Maru Ambort y Carlos Alainez, integrantes de la Coordinación Nacional del MTE Rural – UTEP

“No queremos volver a la normalidad, porque la normalidad es el problema”

 

1. ¿Qué normalidad dejamos atrás?

En un período de menos de seis meses, la pandemia ocasionada por el coronavirus ha paralizado las economías de todos los rincones del globo, anunciando un período de rápidas transformaciones en el ordenamiento del capitalismo mundial. Aún no vislumbramos la magnitud y consecuencias de la crisis económica, social, política y cultural que se avecina, pero sí ya todo el mundo tiene en claro que, tras la apertura de las cuarentenas y la reactivación social, hemos de construir una nueva “normalidad”. Que ya nada será lo que era antes. Hábitos de consumo, pautas de sociabilidad, formas de organización del trabajo, maneras de transitar los espacios públicos y habitar el ámbito privado se han visto trastocadas en nuestra cotidianeidad y lo que dejan al descubierto son las múltiples desigualdades que ya existían pero que en este contexto se profundizan aún más. Como vienen repitiendo los movimientos populares, quedarse en casa y cumplir con el aislamiento se vuelve un privilegio cuando en las barriadas las principales demandas siguen siendo Tierra, Techo y Trabajo. No se puede quedar en casa quien vive en condiciones de hacinamiento o quien convive con su agresor bajo el mismo techo; no puede dejar de trabajar por unos meses quien junta en el día los pesos que necesita para parar la olla.
Frente a la amenaza de la peste y la parálisis de los mercados, el Estado recupera de un zarpazo su legitimidad como organizador de la vida en sociedad. Su rol oscila entre el ejercicio de su poder de vigilancia y disciplinamiento social, para garantizar el cumplimiento de las medidas de aislamiento; y la gestión de la crisis, con la posibilidad de poner la vida y la salud por sobre el lucro económico y la acumulación. Cabe preguntarnos si en el período poscovid habrá lugar para alguna faceta renovada del Estado de Bienestar, con avances en democratización, inclusión de las mayorías sociales y apertura hacia un nuevo proteccionismo de las economías nacionales y regionales; o bien la gestión de la crisis refuerce las formas de control social, gestionando las nuevas tecnologías para mantener la concentración económica, los monopolios y la desigualdad social.
Esta crisis del capitalismo, de sus modelos de desarrollo y de integración global, pone sobre la mesa una vez más la necesidad de cuestionar nuevamente el status quo neoliberal. La propagación de enfermedades en el siglo XXI viene de la mano de la crisis alimentaria producto del avance de la agricultura industrial y de sus consecuencias en materia genética y de conservación de recursos como el suelo, el agua y la biodiversidad. Deudas de la revolución verde que se cobran formas de alienación impensadas y ponen en jaque nuestra supervivencia como especie. No sabemos lo que comemos, qué contiene, de dónde viene, cómo se produce ni cómo se transforma. Mucho se habla de inocuidad, mientras es cada vez más evidente que la comida –también– envenena. En algunos rincones del planeta se consumen niveles absurdos de energía para sostener la vida cotidiana, mientras en otros el agua aún se acarrea en brazos y no hay electricidad. Será la conflictividad social y la lucha de clases, en definitiva, la que abra la posibilidad de discutir más o menos abiertamente, en el escenario que se avecina, cómo se cuida la vida, cómo se reparten las riquezas y cómo se organiza la gestión de lo común.

 

