ser viralizadas o que formen parte de una narrativa digital.

Ya que planteás esto, en tu libro hablás de la cibermilitancia ¿Qué lugar ocupa ese  ciberactivismo en la escena pública y en las redes en particular y qué características tiene?

— Antes que nada hay que hacer una referencia al vínculo ciudadanía y política en la actualidad. Si viviéramos en un momento en el que la política fuera un espacio de prestigio, de deseo, un espacio convocante, probablemente el análisis sería distinto porque estaría lleno de gente queriendo participar y no es esa la situación. Entonces hablar de ciberactivismo, en principio, es hablar de una forma de participación para gente que no está dispuesta a una entrega total. O sea, son formas de resistencia de lo político frente a una especie de tierra arrasada. Eso hay que tenerlo en claro. Creo también que presenta algunas cosas novedosas y que es necesario. Es necesario porque hoy gran parte del debate pasa por las redes sociales y los medios digitales en general. Si sabés que gran parte del debate político pasa por ahí, es un error no tener militancia organizada en esos espacios que pueda ganar discusiones, construir ideas, construir mayorías, que es el objetivo básico de la política. Las particularidades tienen que ver con las nuevas capacidades que le pide a la militancia. Se trata menos de poner el cuerpo, y más de capacidades creativas, de ser capaces de generar intervenciones viralizables, generar contenidos capaces de mover a las comunidades digitales.

¿Y es algo más bien fluctuante? ¿Aumenta marcadamente en ciertas situaciones de crisis o en elecciones, por ejemplo?

— Más o menos. Lo que suele pasar es que en esos momentos se infla todo mediante intervenciones computarizadas. Se suman interesadxs pero también muchos no humanos. Tengamos en cuenta que la nuestra es una sociedad en la que se discute bastante, y hay una actividad militante en las redes que es continua y se nota. Y los niveles de polarización activan a mucha gente a participar y a defender sus ideas. Lo que pasó de una manera bastante evidente es que estos espacios digitales permitieron la organización de sectores de derecha conservadora muy potentes.

Las elecciones del año pasado terminaron poniendo bastante en cuestión el papel de las redes sociales y en particular la imagen que el macrismo había construido de su utilización de las herramientas virtuales ¿Qué análisis hacés de eso?

— Me parece que hay que separar lo que el macrismo o Cambiemos instaló sobre sí mismo de lo que efectivamente fue. Ahí hubo un posicionamiento a partir de la idea de un partido de vanguardia, que apostaba a lo digital, que organizaba a sus voluntarios por Facebook. De hecho había mucho de querer ser como el Partido Demócrata en la primera campaña de Obama, en términos de cómo se presentaban. Construyeron un fuerte relato alrededor de su efectividad en redes sociales, un mito en torno a eso, que lo fueron alimentando con un montón de cosas. Por ejemplo, en su momento Macri fue el primer presidente en tener Snapchat. Nadie lo miraba, pero sumaba contar que Macri tenía Snapchat, y no mucho más. Creo que ese mito se tragó al propio Cambiemos, al punto de no poder ver que gran parte de las estrategias que habían sido exitosas en 2015 y en 2017 no lo iban a ser en 2019. No solo porque la economía estaba mal, sino porque estaba mal la estrategia en relación a cómo estaba la economía. La comunicación no gana ni pierde elecciones, acompaña procesos electorales, en todo caso reduce márgenes de error y de daño autoinfligido. Por ejemplo, la campaña para las PASO estuvo muy pensada a partir de una estrategia que incluía la idea de los grupos de Whatsapp, con gente muy activa compartiendo cosas. Pero era una estrategia adecuada para cuando tenés un gobierno que a la gente le de ganas de compartir contenidos. Era bastante evidente que ese no era un gobierno que enamoraba y que en todo caso podía aspirar a un voto por ser menos malo que otro. Esto no quiere decir que no hayan sido muy buenos en su campaña digital en 2015 ni que no hayan sido mejores que el resto en 2017. Sí creo que la principal novedad que introdujeron fue el haber dicho “lo digital es parte de la estrategia de comunicación general” y el haber puesto a quienes se dedican a eso al lado de quienes dirigían la campaña. Pero no mucho más.

Si tuvieras que focalizar en algún aspecto ¿qué es lo más destacable en la relación entre redes sociales y medios periodísticos tradicionales?

— Sin ser un especialista en el tema, me parece que lo más importante es que las redes ponen en riesgo el modelo de negocios histórico de esos medios. Lo ponen en riesgo porque las redes ponen en cuestión la idea más clásica de medio masivo de comunicación. Es muy difícil actualmente pensar, por ejemplo, en un diario que quiere llegar a diez millones de lectores y vivir de lo que eso implica en términos de publicidad. Obviamente que lo digo en términos de una tendencia. Y entonces lo que empieza a haber son audiencias más vinculadas a lo comunitario, no en términos tradicionales, sino a la comunidad del medio, forjada por el propio medio, una comunidad de seguidores del medio y de periodistas. Esta transformación hace que los medios estén en una situación de muy difícil resolución. Es como si los medios tuvieran dos casas. La casa en que viven, esa que depende de lxs lectorxs y las audiencias tradicionales, está prendida fuego. Y la otra, esa que apunta a vivir de las comunidades de suscriptores, está a medio terminar. El problema de la que se está prendiendo fuego es que es un modelo que termina ligado al impulso de noticias falsas, campañas de difamación, de las publicidades cebo, de búsqueda de clics. El modelo de eso acá es Infobae, sólo le importa la cantidad de clics. ¿Cómo los consigue? Con noticias o tweets con titulares que tienen alguna trampa, que tenés que entrar para ver bien lo que dicen. Generando noticias que chocan con cualquier tipo de responsabilidad en términos de comunicación pública. O sea, llamar mucho la atención. El problema de la otra casa, es que no son muchos los medios que pueden sobrevivir de ese modo. Y acá tal vez la novedad es que hay ciertas ventajas para los medios más pequeños o vinculados históricamente a comunidades, un caso claro acá es el de Futurock o incluso el de Página 12, aunque no haya desarrollado ese modelo del todo. Lo que está claro es que para un medio ya existente una posible mudanza es muy compleja. Construir comunidades de lectores lleva mucho tiempo y los sueldos hay que pagarlos todos los meses. Hay dos problemas adicionales. Es difícil pensar en construirse desde un modelo de suscriptores para servicios que son malos. Por qué pagarías acá para poder acceder a los contenidos de Clarín o de La Nación cuando los contenidos son malos. Del otro lado, un modelo que apuesta a la cantidad de clics es de corto alcance, entre otras cosas porque dependés de factores externos, porque en definitiva dependés de lo que Google, Facebook o Twitter quieran hacer con su algoritmo. Si mañana Google dice “no muestro más resultados de tus noticias en la búsqueda de medios de comunicación”, desapareciste.

