Por Silvia Ribeiro[1]

 

Como expresó la escritora india Arundhati Roy, esta pandemia es un portal, desde el que  podemos ver más claramente al capitalismo en toda su violencia y brutalidad. Rasgó el telón, dejando al descubierto la maquinaria del capitalismo globalizado. Por eso, pese a las muchas injusticias e impactos que la pandemia agravó o inauguró, este tiempo de rupturas nos abre la vista a un panorama más amplio.

Uno de los velos que ha caído, dejando al descubierto una fétida realidad, es el rol del sistema alimentario agroindustrial.  La cría industrial de animales en confinamiento (avícola, porcina, bovina) es una verdadera fábrica de epidemias animales y humanas y no está aislada de todo el sistema agrícola de producción industrial, desde semillas corporativas y cultivos con agrotóxicos, hasta la distribución y venta en supermercados. Aunque hay discusión sobre el origen del coronavirus SARS-CoV-2 que causó la pandemia de COVID-19, en todos los escenarios, el sistema alimentario agroindustrial tiene un papel importante: crea vulnerabilidad en la salud de las personas, magnifica la diseminación de virus infecciosos, mantiene las condiciones ideales para la mutación de nuevos patógenos que se siguen gestando mientras aún estamos bajo el azote de la actual pandemia.

Un lugar clave en ese proceso es la cría industrial de animales, en grandes concentraciones, hacinados, genéticamente uniformes, con sistemas inmunológicos debilitados, a quienes se administran continuamente antibióticos, por lo que según la Organización Mundial de la Salud (OMS), es la principal causa de generar bacterias resistentes a antibióticos a nivel global.  Según ese organismo de Naciones Unidas, hay países donde hasta el 80 por ciento de los antibióticos usados van a la cría de animales en confinamiento y la mayoría para engorde, ni siquiera para enfermedades.  Por ello, en noviembre de 2017, la OMS llamó  a que “las industrias agropecuaria, piscicultora y alimentaria dejen de utilizar sistemáticamente antibióticos para estimular el crecimiento y prevenir enfermedades en animales sanos”. Los virus son diferentes de las bacterias, pero estas condiciones de cría forman un perfecto caldo de cultivo para producir mutaciones de virus más letales y bacterias multiresistentes a antibióticos. Complementariamente, la producción de estas mega instalaciones a menudo es para exportación y  trabajan con forrajes transgénicos e importados, por lo que la diseminación de virus y bacterias se aumenta siguiendo las rutas del “libre comercio”.

Según la OMS, la mayoría de las nuevas enfermedades infecciosas en las últimas décadas son de origen zoonótico: de los 30 nuevos patógenos detectados en una década, 75 por ciento originó en animales de cría industrial o animales silvestres que han sido desplazados de sus hábitats.

El sociólogo e historiador Mike Davis advirtió sobre este fenómeno y sus riesgos desde principios de la década del 2000, con la emergencia de la gripe aviar. El biólogo Rob Wallace, autor del libro Big Farms make Big Flu, que ha estudiado los brotes de enfermedades en todo el globo en el último siglo, documentó el proceso analizando los nuevos virus de origen animal, las gripes aviar y porcina, el ébola, zika, VIH y otros.  Gran parte de estos virus se originaron en criaderos, otros en animales silvestres, como el coronavirus que causa el COVID-19, que se cree proviene de murciélagos. Estudios científicos recientes indican que no habría llegado directamente a los humanos, hubo intermediarios. El secuenciamiento genómico de este coronavirus sugiere que podrían haber sido pangolines, pequeños mamíferos asiáticos. Pero en los mismos estudios se admite que podrían ser también otros animales, por ejemplo, cerdos de los mega criaderos que existen en Hubei, provincia de la que Wuhan es capital.  La organización Grain compiló datos al respecto.

Justamente, al tiempo que se detectó el COVID–19, los grandes criaderos de cerdos en China eran devastados por otro virus que diezmó a millones de cerdos: la peste porcina africana, que afortunadamente no ha mutado aún en virus infeccioso para humanos, pero crece por China y Europa.

