Por Medardo Avila Vazquez[1]

 

Con la pandemia por coronavirus iniciada este año en China, la Tierra ha sido políticamente convulsionada y no atina aún a reaccionar. Como un sutil y paradójico terremoto, el Coronavirus lo ha cambiado todo, pero no con movimientos bruscos, sino con una parálisis masiva y global. Ha logrado hacer lo que muchos hubiéramos deseado: una gran huelga mundial masiva que corte, por un tiempo indefinido, las cadenas de la explotación; la explotación de los cuerpos y de los territorios.

Los argentinos nos preguntamos si el impacto del COVID-19 nos castigará como a Italia o España o lograremos mejores respuestas, mientras que en países hermanos de Sudamérica ya comenzó el desastre sanitario. A nuestros miedos epidemiológicos, se suman los de clase; los del hambre y el abandono para muchísimos y los del lucro cesante del capital para  otros, y también los de piel y los de género, esos que distribuyen desigualmente las probabilidades de enfermar y de morir.

La extendida cuarentena nacional permitió controlar por ahora la propagación del virus y fortalecer un sistema de salud que ni ministerio tenía hace apenas 6 meses. También por ahora  (fines de mayo), la pandemia en Argentina es más crisis económica y social que sanitaria. Y las presiones para levantarla son cada vez más explícitas, pero cuando muchos creían que el reclamo  provendría primordialmente de los sectores más desposeídos de la sociedad que la están pasando realmente mal, la rebelión contra las medidas sanitarias proviene de los sectores del empresariado más concentrado y sus medios de comunicación. Estos sectores traducen el reflejo del capital que no entiende de cuarentenas y pretende continuar con su dinámica de  reproducción y concentración permanente por más que esto genere riesgos evidentes para la población. El aumento disparatado de los precios de consumos básicos, los despidos masivos y la actitud claramente desestabilizadora  del sector financiero desafían el discurso presidencial que no logra someter al mercado a las necesidades del bien común. Seguramente esto ocurre por el carácter pacato y timorato de nuestra democracia, subordinada al poder económico, y tal vez también por las contradicciones del gobierno, que mientras restringe muchísimas actividades económicas, otorga impunidad absoluta al extractivismo, designando como actividades esenciales a la megaminería y al agronegocio fumigador. Extractivismos que todos los análisis de ciencia ubican entre las causas originarias de la actual pandemia.

La mayoría de los analistas, tanto en los países centrales como en los periféricos, coinciden en que la magnitud de la actual crisis económica-financiera a escala mundial, detonada y agravada por la expansión del COVID-19, es aún más grave que el quiebre financiero de 1929-1930. Coinciden además, en que al final de la pandemia se esperan cambios profundos. Pero, dado que esta crisis tiene un fuerte componente sanitario desde allí pretendo analizarla.

Como determinantes de salud/enfermedad la medicina reconoce tres elementos principales que conforman una triada interrelacionada íntimamente: En primer lugar, está la persona o la población que tienen características biológicas propias, sociales, étnicas, de género, del sistema de salud y políticas que le otorgan vulnerabilidades y fortalezas específicas. En segundo lugar, están los elementos constituidos por el agente que nos agrede, en general gérmenes como el coronavirus, pero pueden no serlo, como agrotóxicos, radiaciones, entre ellas la electromagnética, contaminantes de agua y alimentos, o incluso el calentamiento climático. Y, en tercer lugar, está el ambiente donde vive la persona o población, su entorno. Trataremos de analizarlos en el marco de la pandemia.

 

El virus

Los coronavirus conviven con la especie humana desde hace más de 5.000 años. Existen más de 40 especies y 7 son las que nos enfermaban de una manera bastante banal (resfrío común y fiebre por pocos días). Por su amplia difusión mundial, todos hemos tenido varias infecciones por coronavirus en nuestras vidas. Pero ahora nos encontramos con una variedad para la cual no tenemos protección (inmunidad).