2. Hablemos de soberanía alimentaria (o de hambre y concentración)

A pesar de ser un país dedicado históricamente a la actividad agropecuaria, la Argentina sufre niveles de hambre y desnutrición que dejan en evidencia las contradicciones del sistema hegemónico de producción de alimentos y las consecuencias de un modelo económico que favorece la concentración. Los datos de FAO arrojan que a fines de 2019 el 17% de la población argentina padecía de hambre, mientras un 30% sufría obesidad. Una ínfima minoría consume la cantidad de frutas y hortalizas internacionalmente recomendada, y lideramos el ránking de consumo de alimentos ultraprocesados. Las fértiles llanuras pampeanas se desertifican al paso del monocultivo de soja, avanza la frontera agropecuaria sobre los montes nativos para cultivar las commodities de moda, con la promesa de la copa derramada: los dólares que lloverán de las exportaciones para resolver los problemas financieros de la economía argentina. Sin embargo, y a pesar de la dependencia del sector exportador para regular la balanza comercial, la realidad es que el famoso “derrame” nunca llega, y lo que nos encontramos es más bien una alta concentración de las cadenas agroalimentarias, sus actores y sus ganancias.
E. Halliburton, en “Radiografía de las corporaciones”, afirma que “en relación al sector alimentos y bebidas en su conjunto, apenas el 1,5% del total de firmas que operan en el mercado concentran el 80% de la facturación del sector, el 93% de las exportaciones y menos del 1% del total de compañías representan el 63% de la facturación de las ventas minoristas” (2015, p. 32). Esa concentración agobiante es el techo de cualquier política que busque consolidar la Soberanía Alimentaria. Siguiendo a La Vía Campesina, entendemos a la Soberanía Alimentaria como el derecho de los pueblos a decidir respecto de las formas de producción, distribución y consumo de los alimentos, respetando los saberes ancestrales y dando protagonismo a los campesinos y campesinas en sus territorios. Supone el control soberano sobre las semillas, el agua y el suelo, para decidir cómo producir alimentos sanos, cuidando la naturaleza y la salud de las personas. Valora la diversidad y la pluralidad de voces, de culturas, de colores y de sabores sobre el monopolio, la concentración y la estandarización de los productos. No hay posibilidad de pensar la Soberanía Alimentaria sin discutir la distribución de la tierra, como factor primordial de arraigo y sustento de las familias rurales.
A pesar de su vasta extensión, en Argentina la tierra también se encuentra fuertemente concentrada. La estructura territorial y demográfica de nuestro país es un caso atípico dentro de la estadística mundial: es el 7º territorio nacional de mayor superficie del mundo, pero el 32º país en términos de su cantidad de población; configurándose como uno de los países menos densamente poblado y con una de las tasas de urbanización más altas (92%). La contracara de estas características es una estrategia de inserción internacional centrada en el agronegocio, basada en la perpetuidad del latifundio colonial. Según OXFAM, el 83% de las Unidades Productivas Agropecuarias detentan sólo el 13,3% del total de tierras productivas. Asimismo, la agricultura familiar representa a ⅔ de los productores y productoras, pero sólo accede al 13,5% de la superficie de tierra agraria.
La agricultura familiar, campesina e indígena tiene una historia de organización y de enfrentamiento al modelo extractivista en el agro, discutiendo la concentración de la tierra y la distribución de la renta agropecuaria. Iniciando por la histórica Federación Agraria Argentina, que supo reunir hace un siglo a los pequeños chacareros de la pampa húmeda, hasta las cientos de organizaciones, cooperativas y asociaciones que nuclean a familias agricultoras a lo largo y ancho del país. Hoy se configuran como un sector articulado, que ha sabido construir alianzas y propuestas para una política agropecuaria soberana y popular, como se expresó en el Foro Agrario realizado en 2019 en el estadio de Ferro Carril Oeste (Buenos Aires) (http://foroagrario.org). La paralización de la economía y el cierre de fronteras consecuencia de la pandemia ha puesto de relieve la centralidad e importancia del mercado interno y de los y las productores de alimentos para la vida cotidiana, la economía y la soberanía de nuestro país.
El mercado interno en materia agropecuaria, sobre todo cuando hablamos de alimentos frescos, depende pura y exclusivamente de la agricultura familiar, campesina e indígena. Se trata de producciones intensivas, de pequeña y mediana escala, con fuerte generación de mano de obra. Representan, además, un factor fundamental para el poblamiento del campo, aunque su acceso a condiciones mínimas de infraestructura y servicios públicos es nulo. A nivel productivo, su presencia es determinante en cultivos como tabaco, algodón, yerba mate y caña de azúcar, donde representan más del 90% de las explotaciones. En la papa, cebolla, tomate y verduras de hoja (acelga, espinaca, rúcula, entre otras) representa más del 85%. Así podemos ver que el grueso de los alimentos que se consumen diariamente en las mesas de los argentinos y de las argentinas son producidos por la agricultura familiar. Sin embargo, esta producción se realiza en poco más del 15% de la superficie ocupada por la actividad agrícola y lo hace cuidando los bienes comunes de la naturaleza. Por estas razones, decimos que en Argentina nos debemos la Reforma Agraria. Que la tierra, el control de recursos como el suelo y el agua, esté en manos de quienes la trabajan y habitan, garantizando condiciones dignas de vida y de trabajo, alimentos sanos y precios justos.
La agricultura familiar, campesina indígena cumple un rol estratégico. En este momento, es la garantía del alimento para las poblaciones locales. Existen provincias y localidades que sufren desabastecimiento o sobreprecios de alimentos básicos, debido a dificultades logísticas y de traslados que se podrían evitar generando políticas de promoción de la producción local. Sin embargo, hoy nos encontramos con un campo cada vez más despoblado, con que las tierras productivas peligran debido al avance de la urbanización y la especulación inmobiliaria, y que el esfuerzo y el riesgo asumido por los y las productoras no es valorado ni reconocido, recibiendo miserias por la venta de sus productos. La promoción de cinturones verdes productivos, integrando la producción agroecológica intensiva alrededor de los conglomerados urbanos, es la garantía de abastecimiento de alimentos a las ciudades, generando pulmones verdes y puestos de trabajo.
La pandemia ha puesto en evidencia que es hora de terminar con la irracionalidad logística que tiene la economía agraria argentina, donde los alimentos se transportan miles de kilómetros, generando contaminación y aumento de los precios. Es imperiosa la producción de pequeña escala y el consumo de cercanías, acabando con la intermediación innecesaria y promoviendo un mayor protagonismo de campesinos/as y consumidores/as.