Adicionalmente, la relación entre ganadería industrial y epidemias/pandemias, va más allá de los grandes criaderos: confluye con la destrucción de hábitats naturales y de biodiversidad, que hubieran funcionado como barreras de contención de la expansión de virus en poblaciones de animales silvestres.

La presencia de virus y bacterias en los ecosistemas y poblaciones animales, es un factor importante de la co-evolución de las especies y en poblaciones que están en coexistencia equilibrada con los ecosistemas, se encuentran contenidos. Con la destrucción de los hábitats naturales, los animales silvestres son desplazados y los microorganismos son trasladados a nuevas situaciones, donde se pueden volver más virulentos, infecciosos y letales. Encontrarse con una gran cantidad de animales uniformes, hacinados y vulnerables facilita y acelera el proceso de mutación entre virus animales y de éstos con los que afectan a humanos.

A su vez, si analizamos las causas principales de la destrucción de la biodiversidad y los ecosistemas encontramos varios factores convergentes: el sistema agroindustrial y su expansión de la frontera agrícola, especialmente de monocultivos y con uso intensivo de agrotóxicos; el crecimiento urbano descontrolado y en función del lucro junto al crecimiento de periferias de pobreza; y el avance de megaproyectos sobre los territorios y áreas naturales, como minería, represas, autopistas y corredores comerciales, que en muchos casos funcionan para servicio de los anteriores.

En la destrucción de biodiversidad forestal, el sistema alimentario agroindustrial juega el papel principal: según la FAO, la causa mayoritaria de deforestación en el mundo es la expansión de la frontera agropecuaria. En América Latina causa en promedio el 70 por ciento de la deforestación, y en Brasil, hasta el 80 por ciento.

De toda la tierra agrícola del planeta, más del 70 por ciento se usa para sostener la industria pecuaria, fundamentalmente industrial: para siembra siembra de forrajes o pasturas. Más del 60 por ciento de los cereales que se siembran globalmente, son para alimentar animales en confinamiento (Grupo ETC, 2020). Pero muy poco de esto se convierte luego en alimento humano: el desperdicio energético de la cadena industrial pecuaria es enorme, según diversas estimaciones, menos del 10 por ciento de la energía usada para criar una vaca o un cerdo llega a convertirse en alimento humano, el resto se consume o desperdicia en el propio proceso de cría.

En cada paso de la cadena alimentaria agroindustrial, de semillas a supermercados, pasando por agrotóxicos, genética y cría animal, almacenamiento, distribución y comercio, solamente unas 4 – 6 grandes trasnacionales dominan más del 50 por ciento del mercado global[2].

Por ejemplo, solamente tres empresas  (Tyson, EW Group y Hendrix) controlan toda la venta de genética avícola en el planeta. Otras tres controlan la mitad de toda la genética porcina. Y unas pocas más, la genética bovina. Esto causa una enorme uniformidad genética en los criaderos, que facilita la trasmisión  y mutación de virus.

Igual sucede con las empresas que del comercio mundial de commodities agrícolas (granos y oleaginosas), controlado casi en totalidad por seis empresas: Cargill, Cofco, ADM, Bunge, Wilmar International y Louis Dreyfus Co, que comercian los forrajes que van a la cría industrial de animales, principalmente soya y maíz transgénico.

Las mayores procesadoras de carne avícola, porcícola y vacuna son actualmente, JBS, Tyson Foods, Cargill, WH Group-Smithfield y NH Foods. WH Group, de China, es la mayor empresa porcícola del globo y dominante en todo el mercado de América del Norte, dueña de Smithfield y su subsidiaria en México Granjas Carroll, donde originó la gripe porcina.

Un ejemplo significativo de su forma de actuar es el caso de Cargill. Siendo la mayor empresa global de comercio de commodities agrícolas, pasó de proveer forrajes a ser ella misma criadora, convirtiéndose en la tercer empresa global de cárnicos (aves, cerdos, vacas).