Su capacidad de contagio/diseminación es muy alta. La epidemia es muy fuerte y sobre todo muy rápida. En pocas semanas, miles de personas se contagiaron y 20% de ellas requirieron cuidados médicos, el 5% cuidados intensivos.  La mortalidad en el grupo de mayores de 65 años supera al 15%. La corta experiencia muestra que en poco más de mes y medio fallecieron personas con frágil salud que probablemente hubieran muerto en los próximos dos años, por la intercurrencia de alguna infección viral menor.

Existen muchas controversias sobre la súbita aparición de este virus, pero los datos concretos muestran que la humanidad viene sufriendo cada vez más brotes de enfermedades infecciosas. Entre 2011 y 2018 la OMS realizó un seguimiento de 1.483 brotes epidémicos en 172 países. En septiembre del año pasado, el Comité de Vigilancia Mundial de la Preparación para Emergencias Sanitarias (GPMB-OMS) publicó un informe titulado Un Mundo En Peligro, donde advertía infructuosamente de la inminente irrupción de una pandemia de virus respiratorio que podría tener efectos catastróficos similares a los de la gripe que en 1918 mató a 50 millones de personas. Y esto lo manifestaba la OMS porque la información científica recientemente publicada mostraba con claridad que se veía venir el salto del virus. Un paper muy explícito es el titulado Bats, Coronaviruses, and Deforestation: Toward the Emergence of Novel Infectious Diseases? de 2018. En esta investigación se destaca cómo el desmonte de la selva del sudeste asiático empujó a muchas especies de murciélagos hacia los ambientes urbanos donde se establecieron, murciélagos cuyo viroma natural está constituido en un 30% por múltiples cepas de coronavirus, lo que terminó poniendo en contacto casi íntimo a los coronavirus de los murciélagos con nuestra especie. Algo muy similar a lo que pasó con el mosquito aedes aegypti que pasó de las selvas desmontadas y fumigadas a los ambientes peridomiciliarios y allí nos trasmite y el dengue y otras enfermedades.

Este diminuto habitante del planeta, que sólo vive a condición de ser alojado en otros organismos más complejos, ha logrado generar un clima de zozobra y parálisis en todo el mundo como nunca había sucedido. Y no es un ser extraño a este mundo, es parte de él como nosotros mismos, no es un “agresor externo” que nos invade militarmente en una guerra, guerras en que todos sabemos que la primera víctima es la verdad y la segunda las libertades. Esto no es una guerra. Las epidemias son situaciones críticas y catastróficas que viven las sociedades generadas en su interrelación con la naturaleza, de la cual la humanidad forma parte.

No es una agresión externa. Si no entendemos esto, las epidemias continuarán multiplicándose y estaríamos encubriendo el carácter antropocéntrico y destructor de nuestro modelo civilizatorio, que va a seguir generándolas cada vez más rápido.Es evidente que los profundos cambios ecológicos que viene generando nuestro aparato productivo han puesto al coronavirus en nuestro camino en este momento. El desmonte masivo, el cambio climático y la agroindustria de base química condicionaron su mutación y diseminación. Las epidemias en este siglo de gripe A, de SARS, de MERS, de ébola, de dengue, o de zika refieren una base de disrupción ecológica generada por la actividad humana, como en toda la historia de las epidemias desde la época de los romanos.

 

La sociedad infectada

Esta pandemia llega en este momento histórico del mundo globalizado, fuertemente impregnado de los valores neoliberales y caracterizado por décadas de profundización de las desigualdades. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) indicaba en 2019 que el 80% de la población mundial (unos 6.500 millones de personas) sólo cuentan con el 4.5% de la riqueza; y de ellos 4.500 millones se encontraba bajo condiciones de pobreza o indigencia. Hace más de 500 años que el capitalismo viene extendiendo esta realidad social, pero en las últimas 7 décadas el despojo y la pobreza se extienden más profundamente. El progreso, el desarrollo de los medios de producción, gracias al cual la clase obrera debería haber podido romper sus cadenas e instaurar la libertad universal, en realidad ha desposeído a los trabajadores de sus últimas parcelas de soberanía. El crecimiento económico, que debía garantizar la abundancia y el bienestar para todos, ha hecho crecer las necesidades y la población bajo condiciones humillantes de vida.