 

3. Algunas propuestas

El 2020 arrancó con el programa “Argentina contra el hambre”, y la crisis económica que ya sacudía al país no será menos grave cuando pase la pandemia. Seguramente todo lo contrario. En el gobierno que se desayunó la gestión de la misma, son muchas las propuestas que circulan sobre cómo reactivar la economía, negociar con el FMI, sostener los puestos de trabajo y revertir los índices de pobreza e indigencia.

– Impuesto a las grandes fortunas e impuesto al latifundio
Para salir de esta crisis hacia una sociedad más igualitaria es urgente implementar políticas de redistribución y de desconcentración. Avanzar (como se hace en muchos países del mundo) con un sistema tributario progresivo, en el cual quienes más ganan, más aportan. Se trata de un enfoque basado en la solidaridad y en la justicia social, que pueda poner sobre la mesa a quiénes beneficia este modelo y cómo a través de una planificación sostenida de la economía y la producción es posible que más actores participen de las ganancias del campo.
Los grandes conglomerados oligopólicos de la cadena agroindustrial suponen una extranjerización de la economía, favorecen la especulación y obturan el control de precios en el mercado interno, atentando contra un derecho básico como es el acceso a la alimentación. La gran concentración de tierras en Argentina responde a una distribución latifundista, hija de los privilegios oligárquicos de nuestros país. Hay campos de grandes extensiones disfrazados por ciertos subterfugios jurídicos, en sociedades anónimas, en paraísos fiscales, en sociedades extranjeras que son dueñas de la tierra. El impuesto a las grandes fortunas y al latifundio son algunas de las medidas que pueden impulsar políticas para resolver las necesidades básicas postergadas de los sectores populares, y de incentivo para descentralizar las grandes urbes y repoblar el interior del país.

– Poblar y crear trabajo
Atendiendo a la emergencia habitacional que se hizo patente con el aislamiento obligatorio, vienen resonando en las últimas semanas propuestas que incluyen una fuerte intervención del Estado para reorientar el desarrollo urbano y descomprimir el hacinamiento de los grandes conglomerados. En concreto, el Plan San Martín –que Juan Grabois, dirigente de UTEP, le presentó al presidente Alberto Fernández– propone crear un programa de recuperación que permita una vida digna para todos y todas, empezando por quienes han sido históricamente postergados, excluidos. Además de grandes obras públicas y la reconversión de nuestra industria en clave ecológica, un plan semejante deberá destinar gran parte de sus recursos materiales y humanos al desarrollo de la economía popular. Es evidente que al menos la mitad de les argentines no tendrá otra alternativa que trabajar en ese sector. Los datos de inscripción en el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) muestran con claridad que ya son más de 8 millones les trabajadores que no perciben un salario registrado ni cuentan con derechos laborales, es decir, están excluidos tanto del empleo público como del privado. Los ejes que atraviesan a dicho plan son: el DERECHO A LA CIUDAD (urbanizar los barrios populares, construir miles de viviendas, crear nuevas ciudades); SOBERANÍA ALIMENTARIA (revitalizar pequeños pueblos, desarrollar comunidades agrarias, producir alimentos agroecológicos, crear un Instituto de la tierra, controlar el comercio exterior de granos); LA SALUD Y LOS CUIDADOS (dignificar las actividades de cuidado de niñes, ancianes y personas con discapacidades, sanar a las personas con adicciones, reinsertar a quienes pasaron por un penal, expandir la atención primaria de la salud); MEDIO AMBIENTE (promover el reciclado social, multiplicar las tareas de saneamiento ambiental); PRODUCCIÓN (fortalecer las empresas recuperadas, potenciar la producción cooperativa de manufacturas simples, regular el comercio callejero, jerarquizar la producción artesanal); PUEBLOS ORIGINARIOS (reorganizar la caza y pesca comunitaria, recuperar las labores tradicionales de las comunidades indígenas, etc.).
Sin embargo, si todas estas actividades no están ordenadas estratégicamente en un plan integral, si la economía popular siguen siendo abordada en forma fragmentada y burocrática por ineficientes organismos públicos balcanizados en distintos ministerios, los esfuerzos caerán en saco roto. Se requiere una nueva institucionalidad y una actitud similar a la que la economista italoamericana Mariana Mazzucato denomina Entrepreneurial State (Estado Emprendedor). La realidad social pospandemia lo exige.