Pese a los desastres que está causando la pandemia de COVID–19, esas empresas siguen sus actividades, gestando la próxima pandemia, que podría incluso ocurrir mientras la actual sigue activa.  No solamente no han hecho ningún cambio, también se arrogan que al ser empresas claves en la cadena alimentaria, deben recibir apoyo de los gobiernos y comunidad internacional para abastecer los mercados durante y después de la pandemia.

En realidad, según mostramos en varios estudios del Grupo ETC[3], esta cadena agroindustrial, aunque domina el comercio internacional, solamente alimenta al equivalente del 30 por ciento de la población mundial, aunque usa más del 75 por ciento de la tierra, y más del 80 por ciento del agua y de los combustibles de uso agrícola. Produce mucho más que eso en volumen –de un espectro reducido de variedades y especies animales–, pero con un enorme desperdicio en cada paso de la cadena. Tanto en basura directa, como en comida que no alimenta, sino que produce malnutrición y obesidad, generando diabetes, enfermedades cardiovasculares y cánceres, que están entre las diez principales enfermedades de las que, según la OMS, muere el 72 por ciento de la población mundial. A esto se suma el gran impacto ambiental que esa cadena genera en contaminación de agua, suelos y aire, que también es responsable de otro porcentaje importante de enfermedades e impactos en salud humana.

De hecho, por cada peso que gastamos para comprar comida de la cadena agroindustrial, pagamos otros dos pesos extras en daños a la salud y al ambiente. Gastos que las empresas externalizan al presupuesto público y el de todas las y los consumidores.

En enorme contraste, la red campesina global de producción de alimentos, en la que incluimos campesinas y campesinos, trabajadoras y trabajadores rurales, comunidades indígenas y forestales,  apicultores y otros criadores de animales en pequeña escala, pastores y pescadores artesanales, recolectores y cazadores tradicionales y huertas urbanas, proveen alimentos a un mínimo de 70 por ciento de la población mundial (80 por ciento según la FAO), con menos del 25 por ciento de la tierra y menos del 20 por ciento del agua y otros recursos.  Manejan una enorme diversidad de semillas y animales domésticos, con importantes porcentajes de producción agroecológica o con mucho menos agroquímicos, en su gran mayoría con cuidado y “crianza mutua” con los ecosistemas donde viven y trabajan, porque dependen de ellos. Si pese a ellos hay gente con hambre y desnutrida, es porque las redes campesinas no tienen suficiente tierra y recursos, pese a que para los hambrientos, las redes campesinas son la única alternativa, ya que no pueden comprar en los mercados.

Hay que terminar con el sistema agroalimentario absurdo y dañino de la cadena industrial, que solamente beneficia a las corporaciones trasnacionales y es una fábrica permanente de pandemias y otras formas de destruir la salud humana y animal, la naturaleza y la biodiversidad.  Las opciones de producción campesina, local y descentralizada, que trabajan desde la diversidad cultural y con la biodiversidad , que generan trabajo para muchas personas y alimentos sanos para muchas y muchos más, no solo son posibles, sino que ya existen y deben ser apoyadas. Con reformas agrarias para acceder a más tierra, con políticas públicas para apoyarlas en sus propias condiciones y necesidades, reconstruyendo tejidos solidarios entre campo y ciudad, porque la alimentación y la salud son un tema de todos y todas.


Referencias:

[1] Investigadora uruguaya residente en México. Directora para América Latina del Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (Grupo ETC).

[2] Grupo ETC,  Tecno-fusiones comestibles, mapa del poder corporativo en la cadena alimentaria, Enero 2020 https://www.etcgroup.org/es/content/tecno-fusiones-comestibles

[3] Grupo ETC, Quién nos alimentará ¿la red campesina o la cadena industrial?, Octubre 2017 https://www.etcgroup.org/es/quien_alimentara