Esta epidemia que parecía más vinculada a las rutas de los hombres de negocio y a los sectores sociales que pueden viajar por el mundo, en pocas semanas se desplaza sobre las capas y clases sociales donde siempre golpean las epidemias desde que, en el año 165, Galeno describió la primera epidemia de la medicina moderna (la Peste Antonina que extendida entre los pobres de Roma mataba 2.000 personas por día hasta llegar al Emperador). En Barcelona, la georeferenciación de casos muestra que la incidencia de la COVID-19 es del doble en los distritos obreros de NouBarris y Sant Andreu que en barrios de clases medias y zonas exclusivas. Los pobres ponen el doble o más de los casos también en Nueva York, la población que sufre más inequidad social y sanitaria son los hispanos y afro descendientes.

En este contexto recibimos la pandemia en Nuestramérica, la región más inequitativa del mundo,  donde las políticas neoliberales de los últimos 40 años concentraron más la riqueza y destruyeron los imperfectos recursos de contención y cuidado social que tenían los estados.  En Argentina entre 1974 y 2020, la pobreza pasó de comprometer al 6% de la población a más del 40%; el 90% de los trabajadores estaban en blanco y con derechos sociales antes de la dictadura y hoy solo el 48%, el resto está precarizado, no registrado o desocupado; el desempleo creció desde el 3% al 12%. Además pagó más de 530.000 millones de dólares en concepto de deuda. A lo cual se agrega un nuevo endeudamiento irracional, que pasó del 52.6% del PBI en 2016 al 91.7% en 2019; y en su mayor parte fue destinado a la especulación financiera y la fuga de capitales. Todas estas acciones de despojo y concentración de la riqueza implementadas por gobiernos de legalidad constitucional-democrática. Estas décadas de hegemonía neoliberal han reconfigurado la sociedad exacerbando el individualismo competitivo, las desigualdades segregacionistas, el miedo y la violencia discriminatoria hacia las alteridades, desplazando la solidaridad, la reciprocidad en las relaciones sociales y la identidad en el colectivo propio (el pueblo) al rincón de los principios de los “no existosos”. En este contexto, llega el coronavirus.

El sistema de salud que recibe la epidemia también es crítico. Se siente el paso de las políticas neoliberales en nuestra región, sobre todo desde que la OMS, al subordinarse al Banco Mundial, abandonó la consigna épica de “Año 2000 Salud Para Todos” para adherir al manifiesto: “Invertir en Salud”, de 1998, que guió las reformas  neoliberales para desmontar lo público y ampliar el mercado, debilitando notablemente las redes de hospitales y sobre todo la atención primaria.

En ese sentido, en 2017 la inversión en salud pública cayó un 30% en nuestro  país. En 2016 se le destinaron $11.000 millones menos; el gasto público per cápita en sanidad en la Argentina fue de 642 euros por habitante mientras que en 2015 había llegado a 913 euros. El gobierno de Macri ahorró 271 euros por argentinx, librando el cuidado de la salud a las posibilidades de cada bolsillo. El gasto público en salud como porcentaje del PBI fue de 6.82% en 2015 para caer 1,2 puntos en 2016 (a 5,62% del PIB). Y más allá de la cantidad de camas[2], los cuidados de salud son cuidados que brindan personas a otras personas. En nuestro país el 80% de lxs trabajadorx de la salud reciben ingresos levemente por encima de la línea de pobreza y sus vínculos laborales son muy precarios como consecuencia del creciente proceso de mercantilización de la salud.

El problema principal del sistema de salud es precisamente su proceso de mercantilización. Negando la salud y su cuidado como un derecho social principal de cada ciudadano y promoviendo como signo del éxito personal que cada individuo garantice su cuidado de su bolsillo o adhiriendo a un seguro privado, la salud pública se relega a la marginalidad y se desvaloriza a sus integrantes y prácticas. Hoy, en la pandemia recurrimos a esos equipos de salud denigrados y ninguneados no solo por el estado, sino por esta sociedad que reniega del cuidado de sus miembros y del cuidado de todo el planeta.