 

4. Algunos desafíos

Después de cuatro años de empobrecimiento, endeudamiento y desarticulación de políticas públicas en diferentes carteras del Estado, que profundizaron el carácter extractivista y concentrado de la economía, los movimientos populares nos enfrentamos a nuevos desafíos.
El macrismo y sus constantes ataques a quienes menos tienen permitieron construir la unidad de los y las de abajo, levantando la consigna de Tierra, Techo y Trabajo. El “tridente de San Cayetano” (articulación de CCC, CTEP y Barrios de Pie), máxima expresión de esta unidad, avanza en el carácter no sólo asistencial y de emergencia de sus reivindicaciones, sino de su vocación eminentemente gremial, por el reconocimiento como trabajadores de pleno derecho de los y las excluidas de la patria. Esto se expresa en la creación de UTEP, el sindicato de los y las trabajadoras de la Economía Popular, con participación en el Consejo del Salario y en otras instancias de negociación paritaria. Preservar y profundizar esa unidad, dejando de lado mezquindades y sobre todo, diferencias circunstanciales relacionadas con la política partidaria, es inminente. Con compañeros y compañeras de diferentes organizaciones ocupando diversas funciones de gobierno, nos enfrentamos más que nunca a la posibilidad –abierta y en disputa– de desarrollar políticas que se encuentren a la altura de las necesidades de transformación profunda que hemos denunciado; y al desafío de convertirlas en políticas universales y no en agua para el propio molino. Omnia sunt Communia; para todos, todo.
Los últimos cuatro años conquistamos políticas importantes, pero compensatorias y defensivas, como el salario social complementario. Basado en la experiencia de reinvención del trabajo en clave colectiva, cooperativa y popular, construimos un programa de políticas públicas integrales y transversales, que respondieran a las necesidades y urgencias de nuestro pueblo pobre. Emergencia Alimentaria, Infraestructura Social, Integración Urbana, Emergencia en Adicciones, Agricultura Familiar y Emergencia en Violencia de Género son algunas de las leyes impulsadas por el tridente y que fueron plasmándose, a fuerza de presión y negociación, en algunas políticas específicas e insuficientes. Si bien el nuevo gobierno augura tiempos de cambio, la pandemia no ha permitido el despliegue aún de medidas que reviertan las tendencias de pobreza y desigualdad. Frente a la imposibilidad de movilización, lo que encontramos es un sostenimiento del statu quo que, en un contexto de hambre y parate económico como el que vivimos, tiene “mecha corta”. En los barrios populares, son la solidaridad y las redes de organización comunitaria las que sostienen y contienen las consecuencias de décadas de abandono. Una olla a presión que en otro contexto, ya hubiera estallado, y que hoy los movimientos deciden ponerse al hombro, y aguantar.
¿Hasta cuándo? Es la pregunta del millón cuando, cada 15 días, la cuarentena vuelve a extenderse dos semanas más, y el invierno se acerca. Al mismo tiempo, la economía popular en sus diferentes ramas ha demostrado su capacidad de rápida respuesta frente a actividades esenciales como el abastecimiento de alimentos, las tareas de cuidados o el reciclaje de residuos urbanos, entre otras. Tenemos propuestas concretas para construir una sociedad mejor. Avanzar con una planificación que sostenga el piso de derechos conquistados en unidad, y que nos permita ir transformando la experiencia acumulada en políticas públicas concretas, es la tarea. En el corto plazo, consolidar experiencias piloto y modelos exitosos de aquello que queremos proponer: demostrar que el trabajo cooperativo y solidario, la economía de cercanías y pequeña escala, articulada con el tejido social local, es la alternativa para generar trabajo digno y calidad de vida. Con un modelo agropecuario en crisis y al desnudo, es el momento de potenciar la agroecología como enfoque transformador de las relaciones de producción, distribución y consumo. Conquistarlo dependerá en buena medida de la capacidad de reiventarnos creativamente para estar a la altura del período de cambio que ya comenzó, y de dar los golpes en el momento adecuado para que la balanza no se incline, una vez más, del lado de quienes siempre dirigieron la batuta.


Fuentes consultadas

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