¿Qué análisis hacés del rol de los sitios de chequeo de noticias?

— Lo primero que diría es que en términos conceptuales, esos servicios de chequeo de información no sirven de mucho porque la gente no quiere chequear información. Lxs que chequeamos información somos muy pocxs, lxs intelectuales, lxs que consumimos diversas fuentes de noticias, o sea quienes vivimos vinculados al consumo informativo. Después el común de las personas no quiere chequear información, quieren consumir la información que les dice que el mundo es como ellxs quieren que sea. Ningún antivacunas del mundo quiere chequear información para ver si las vacunas son buenas o malas. Ningún terraplanista, porque si quisiera chequear algo, la información está ahí. Recurro a estos ejemplos un tanto extremos para graficar que el vínculo con la información es racional, pero sobre todo emocional. Entonces la propuesta tiene sentido pensando en públicos más bien chicos que son los que tienen ese vínculo más racional con la información. El único estudio serio que conozco es uno sobre las elecciones en Estados Unidos de 2016, que mostraba claramente que los públicos son distintos. Que el tipo o la tipa que consumen información falsa no es el tipo o la tipa que consume chequeo de información. Con lo cual es una linda militancia oenegeísta pero en términos de aporte al paisaje informativo representa más bien poco. Además, ese chequeo de información ¿desde dónde se hace? Son los medios de comunicación los que se arrogan esa capacidad. Por ejemplo, chequeado.com no es un medio, pero tiene muchos vínculos con medios. Entonces se basan en una imagen de transparencia donde hay claramente ideología y posicionamientos políticos. Qué chequear y qué no chequear es una decisión política. Más todavía cuando terminan chequeando opiniones. Acá en Argentina hace un par de años se generó una situación con una nota que planteaba que el acuerdo con el FMI obligaba a liquidar el Fondo de Garantía de Sustentabilidad de Anses. Chequeado la catalogó como falsa y en realidad era una opinión. Eso tiene un efecto de censura sobre la circulación. Entonces, son iniciativas que estructuralmente no sirven y que aplicadas a nuestros países terminan teniendo una tendencia claramente conservadora del status quo y mucho más cuando son ONGs de las cuales no participa ninguna instancia activa de la sociedad civil. A mí el proceso de Uruguay me parece un poco más interesante. Ahí se armó algo en lo que participan medios de comunicación, profesionales y universidades, con lo cual por lo menos garantizás cierto equilibrio a la hora de discutir qué vas a hacer y qué no. Lo que no quiere decir, insisto, que vayas a resolver el problema de la desinformación con eso.

La pandemia del coronavirus abrió un nuevo escenario y motivó distintas  medidas acá y a nivel global ¿qué tendencias considerás que se están configurando en este marco en torno a las cuestiones que venís trabajando?

— Señalo algunas cosas que son interesantes para pensar. La primera es una habilitación y un refuerzo de la entrada masiva al mundo digital. Vamos a salir de esto con la mayor parte de las resistencias cedidas en torno a lo digital, lo cual beneficia profundamente a todas las empresas de tecnología. Vamos a salir, no solo en Argentina obviamente, con Amazon, con Glovo, con Netflix, con todas esas plataformas digitales totalmente instaladas, dominando la escena porque las barreras que existían, como pasa con cualquier tecnología, están siendo eliminadas. Con lo cual hay que pensar en serio en un montón de cosas. Por ejemplo, todo lo que tiene que ver con la industria audiovisual, hay que pensar en serio las consecuencias de que Netflix salga totalmente fortalecido de esto y la industria audiovisual local tiene que sobrevivir de alguna manera. Por otro lado, está la discusión sobre las libertades. El tema de ceder algunas libertades en función de la salud pública o de causas mayores. Cuestiones vinculadas a las aplicaciones que monitorean tus movimientos, vinculadas a la biopolítica, porque más allá de la pandemia va a haber que discutir si los Estados pueden monitorear a sus ciudadanxs o no. Que salgamos de esta pandemia con la aceptación de que los Estados pueden monitorear a sus ciudadanxs para ver dónde están, por lo menos es para debatir. Y una tercera cuestión es que se da una cierta revalorización del discurso científico, que es una novedad porque veníamos con una desvalorización muy fuerte de ese discurso. Los Bolsonaro y los Trump son fuertemente anti intelectuales y hoy el discurso científico es revalorizado por los medios y también por los gobiernos, que tienen como sus asesores a expertos. Por lo tanto, hay que ver qué pasa en perspectiva con esto, en relación a cómo se produce, se distribuye información y se gestiona lo público.