 

El ambiente de la pandemia

Vivimos en este comienzo de siglo en un planeta seriamente degradado, con calentamiento global desencadenado, grave contaminación del agua, con una compulsiva destrucción de bosques por la voracidad del agronegocio mundial que limita seriamente el proceso de regeneración del aire de la atmósfera. A su vez, los alimentos están generados en proceso tóxicos y que llegan a nuestra mesa contaminados con numerosos agrovenenos, con radiaciones electromagnéticas que se multiplican a niveles nunca soportados por las especies vivas, sobre todo en las ciudades. En menos de 70 años el capitalismo está destruyendo la naturaleza a un ritmo de extracción que supera su capacidad de regeneración causando pasivos ambientales de donde emergió el coronavirus y muchas pandemias venidas y por venir si no paramos esta forma de vincularnos con la madre tierra.

Los humanos no somos de otro planeta ni de plástico, los estudios de radioisótopos muestran cómo incluso nuestro esqueleto cambia todos sus átomos en un año, las membranas y organelas de las neuronas cerebrales cambian todas sus moléculas varias veces al año, solo metales pesados como cobre, hierro o manganeso persiste en nuestro cuerpo más tiempo; toda nuestra materia ingresa y sale día a día a nuestro cuerpo en un turnover que sólo concluye cuando morimos, muerte que significa básicamente que ya no podemos incorporar ni eliminar materia ni energía. Así, nos convertimos en polvo… es decir en humus, que es de donde venimos los humanos. Pero el Capitalismo no sólo aliena al trabajador de su objeto de trabajo sino que aliena a la humanidad de la naturaleza y nos ubica fuera de ella, como sus conquistadores no como sus hijos, desarrollando prácticas de despojo y rapiña pero no de cuidado.

Sabemos que las sociedades industrializadas viven del pillaje acelerado de stocks cuya constitución ha exigido decenas de millones de años, como el petróleo del subsuelo o la riqueza de nuestro suelo pampeano. El capitalismo es una verdadera economía de guerra a la naturaleza, de explotación y destrucción. Hoy hay hambre en 1000 millones de habitantes del mundo pero el mundo produce suficientes alimentos para todos y de más aún; se tiran a la basura anualmente una cantidad de alimentos que podrían alimentar a 2500 millones de personas, pero los hambrientos siguen existiendo, no por falta de comida, sino porque no tiene dinero para pagarla en el mercado. Injusticia social y daño ambiental van de la mano en la economía de guerra en esta época denominada acertadamente como Capitaloceno.La economía capitalista ya no es la ciencia de la buena administración del hogar de Aristóteles. Por eso hoy,  en los debates públicos se escucha con absoluta naturalidad acrítica la incongruencia de “cuidar la salud” o “atender la economía”. Se ha naturalizado lo económico como modo de producción que atenta contra la vida, el ejemplo más patético es la agricultura argentina con la aplicación anual de 500 millones de kilos de agrotóxicos en un territorio habitado por 12 millones de personas.

El Capitaloceno inauguró una era donde la producción de los medios de vida se transformó en una maquinaria de destrucción de las fuentes de vida y de producción de desigualdades abismales y crecientes, al interior de la población humana y entre ésta y el resto de las comunidades bióticas. “Producción” pasó a significar “explotación”; explotación de los cuerpos y de los territorios. La prioridad de la satisfacción de las necesidades vitales humanas se suplanta por la ganancia como combustible de las subjetividades que dirigen el “aparato productivo”.

 

¿Qué Hacer?

Esta pandemia es un claro síntoma de la decadencia del Capitaloceno y su escenario posterior requiere que re-conozcamos su origen para poder esbozar propuestas de superación para la humanidad, nuestra región y país. El capitalismo en su vertiente neoliberal ya se prepara para apropiarse del capital de los derrotados en la crisis económica en ciernes y en acentuar sus esquemas de dominación y control poblacional, ahora intentando perpetuar el distanciamiento antisocial y antihumano.

Propuestas de agenda nacional o programas de avance socio-ambientales[3] buscan acentuar el debate acerca de la necesidad de: un Ingreso Ciudadano Universal desvinculado del empleo asalariado, sin contraprestación alguna y que no refuerce la trampa de la pobreza ni el clientelismo. Una Reforma Tributaria Progresiva y Financiera que reconfigure la base del actual sistema fiscal en un sentido equitativo y que ponga al ahorro de los argentinos al servicio de nuestras necesidades y no de la especulación infructífera. La urgente Suspensión del pago de la Deuda Externa justificada en estos momentos excepcionales que demandan respuestas excepcionales. La pandemia debe abrir paso a la construcción de sociedades ligadas al paradigma del cuidado, por la vía de la implementación y el reconocimiento de la solidaridad y la interdependencia. Es necesaria la implantación de un Sistema Nacional Público de Cuidados destinado a atender las necesidades de personas mayores en situación de dependencia, niños y niñas, personas con discapacidad severa y demás individuos que no puedan atender sus necesidades básicas, abandonando de una buena vez la perversa lógica mercantilista, clasista y concentradora de ganancias en los monopolios de las empresas de salud. Es tiempo de que Argentina comience una Transición Socio-ecológica Radical entendida como una salida ordenada y progresiva del modelo productivo fosilista y extractivista, cuyo horizonte societal sea nuestra transformación en un país con matriz energética limpia, renovable y también democrática, en razón de que el acceso a la energía es un derecho humano. Es preciso abandonar el productivismo del crecimiento fatal del PBI y concretar el Decrecimiento con equidad social y ecológica, avanzando a la agroecología reduciendo, hasta terminar, la utilización de agrotóxicos.

Necesitamos proponer un cambio civilizatorio y no como una ingenuidad sino como una necesidad. El capitalismo es el principal virus que ha afectado lo más profundo de los cuerpos, de sus estructuras perceptivas, emocionales, libidinales e intelectuales, de una enorme masa de población humana. Es, en ese sentido, la verdadera pandemia. Desde esas subjetividades infectadas“es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Pero lo cierto es que nada es más realista hoy, que reconsiderar la envergadura de los cambios que precisamos hacer.

Muchos también se inmovilizan al preguntarse ¿quién hará estos cambios?, ¿qué clase social o capas o grupos sociales son los llamados a llevar adelante esta revolución? la clase obrera parece que ya no puede conducir esta lucha, tal vez. Pero ¿quiénes son los directamente afectados por la catástrofe ecológica que genera y acentúa el capitalismo? todxs lo somos, lxs únicxs beneficiados son los dueños y administradores del capital. ¿Quiénes están en la vanguardia de la lucha hoy? Lxs luchadorxs socio-ambientales del “ecologismo de los pobres” sobre todo en Nuestrámerica, en África y en Asia. ¿Quien pone la mayor cantidad de cuerpos asesinados por el Capital en este siglo? También, lxs luchadorxs socio-ambientales y nuestrxs periodistas.

Esta pandemia nos desafía a llevar el cuestionamiento del  modelo civilizatorio antropocéntrico y patriarcal a la lucha política, no podemos seguir en las acciones defensivas y reivindicativas, es preciso poner otras voces en la comunidad. Todas las fuerzas políticas actuales de derecha o de izquierda se reconocen en una perspectiva de progreso económico con mayor o menor distribución de la riqueza conquistada y extraída de la madre tierra en un  proceso que va matándola junto con nuestros hermanos e hijos. La Salud es una sola, la nuestra y la de la Tierra.

El mundo se seguirá calentando, las poblaciones infectando sino comenzamos a cambiar, a cuestionar a fondo el modelo y a revolucionar.-


Referencias:

[1] Docente Facultad Cs. Médicas, Universidad Nacional de Córdoba. Coordinador de la Red de Ambiente y Salud / Médicos de Pueblos Fumigados.

[2] 5 por mil habitantes en Argentina, la OMS aconseja 10, y Brasil tiene 2,2 igual que Chile y México 1,7 cuando Corea del Sur o Japón tienen más de 11 camas por mil.

[3] ver: https://rebelion.org/pandemia-sintomatologia-del-capitaloceno/ y http://revistaanfibia.com/ensayo/green-new-deal